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Intrusa

Román, Esther


 


Ay de aquel que atraviesa, forastero
La frontera del sueño en esta tierra


Treinta y tres horas despierta. Abandoné las píldoras de cafeína hace tres horas para pasar a anfetaminas y todo indica que estoy llegando a la cresta de la ola: la boca seca, el corazón galopándome en el pecho, los pensamientos en mi mente puros e inexorables. El sol está saliendo y no tengo miedo de nada, aunque debería.


Las drogas nos pusieron charlatanes al principio, pero la cháchara perdió fuelle, así que saqué los auriculares y me puse música, un tecno acelerado y machacón que me ayuda a mantener el ritmo. Algunos de mis compañeros han seguido mi ejemplo. Nuestro grupo, antes homogéneo, se ha dividido limpiamente entre jóvenes y viejos. Los veteranos preferimos seguir con las drogas que conocemos de siempre, nuestras amigas anfetamina y cocaína que salían en los anuncios alarmistas de No a la Droga. Los jóvenes no tienen miedo de experimentar, y juegan con velocet, sizzle, implantes y estimulantes neuronales que hacen chisporrotear y brillar las neuronas en los escáneres.


El mundo se apaga. Se puede engañar a los huesos, se puede engañar a los músculos, pero los ojos siempre dicen la verdad. La percepción del color es química, y las reservas de las sustancias que la permiten se agotan después de periodos largos de vigilia. Hay que descansar cinco horas de cada veinticuatro para retener la agudeza visual. Falta mucho para poder descansar. Probablemente pronto tenga visión de túnel, pero esa preocupación es pequeña y distante, como el dolor en los gemelos y en los hombros. Ese también es un bienvenido efecto de las anfetaminas. Me pongo las gafas de sol.


Nos hemos adentrado cincuenta kilómetros en Brandenburg-Treptow Kirchhof. Una zona despoblada. Estamos aquí porque una gilipollas se metió donde no debía y tuvo la mala fortuna de romperse la pierna y quedarse atrapada aquí. Tenemos que sacarla de la zona antes de que sucumba a la sed o al frío o al shock y los otros decidan que la provocación ha llegado demasiado lejos. Si deciden que el insulto es imperdonable, que no hicimos lo suficiente para impedirlo, habrá repercusiones.


Seguimos caminando a un ritmo uniforme por la agrietada carretera, ostentosamente sanos, ostentosamente cuidadosos. El asfalto parece blando bajo nuestras suelas. Doy las gracias ahora por el ejercicio diario y por el calzado que no me permite sentir la hinchazón de los pies. Al amanecer, bebemos nuestras fórmulas isotónicas y consumimos las pastillas energéticas, haciendo gala de nuestra juventud y buena salud. Venimos en paz, y sentimos la inconveniencia. Nos iremos lo antes posible.


Los términos que han impuesto los muertos para esta extracción son mezquinos, punitivos. No se permite el uso de vehículos motorizados. No se nos permite dormir en el territorio, ya que el sueño se asemeja a la muerte. No podemos dejar desechos. Tenemos que mear en botellas mientras caminamos y recoger nuestra mierda para llevarla en las mochilas de vuelta a casa. Esto último es un insulto a los vivos, una estocada deliberada. Solo servís para mear y cagar, les gusta decir. Vemos este mensaje en los graffitti de nuestros sueños, lo escuchamos susurrado en algunas frecuencias de la radio, o en foros de internet. Radicales hay en todos lados.


Por otra parte, podría haber sido peor. Hace dos años, otro equipo de rescate tuvo que realizar una misión en la que se les prohibió emitir sudor o flatulencias en el aire, así que tuvieron que llevar varias capas de tejido poroso. Imaginadlo, un grupo de seis personas en un área desPoblada, en pleno verano, después de dos días de raciones concentradas y puestos de speed o sizzle o de lo que fuera, sabiendo que cualquier resbalón tendría consecuencias más que fatales. Aun así, no hubo problemas para reunir a los seis voluntarios de esta misión. Todos los ciudadanos deben realizar un número fijo de operaciones de mantenimiento cada año, y la bonificación por peligro es una adición muy sabrosa a mi cuota. No es como si estuviera en problemas, pero, al contrario que otros, no me gusta dormirme en los laureles.


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Había una buena razón por la que los muertos nunca respondieron en nuestras sesiones de Ouija, ni a nuestras cartas en cementerios, ni a nuestras llamadas telefónicas al éter: simplemente no querían. No conozco el motivo específico de esto. Quizá para ellos sea incómodo, o embarazoso, o simplemente les duela. No importa. Cuando quisieron hablarnos nos ensordecieron, inundando todos los canales de comunicación, todas las frecuencias de radio, todos los servicios de mensajería virtual con mensajes que interrumpieron el diálogo de los vivos, creando información de la nada e infringiendo con casual desprecio las Leyes de la Termodinámica. Solo tenían una cosa que decirnos: Dejad de venir. No os queremos aquí.


Yo tenía dieciséis años cuando pasó, y por aquél entonces no comprendí la escala del suceso. Recuerdo que mi primera reacción fue optimista. Gobiernos y oponentes en los conflictos más enconados se unieron buscando una manera de responder el mensaje. Hemos logrado la paz, pensé. Las autoridades religiosas enmudecieron durante los primeros días, buscando maneras de reagruparse. Enviamos nuestro mensaje de concordia a los muertos a través de todos los canales por los que nos habían escrito, con cartas a seres queridos muertos y frenéticas preguntas sobre ultratumba. El mundo se unió en el propósito de hablar con el Más Allá y responder a la última pregunta. Sin embargo, los muertos no querían charlar. Simplemente repitieron el mensaje una y otra vez, reformulándolo, taladrándolo en nuestra cabeza en forma de cartas que llegaban físicamente a nuestros buzones, voces imaginarias, incluso sueños. No pararon hasta que les preguntamos, al unísono, qué podíamos hacer.


Antes morir era muy fácil. Incluso con los descubrimientos en medicina del siglo XXI, era demasiado fácil tragarse un hueso de pollo, o dejar que parte de tus células se multiplicaran descontroladamente, o simplemente envejecer hasta que el cuerpo no diera para más. Todo esto terminó con la Ley Mundial Antiallanamiento, impuesta unilateralmente por los muertos. Por supuesto, ese nombre quedó sustituido por apodos casi de inmediato, definiciones informales que podían causarnos problemas si las decíamos en voz alta. Ley Tánatos, Ley Fiambre. La conocemos todos de memoria: Nosotros, los muertos, hacemos pública la siguiente declaración en todo el universo con efecto inmediato. Con el objetivo de poner fin al flujo migratorio incontrolado en nuestro territorio, imponemos las siguientes leyes, es decir: (1) Ningún humano llegará a nuestro territorio sin autorización. (2) Se establecerá una cuota ajustada a cada país, basada en las características y necesidades de la población. (3) Cualquier individuo que ponga deliberadamente en peligro a su persona o a otros será adecuadamente castigado.


Hay cincuenta páginas de estatutos y apéndices, pero esta es la idea general. No hay amenazas, solo hechos. Después de eso, simplemente, dejamos de morirnos. Bueno, casi del todo. El torrente de muertos que producía en un día la tierra quedó reducido a un goteo, como una válvula invisible que estrangulara el flujo. Las personas con enfermedades crónicas decaían sin llegar a tocar un fondo. Los ancianos con ochenta, noventa, cien años, seguían viviendo en la más absoluta ruina física. Personas heridas en accidentes o peleas con lesiones que les hubieran matado en cuestión de minutos agonizaban meses, durante los cuales recibían cartas sin sello o llamadas telefónicas pregrabadas informándoles de que un deceso no autorizado era una ofensa punible. No nos rebelamos. No tenemos manera de hacerlo.


El sistema de cuotas funciona bien, si usas la cabeza. Tengo cincuenta años; en setenta y seis más, con suerte, podré abandonar este mundo. Esto me convierte en una de las personas en mejor situación. También fui de las primeras en quitarme los ovarios, cuando empezaron a ofrecer bonificaciones por ello, así que probablemente disponga de algunos privilegios cuando estire la pata. Tiempos de espera más cortos, una asignación de espacio T más grande... Las recompensas varían. Hace unos días leí un artículo que decía que la media de tiempos de espera para personas de mi edad es de más de doscientos años. Para los jóvenes y recién nacidos será aún peor, hasta que alcancemos el punto de bisagra que estableció el otro lado y logremos mantener la población en un nivel manejable. No sé cómo podremos hacerlo. Nuestros hospicios, donde los deshauciados aguardan durante décadas, están saturados.


Poco después, los muertos reclamaron la tierra. Nosotros obedecimos. Los antiguos ocupantes de casas exigieron que les desenterráramos y depositáramos sus cadáveres en sus antiguas residencias. Lo hicimos, y nos fuimos. DesPoblados. Siguiendo los deseos de voces en nuestras cabezas, desenterramos cuerpos marchitos y los dejamos en sus antiguas casas en poses de descanso o de estudio, con mobiliario adaptado a sus gustos anticuados. Después, sellamos los hogares. Las plazas de los pueblos se convirtieron en refugios improvisados para vagabundos y sin techo fallecidos.


Los vivos nos mudamos a las afueras, formando un anillo que se expandía a medida que los muertos perdían terreno. Ahora vivimos casi todos en los espacios vacíos entre las ciudades antiguas, siguiendo las carreteras y las líneas de suministro. Nuestra tecnología ha avanzado mucho. Algunos campos de estudio se han estancado. Otros, como la medicina, han avanzado más en las últimas décadas de lo que hicieron en siglos. El ejercicio diario es obligatorio, como lo es una dieta sana. Las guerras, al menos las calientes, son cosa del pasado. Nadie quiere ser considerado culpable de un fallecimiento no autorizado.


No sabemos con certidumbre lo que nos espera al otro lado. Los sueños, que se han convertido en un canal de comunicación no oficial con el otro lado del velo, no son una fuente fiable de información. Ahora soñamos casi todos a la vez, sueños similares, como los antiguos programas de televisión. Sin embargo, las versiones individuales suelen variar, como si cada persona estuviera afinada a una longitud de onda ligeramente distinta. Nuestro gobierno ha determinado que cada ciudadano debe apuntar todos sus sueños cada mañana y enviarlos a una central, para componer un mensaje.


Algunas personas dicen tener acceso a información privilegiada. Hablan de los muertos recientes, de colas sin fin para una burocracia que ocurre en un no-lugar, el espacio tánatos, sobre campos de retención para las llegadas irregulares de los que murieron en catástrofes, sobre campos y desiertos de manos, pies, ojos, narices y lenguas cortadas que esperan a sus dueños. Podrían estar mintiendo.


Algunos dicen recibir mensajes de muertos individuales, y cuentan historias sobre ellos. Hablan de funcionarios con cuencas vacías y mandíbulas cosidas, de piel seca y dura como carne curada, que redactan y firman en silencio documentos que deciden tu destino. Cuentan de los esfuerzos de un movimiento clandestino para ayudar a regularizar la situación de los recién llegados. Yo misma he llegado a soñar con paisajes baldíos repletos de multitudes huecas, en espacios imposibles, pero no sé si son visiones reales o solo una manifestación de la ansiedad de los días.


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Hace veinte años que no camino por estas calles ahora desiertas. Pertenecen al pasado los Spätis y cafeterías como la que tenían mis padres. Se han ido la ropa colgando de las ventanas y las botellas vacías por todas partes. Caminamos por el antiguo parque de Tempelhof, que en un pasado aún más lejano fue un aeropuerto, como quien camina por un abigarrado sueño de hileras de tumbas, mausoleos irregulares como los dientes de un borracho.
 Casi todas las tumbas son de cemento mezclado con grava, una obra basta y apresurada, reliquia de los tiempos de la Gran Exhumación, cuando todos trabajábamos día y noche para apaciguar a nuestros ancestros. Abandonamos la ciudad a toda prisa. Quedan restos de esos tiempos: algunos coches en mitad de la carretera, o una mano esquelética, sujeta solo por pedazos de tendón, colgando por una ventana. Algún alma desafortunada que tendría un ataque y murió donde no debía. Recuerdo cuando esta ciudad estaba viva y despierta, llena de tráfico y gente y andamios y ruido. Ahora Berlín es el reino de los insectos.


Hay alegría en la ciudad desierta. Cuando los humanos se fueron, la otra vida volvió. Las plantas ornamentales están ahora muertas o asilvestradas, y la hiedra abraza fachadas ciegas. Árboles y hierbas crecen por las grietas del asfalto. En los lugares donde antes reventaron cañerías se han formado lagunas donde croan las ranas. La ciudad se construyó sobre una ciénaga y es natural que retorne a esta. Manadas de perros, descendientes de mascotas abandonadas, se cruzan a veces por nosotros, pero nos evitan, quizá por algún imperativo genético. La fauna nativa está también volviendo. En la distancia pude ver ciervos pastando en los hierbajos que crecen en torno a una columna Jugendstil, en el antiguo Schöneberg. El aire en torno a la estación de Friedrichstrasse huele a hojas, agua y tierra. La ciudad de los muertos es un paraíso de vida en flor.


El sol está alto en el cielo, pero casi hemos llegado. Hago señas a mis compañeros, que me siguen. Tomo una píldora más para aguantar el tirón, y veo que tres de ellos hacen lo mismo. Volver va a ser difícil. No queremos sentir el agotamiento subiéndonos por las piernas.


El GPS nos manda a un callejón cerca de un antiguo parque. No oímos nada, pero sabemos que la persona aún no ha cometido allanamiento, porque no hemos recibido ningún mensaje de la central.


Damos la vuelta a la última esquina en completo silencio, y vemos a la mujer que tantos quebrantos nos ha causado. Está sentada con la espalda contra la pared, y todo en su postura sugiere que intenta parecer más pequeña. Se ha arropado con un viejo abrigo, pero por abajo asoma su pie derecho, en un ángulo casi recto. Bajo su cabello oscuro hay un rostro ceniciento y anodino. Quiero escupirle a la cara.


Llegamos a ella y formamos un semicírculo, dispuestos a lanzar el protocolo. Los dos médicos caminan hacia ella, le dan las raciones de emergencia, comienzan a comprobar si muestra síntomas de hipotermia o cualquier problema que le ponga en riesgo inmediato.


«Lo siento», le oigo decir. «Solo quería...» Sigue hablando, pero dejé de escuchar a la primera frase, y comencé a montar la camilla con el resto del equipo. Siempre lo sienten mucho cuando les pillan, ¿verdad? Nunca quieren causar problemas. Solo quieren presentar sus respetos a sus padres, hermanas, amantes, buscando cualquier excusa, incluso si eso significa meterse en un área desPoblada sin permiso y arriesgarse a causar una catástrofe. Gilipollas que no se mueven con sus tiempos, o simplemente pelotas que se piensan que tendrán un trato especial después de su muerte si ponen suficientes flores u ofrendas votivas a sus ancestros. Otros, sin embargo, quieren causar problemas deliberadamente, y normalmente lo consiguen: necrofolladores, fetichistas de la disolución, postulantes de una teología de la decadencia. Todos se creen por encima de la ley. Independientemente de sus motivos, nos ponen a todos en peligro.


Los médicos ayudan a la mujer a subirse a la camilla. Personalmente, me encantaría poder llevarla, a rastras o cojeando, durante las quién sabe cuántas horas tenemos que esperar hasta que abandonemos territorio no soberano y podamos dormir, pero los muertos lo han dejado claro: no quieren que ella toque la tierra. Tenemos que transportarla y presentarla a la justicia. Yace inmóvil con una expresión angustiada, hueca: sabe lo que le espera. Ya no podemos aplicar la pena de muerte, pero podemos mantener a gente con vida de forma que desearían que pudiéramos.


Todos tenemos roles definidos en el equipo: dos médicos, un inspector, una responsable de comunicaciones, un apoyo y una guía, yo. Los seis debemos llevar la camilla por turnos. Sin palabras, tomo mi lugar y levanto a la mujer. Pesa, pero no intenta mover ni escaparse.


Hay un momento de silencio. Lo aprovecho alzando la cabeza para disfrutar de los rayos del sol. Por un momento, me siento una con el equipo, y estoy segura de que los otros también lo sienten. Nos duelen los huesos, y en las orejas de todos resuena el tintineo del agotamiento, pero en algún momento llegaremos a casa. Al menos no somos ella. Intercambiamos una mirada y, sin decir nada, emprendemos el camino de retorno.