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Infrarrojo

Santos, Isabel

No te robes a ti mismo lo que te pertenece.

Ramón Llull


Aurora llegó vencida al barrio chino. Odiaba ese lugar. Esa confusión obscena de culturas. Todo era como si… Como si las terapias cambiaran destinos, como si sembraran pasados, como si hubiera cura para los traumas. Todas las galerías del barrio tenían sucuchos especializados en algo. La suya era igual. Peor, en realidad. Compartía el espacio con los drogadictos que ofrecían DMT, el último invento. Siempre había cataratas de adictos que se atiborraban en la puerta, en las escaleras, en los pasillos. Aletargados y abandonados, pensaban que estaban curándose en vidas pasadas, mientras extinguían la suya. Pero la moda es así: une a la gente para bien o para mal.


La terapia de Aurora no tenía prensa. Era una alternativa para desahuciados. Nadie podía comprobar algún efecto. Ninguna alucinación, epifanía, conocimiento; sólo confiar en la medición de la máquina infrarroja y en que en algún momento se dejara ver una emisión exponencial.


Aurora tenía una técnica que podría generar casi una incineración espontánea. Había que hacerlo en el momento justo de la vivencia traumática del pasado. Si se encontraba el punto exacto, y se actuaba en ese instante, se curaba el trauma. El calor extremo arrancaba ese dolor.


Además, la energía podía llegar hasta el pasado y crear otro ser en una dimensión paralela. Ese alguien viviría su vida sin cometer ese error específico.


Aurora explicaba su técnica una y otra vez. Y si bien ella estaba convencida de que podía lograrlo, nunca lo había conseguido. Sabía que sus clientas venían por sus masajes. Se dejaban observar por la máquina mientras tomaban los masajes, y se ofrecían de conejillo de indias para que las atendiera gratis.


Igualmente, Aurora no descuidaba los detalles. Poca luz, música japonesa, colchoneta gigante en el centro de la habitación, almohadones aromatizados con esencias y, lo más importante para distinguirse del resto, su kimono rojo. Ese símbolo del tanden, punto de la energía de la vida, lugar alquímico del sulfuro de mercurio. Campo de cultivo del paso, del origen, del ser uno y todos al mismo tiempo. Así lo definía Aurora.


 


 


Prendió la luz del consultorio y respiró el aroma. No sabía por qué, pero algo le dijo que quizás ese fuera el día. Decidió sin pensar. “Me voy a dedicar sólo a Blanca y a Clarisa”, se dijo a sí misma. Y fue al azar. Ese mismo día tenía que suceder.


Les pasó a Blanca y a Clarisa toda la responsabilidad de ser las únicas capaces de darle el fuego que ella necesitaba. Ya no podía esperar más.


Tuvo una intuición. Sintió la confianza de ser capaz de encontrar ese punto singular y robarle el fuego. Quizás, finalmente podría curar el ardor infinito que provocan las heridas que nunca sanan.  


 


Cuando Blanca llegó, sintió que empezaba una ceremonia. Duraría poco.


—Hola, Aurora. Tenés que mudarte. Esta galería es horrible. Decí que yo te conozco; si no, olvídate. ¿Cambiaste los almohadones? ¿Qué es ese olor? Voy al baño.


—Hola, Blanca —dijo ella. Y pensó: “Exceso de yang, dispersar ki”. Ese fue su primer diagnóstico.


—¿Empezamos? Porque hoy me voy rápido. Perdón, pero no tengo tiempo para tu maquinita. Estoy haciendo otras terapias, ¿viste? Me aconsejaron la terapia del cuento. Hice uno bastante choto, obvio. Pero es muy novedoso. Para sacarme mis complejos. La historia es una excusa para tratar mal al primer estúpido que me dijo que tenía las tetas chicas. El cuento se llama “Tus 2 28”. Porque el 28 es el número de las tetas en la quiniela. ¿No es gracioso? ¿Por qué no hablás? ¿Te enojaste porque no me quedo a la máquina? 


—Te estoy escuchando.


—¡Es que ya no sé qué más hacer! Tengo que asumir mi cuerpo. Pero me da mucha bronca haber confiado en las terapias estéticas y que no dieran resultado. Por ejemplo, la cesárea. Me la hice para salir del quirófano arreglada, y ahora veo que los muy chantas que me operaron no se dieron cuenta que a los cincuenta no hay piel que contenga las costuras que tengo adentro. Fijate —se señala—, yo veo una L gigante. ¿Vos la ves? Los muy guachos me engañaron. Hubiera sido mejor que me quedara la L en otro lugar. No se puede confiar en nadie.


—Girá hacia el otro lado, Blanca.


—¿Ya terminaste? ¡Hoy vamos rápido! ¿Es porque no me quedo en tu máquina chota? Dejame salir. Me voy de acá. ¿Quién te crees que sos? Metete tu terapia en el punto ese de mierda, que seguro lo vas a encontrar en tu ojete.


Aurora estaba decidida a seguir con la ceremonia, como si lo que había sucedido fuera una parte esencial del resultado final.


Ubicó a Blanca en el lugar más oscuro de ese ritual interno e intentó imaginar a Clarisa, quien llegaría en media hora, como la luz que cerraría el círculo mágico que deseaba.


Sin Oscuridad no hay Luz.


Tenía que hacer más. Las dos serían parte del experimento. Aurora se preparó para acompañarla: algunas asanas de yoga, chi kung para recuperar ki y meditación para calmar su espíritu.


Ella no lo sabía, pero Clarisa era la indicada.


Tenía un desequilibrio no resuelto de nostalgia crónica. No por un acto fallido o un camino equivocado, sino por lo que parecía ser una duplicación de un único destino.


Ese era el caos que se necesitaba. Porque cuando hay dos en uno, hay caos. Singularidades que pueden dar rienda suelta a estallidos capaces de generar grietas profundas, donde caen corrientes inagotables de seres que se buscan. Que se miran sin poder tocarse y se extrañan sin saber por qué. Ausentes compañeros de uno mismo. Energías imprescindibles que faltan.


Aurora sólo sabía que Clarisa nunca hablaba, ignoraba que vivía ese junio lluvioso como todos los inviernos, rotando espacios y rutinas diarias insignificantes. Casi petrificada, sólo conservaba ese utópico placer de pegarse a los otros, intentar ser parte de la vida de otros. Volverse Nada para estar disponible para cualquier cosa. Se podía sentir su potencia sacada de la nada misma, sin sospechar que ese era el preámbulo de la más peligrosa de las destrucciones.


Cuando se llega al cero, sólo queda ir para atrás. Todo es para menos. Se roba, se saca de a poco y de otro lado. Ya no hay forma de equilibrar la balanza.


Clarisa era previsible: asistía puntualmente a las sesiones de masajes, nunca hablaba. Se tiraba en la colchoneta en posición fetal y cerraba los ojos. Parecía no tener registro de lo que había en la sala. Asistía a la terapia como si ese momento fuera solo un respiro para su agonía.


Ese día, cuando Clarisa entró al consultorio levantó la mirada hacia un cuadro. Miró fijamente la caligrafía japonesa que decía: espíritu de principiante. Y Aurora sintió que le estaba ofreciendo el permiso para llevarla hacia atrás. Una vuelta al pasado, casi rogada por Clarisa, para llegar al origen de su trauma.


Entonces Aurora intentó sincronizar los masajes con la hipnosis. Se animó a sumarla a su terapia y prendió la máquina infrarroja para cotejar los resultados.


Iniciado el proceso de regresión, Aurora se dio cuenta de que, en ciertos lapsos puntuales, el pensamiento ocasionó algo parecido a una taquicardia. Llegar al borde era como tener un doble latido muy potente. Ese acontecimiento estaría provocando el mismo síntoma en la conciencia, como si un fotograma del pensamiento se duplicara. ¿Estaba generando la energía para el nacimiento de otro ser?, pensaba Aurora.


Pero había que ser rápida y vencer las defensas de la mente. Llegar al trauma era como ir al foco de un dolor. Como librar una batalla contra uno mismo.


Aurora tenía que armar estrategias. Hacer la pregunta justa en el momento indicado, y así poder liberar la tensión.


Intentó eliminar la primera opción, la receta básica para descomprimir lo más denso que puede tener una mente traumada. Y así, al descartarla, poder hilar más fino:


—¿Mataste a alguien? —preguntó.


—Sí —dijo Clarisa con seguridad—. No pude evitarlo.


—¿Cuándo fue? —volvió a la carga sorprendida. Quería activar la memoria y llegar directo al incidente. Recordarlo podría ser el hecho que estaba buscando, el milagro que hiciera explotar el espectro infrarrojo y curar a Clarisa.


Clarisa, hipnotizada, disparó:


—Recuerdo el hambre. La siento como un dolor fuerte, me hablaba. Estaba siempre conmigo, en mi pueblo de Galicia. Los olores me golpeaban. Las flores del manzano colgaban en verano; sus frutos, inalcanzables. Tenía que esperar a que una manzana cayera en el camino. El miedo me hacía seguir. Solo mirarlas era sospechoso. Hambre y miedo, es todo lo que recuerdo de mi infancia. Y mi padre tan bueno, yo lo amaba. Cuando me dijo que me tenía que ir a vivir a Buenos Aires, obedecí. En el barco comprendí que no tendría más hambre, pero nunca dejé de tener miedo. Sólo atiné a vivir imaginando a mi padre, a sus ojos celestes mirándome cantar en el coro de la iglesia. Y yo, su orgullo.


»Lejos de mi casa, no tuve más opción que poner mi vida al servicio del hambre. Me transformé en una cosa, en una sola cosa, por miedo. El hambre fue un temor infantil, una peste que ningún niño debería tener. Pero obligar a un padre a abandonar a sus hijos por hambre, es matar. Y yo morí. Morí ese día sin darme cuenta, y así viví. Sé que se nota, que soy fría salvo cuando hablo de mi padre. Si pudiera volver el tiempo atrás, le diría, lo convencería de que no me abandonara en ese barco. Volvería con él al pueblo y llegaría a mi casa de su mano.


—Contame algo que hayas vivido con tu padre. Una anécdota que quieras recordar.


Clarisa explotó de calor. Aurora sostuvo el masaje en la zona del hara para encender el fuego del tanden.


—¡Clarisa! Llevale a tu padre el almuerzo —dijo Clarisa imitando la voz de su madre—. Está cortando pinos en el monte de Javiña. Me calcé el pote de caldo en la cabeza para no derramarlo. Cantar se complicaba, pero era el único manjar que yo tenía. Aunque sabía que mi padre compartiría una papa conmigo, quería abrir la tapa de la olla y comer una cucharada. Pero mi madre me miraba desde la casa y todavía no era posible hacerlo sin llevar un tirón de pelos al volver. Mejor era cantar, y como disfrutaba tanto, llegué a Javiña enseguida. De lejos ya oía la voz de mi padre. Al mencionar mi nombre, sentí la necesidad de ocultarme y escuchar. Les decía a sus amigos que había ahorrado el dinero para comprarme el pasaje en barco a Buenos Aires, y que pronto me podría sacar de la miseria, enviándome a vivir con un familiar a la que yo ni conocía. Por el miedo, no pude atender a los detalles. ¿Cómo explicarle a mi padre quién era yo? ¿Cómo decirle que lo único que quería era cantar? Yo estaba bien así, con un huevo de vez en cuando y un caldo casi vacío. ¿Por qué me mandaría tan lejos sólo para poder comer? Por otro lado, me di cuenta de lo que mi padre lograba con ese pasaje. Aquel era el más preciado regalo para mí: la única posibilidad que tendría su hija de salir de la miseria y el hambre. Y un padre debe cumplir con lo básico. Sin embargo, lo básico para mí era estar en casa. Abandonarla se transformaría en una pena que asumí como propia, para que fuera una alegría para mi padre.


—¿Aguantás bien el calor? —Aurora miró la aguja de la máquina: estaba casi al límite.


—Guardé ese secreto que me marcó para siempre —siguió Clarisa como si no la hubiera oído—. Corrí llorando todo el viaje de vuelta a mi casa, y de la misma manera lloré los veintiún días que duró mi viaje en barco, porque imaginaba un futuro que no quería. Cuando llegué al puerto de Buenos Aires sentí la necesidad de quedarme en ese barco, para intentar que me llevase de vuelta a mi pueblo y a mi padre. Pero eso no pasó. El abandono dio paso a mi propia muerte, que se apoderaría de mí, día tras día, por miedo.


»Lo vivo de mi vida quedó allá. Cantar en tierra extraña no despertaba mi amor, sino que acrecentaba mi tristeza, mi pena, mi nostalgia por no estar viviendo en España. Nunca podré perdonarme no haber llegado a tiempo para reencontrarme con mi padre.


En ese preciso momento sonó una alerta.


¡Era la primera vez que la máquina llegaba tan lejos!


Clarisa había reconocido lo que la mató. Ese momento que la vida le había puesto en el camino y que ella desperdició.


—Siempre ensayé las palabras que tendría que haberle dicho a mi padre —seguía—. Si hubiera tenido fuerzas para hablar, le hubiera dicho quién era yo. Aclararle de una vez por todas cuál era mi esencia, mis ganas, dónde estaba mi potencia y mi valor. Y simplemente cantar.


Entonces ella cantó. Clarisa cantó como nunca lo había hecho antes, y volvió a España. Caminó hacia el monte casi sin respirar.


El calor que había explotado su vientre en el consultorio generó la energía que le provocó el suspiro. Suspiro que le dio el aire necesario para ese canto. El canto que su padre nunca escuchó.


Cuando terminó la canción, vino el aplauso, y todos los amigos de su padre se acercaron para felicitarla. Y uno dijo, el salvador, el que selló el hilo que fundió su nuevo destino: “Manuel, no dejes ir a tu hija a Buenos Aires. ¡Mira cómo canta! Todos queremos escucharla cantar. No la dejes ir, hombre, que pan no te va a faltar. Tenemos que conservar lo nuestro. ¡Canta niña, canta!”.


Y la máquina explotó.


Clarisa se hizo clara, calma, liviana. Y abriendo los ojos, encendida, miró a Aurora.  


—¡Tuve un sueño!


—Sí, te dormiste —se justificó Aurora, sin saber todavía qué pensar ni qué decir.


—Estaba en España, acompañada por dos mujeres que eran mis hijas. Las escuchaba hablar de mí. “¡Qué maravilla! ¿Cómo puede ser que todavía cante tan bien?”, decía una de ellas mirándome, mientras yo cantaba sentada en la playa de mi pueblo. “Me pregunto si se hubiera hecho famosa en Buenos Aires”, decía la otra. “Seguro que sí. Con esa voz, si se hubiera ido a la Argentina, como había pensado el abuelo, seríamos las hijas de Clarisa Parga, la cantante gallega que triunfó en América”, contestaba la primera. “Sí, en Buenos Aires hubiera sido famosa”, razonaba la otra —Clarisa se sentó y miró a Aurora—. Me curaste, nena. ¡Me curaste! Esa sensación de felicidad que sentí mirando el mar desde la otra orilla, me dejó tranquila. Siento que esa mujer era yo. Esa mujer existe, esa mujer me curó.