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La estación de metro

Barragán, Eugenio

Habíamos hablado tanto que no necesitábamos repetir las palabras, con su eco teníamos bastante. Siempre decías lo mismo, si nos embelesábamos a través de la luna del viejo bar. La gente paseaba por la avenida de la Gran Vía al ritmo de sus vidas. Los coches arrancaban y se detenían con la cadencia de los semáforos o de los atascos. Cuando más absorto estaba, palmeabas mi cabeza y decías que así, ahuyentabas a las hadas que se habían posado sobre mi hombro. No sé si huirían o se posarían en otro sitio, pero volvía a prestarte la atención que exigías.

Juan, el camarero, permanecía detrás de la barra y atendía los pedidos de los clientes. Otras veces, servía las mesas, siempre vestido con su traje totalmente oscuro. Según le vieras de humor, bromeabas sobre el origen de la cicatriz que le recorría la mejilla.

—No, no fue una pelea en un callejón oscuro —te contestaba con una media sonrisa, antes de que le preguntases nada. Juan te conocía tanto como yo. Pasábamos las tardes allí, sobre aquellas mesas de mármol gastado por el tiempo y los clientes.

Y te levantabas del asiento en dirección al cuarto de baño. Decías que era un minuto, pero me hacías esperar y disfrutabas. Regresabas con el suave carmín lila extendido sobre aquellos labios que deseaba acariciar con los míos, y volvía a perderme en la avenida para evitar que tu belleza devorase mis sentidos.

Cuando nuestras miradas se encontraban, me contabas que bajo el subsuelo de la avenida María Cristina transcurría un río subterráneo y que desembocaba en una laguna perdida de Montjuïc, donde las brujas celebraban aquelarres en las noches de luna llena. Algunas veces me limitaba a sonreír, no sabía que contestarte. Las palabras sonaban extrañas, pero a fuerza de repetirlas, ya no les prestaba atención. Insistías en que la estación de metro de Rocafort estaba maldita y si aguzabas el oído, escuchabas lamentos que provenían de las almas perdidas del túnel. No te hacía caso, me limitaba a fingir que me atemorizaba tu revelación. Después reía y esperaba que tú también lo hicieras. Me hipnotizaba tu sonrisa. Otras veces, trazaba círculos sobre la sien con el dedo índice. Te encendías por llevarte la contraria, pero me daba igual, tus grandes ojos azules se iluminaban y te hacían más atractiva.

No prestaba atención a la historia que contabas, me mirabas a la cara y sabías que me ponía nervioso, porque no me dejabas hablar. Me levanté y creías que estaba molesto, ya sabía el motivo y te gustaba jugar con mi indecisión. Era demasiado predecible. Ni siquiera me giré para despedirme. Tú jugabas con las cartas marcadas; yo, solo temía algún farol, predecible, y nada más. Además, en cuanto saliese por la puerta con mis dudas, le pedirías a Juan las revistas pseudocientíficas que te llenaban la cabeza de pájaros. Tu madre te las prohibió, por eso siempre las encontrabas en un estante junto a las botellas repletas de polvo.

Caminé en dirección a mi casa, acariciando los pétalos de la rosa escondida en un bolsillo del abrigo. Me detuve delante de una papelera. Quizás, me atreviese otro día, cuando coincidiéramos en la estación maldita o luego, en las paradas que compartíamos durante unos minutos, o antes de que te apeases. Pero en cuanto intuyeses que me declararía, caería en tu juego y volvería a pensar que quizás, más adelante, sería el ideal para actuar.

Y seguía con esos quizás, mientras la cuchara golpeaba el fondo del plato de sopa y mis padres, sentados en el sofá, miraban extrañados mi parsimonia o se aletargaban con la televisión que siempre permanecía encendida, aunque nadie estuviese delante. Después todo eran quejas por la factura de la luz, que la vida era muy cara y que debería usar menos el ordenador, que consumía demasiado. Todo eran quizás y ganar dinero con el sudor de la frente, para gastar lo mínimo y ahorrar.

Cuando coloqué el plato en el fregadero de la cocina, mi madre hablaba con la tuya en el rellano. Estaba tan absorto que ni siquiera había escuchado el timbre de la puerta. Tu madre me miró asustada, con esa cara que ponen las madres cuando se preocupan por sus hijos y más si son un poco tarambanas. Salí en tu búsqueda, ya me imaginaba dónde estarías. Así reaccionabas cuando los pájaros de tu cabeza salían de estampida.

Aquella noche del oscuro diciembre, el gélido ambiente de las calles helaba las entrañas. Bajé las escaleras de dos en dos, ni siquiera recordaba si había pagado el billete.

Me detuve y miré al solitario andén de enfrente por si tenía que volver atrás. Por los altavoces anunciaban que el próximo convoy no pararía en la estación. Caminé por el andén hasta franquear la cabina de control. El supervisor se entretenía en rellenar el crucigrama del periódico. Cuando estaba a punto de preguntarle, miré a un lado y yacías junto a un banco de madera. Vestías un vestido de novia, apolillado y raído. No sé de dónde lo habías sacado, pero por alguna extraña razón que no lograba entender, me era familiar. Aparté el velo de tu pálida cara. Te abracé con ternura, acaricié tu mejilla y recobraste la conciencia. Te ayudé a incorporarte, aunque no sabías dónde te encontrabas.

Te senté en el banco y tu mirada se perdió en la oscuridad del túnel. Te cogí de la mano y lucías un anillo de compromiso. Tuve la certeza de que los pájaros de tu cabeza se habían estrellado en el interior de tu cráneo.

Escuchamos un grito y me alarmé. El supervisor salió de la cabina. No sabía cómo reaccionar paralizado por los acontecimientos. Tampoco era el mejor momento para confesarte que notaba algo extraño en la atmósfera de la estación.

—¿Lo has visto? —gritó el supervisor, mientras se acercaba a nuestra posición.

—No —acerté a responderle. No sabía a qué se refería. Sus pequeños ojos, que parecían atornillados a su cara, miraban a un lado y otro, como si en cualquier momento, temiera que fuera a aparecer un fantasma.

A pesar del calor que te proporcionaba el contacto de mi cuerpo, seguías con la cara pálida y los labios lívidos.

—Un espectro ha pasado por los diferentes monitores del circuito cerrado — El supervisor se atrevió a despegar los labios—. Arrastra una cadena con bolas de metal de diferente tamaño. Camina ayudado por un báculo transparente, relleno de piedras, agua y tierra ¿Lo has visto? —me preguntó cogiéndome del brazo, como si no le hiciera caso, como si no estuvieras allí presente. Casi me hizo perder el equilibro cuando me agarró de la camisa.

—No, no he visto nada —le respondí con desgana para que nos dejara en paz. Solo parecía asustado por su supuesta visión y no parecía tener ningún interés en ayudarnos. Seguramente habría bebido para estar caliente en su puesto de trabajo. Mi tensión aumentaba. Tragué saliva, apreté los labios, me recompuse la ropa. El supervisor nos miraba empapado en sudor. De la camisa se le desprendió el identificativo de la empresa. Los ojos parecían que se le salían de la cara.

Gemiste. El eco reverberó en la estación y volvió a sonar como si no pudieses callar nunca. El supervisor reculó con pasos lentos, se giró y corrió escaleras arriba.

Movías los labios, Bianca, y no decías nada coherente. Por desgracia, no era ninguno de tus juegos, aunque lo hubiera preferido.

Buscaba alguna alarma para pedir ayuda. El metro entró a gran velocidad en la estación. El conductor hacía sonar la sirena para que nadie se acercase a las vías. No sé qué se apoderó de mí, sólo sé que fluyó por mi cuerpo, invadiéndome lentamente. Sólo veía puntos rojos y amarillos que difuminaban el escenario mientras me desvanecía. El aire que levantó el convoy me impulsó hacia atrás, hacia la pared…

Despierto atontado en la cama de un hospital. Mi pensamiento intenta tranquilizarse, pero mis labios no hacen más que repetir, sin orden ni concierto, los últimos acontecimientos vividos con Bianca. No recupero la calma. Me tapo la boca con la mano derecha. No puedo mover el brazo izquierdo, forcejeo, pero noto las ligaduras que lo aferran a un barrote de la cama. Cierro la mano y noto las molestias de una aguja bajo mi piel.

Me calmo a pesar de que mi visión sigue borrosa. No sé qué ha pasado en la estación, ni cuánto tiempo llevo aquí postrado, pero al menos he dejado de hablar inconexamente. Una enfermera vigila en un monitor mis constantes vitales y me toma la presión. Intento preguntarle por Bianca, pero las palabras se pierden en el aire. Sale de la habitación y deja la puerta abierta. Dos médicos conversan en el pasillo de azulejos verdes y paredes desconchadas. Nadie dice nada, aunque intento que me presten atención con el movimiento del brazo. La enfermera habla con los médicos, pero sólo escucho voces distorsionadas. ¿Cuántas horas llevo aquí? El gotero está a punto de vaciarse. Percibo como el líquido penetra a través de la aguja y me quema el brazo. Una oleada de aire frío recorre la habitación, eriza el vello de mi cuerpo, tiemblo. La espalda me mortifica. Recuerdo la fuerza que me estrelló contra la pared de la estación. Apenas puedo moverme. Parpadeo y el murmullo calla, como si hubiera perdido la audición. Me encuentro solo. ¿Dónde se han metido todos?

El bombeo de sangre de mi corazón se acelera rítmicamente, como si golpearan violentamente la superficie de un bombo. El vértigo me encoge el estómago y me punza, como si me clavaran un puñal. Los párpados me pesan, se desploman, la cabeza se tambalea.

Floto en el aire. No puedo respirar por el denso aire. Las sirenas aúllan en la ciudad. Bianca y yo hemos bajado a la calle. Nos orientamos con dificultad por el denso humo provocado por los incendios. Caminamos por la Gran Vía entre árboles caídos, escombros y coches despanzurrados. No vemos los aviones alemanes, sólo los desperfectos que provocan en el pavimento y en los edificios. Reconozco el principio de una de las historias que contaba Bianca con tanto entusiasmo. Intento detenerme por si logro despertar de esta pesadilla. No consigo rebelarme ante el terror que me provoca la situación y hago tropezar a Bianca. El hato con comida se desparrama por el suelo. Una bomba explota sobre un camión cercano y vuela por los aires. Bajamos las escaleras con el corazón encogido y nos abrazamos cuando nos encontramos a cubierto. La rueda de un vehículo rebota por los escalones y se estrella contra los azulejos de una de las paredes.

—No comeremos, pero al menos salvaremos la vida —me confesaste, Bianca, en el vestíbulo de la estación.

Contemplamos el caos del andén abarrotado por camastros. Dos enfermeros de la Cruz Roja trasladan en camilla a una mujer con las piernas mutiladas. Antes de bajar a las vías por una escalera, compruebo que los pasquines de la CNT han cedido. Saludo con el puño en alto y repito la proclama: “Por las milicias”. El día anterior, me pasé toda la tarde con los compañeros de la asamblea y aquella cola casera que olía a rayos.

Nos alejamos del alboroto por el túnel iluminado con una reata de bombillas. La humedad se filtra y forma grandes charcos. Las vigas crepitan con el impacto de las bombas en el exterior. El polvo que desprende enrarece la atmósfera ya recargada por las familias que se apilan por todos lados. Alguien grita: enfermera y lo repite un par de veces. El resto de la gente también la llama y componen una fúnebre letanía.

Apenas quedan sitios libres, seguimos hasta que vemos a otros refugiados que han entrado por la otra estación. Me siento al lado de un anciano con aspecto de enfermo. A tu lado, Bianca, descansa una señora con la cara tiznada. Un hombre joven, alto y desaliñado, busca algún lugar donde poder acomodarse. Escuchamos toses en la oscuridad. Alguna conversación entre susurros y algunos gritos. Un soldado coloca lámparas portátiles cada diez metros. Minutos después, otro, reparte mantas que apestan a sudor y a suciedad. Tu cabeza, Bianca, descansa sobre mi hombro y te abrazo. Una rata se pasea sin que nadie le moleste. Desde la penumbra, reniegan y le tiran una piedra. La rata zigzaguea y se refugia en un hueco de la pared.

—Intenta descansar, lo necesitas —me susurraste, Bianca, con su cabeza apoyada en el pecho. No te contesté y me limité a acariciar su melena ensortijada.

Al poco rato, casi todos duermen, pero, aunque me siento protegido, no logro conciliar el sueño por el agotamiento acumulado durante días por las asambleas de la CNT. Me molesta la humedad que rezuma de las grietas de las paredes. Tengo sed, pero no tengo ganas de moverme; despertaría a Bianca. En un par de horas, como mucho, terminaría el asedio. Siento los labios resecos y me escuece cuando paso la lengua. Percibo como la rata restriega los dientes desde su escondrijo.

Una bombilla chisporrotea intermitente. El bombardeo se intensifica y las paredes tiemblan. Las luces se apagan y se encienden por las bajadas de tensión. No sé quién ronca, tampoco me importa. Sólo deseo que los aviones finalicen la incursión y regresar a mi confortable casa.

Me despierto por un fuerte estruendo. ¿No sé cómo he podido dormirme? Una pequeña piedra golpea mi cabeza. No sé qué ha pasado. Aparto algunos escombros para abrirme paso hasta que encuentro un revoltijo de ropas y carne. Algunas vigas han cedido. De un corte en la ceja, me gotea sangre por toda la cara. No pude ponerme de pie; mi cabeza roza una viga y mis manos unas rocas. Palpo a mi alrededor y encuentro una lámpara enterrada. En cuanto la enciendo, me deslumbra. Apenas puedo enfocar los objetos. Siento nauseas. Busco a Bianca entre las sombras. La sangre me resbala por el cuello y cala mi camisa. Un hombre aplastado por una roca se lamenta. Me acerco e intento tranquilizarle. Mueve las pupilas deprisa, como si pudiera entender mis palabras, pero en segundos su mirada permanece inmóvil y penetra punzante en la mía. Me aparto como puedo, el aire me falta en los pulmones. Respiro débilmente. Diviso un brazo que sobresale de entre los cascotes y reconozco el anillo de compromiso que te regalé, Bianca, porque tu padre no se fiaba de un anarquista como yo, antes de que comenzase la locura de la guerra civil. Permanezco de rodillas, con los ojos humedecidos, paralizado, incapaz de tomar tu mano o de estirar de tu brazo hasta que la macilenta luz de la lámpara se extingue…

Me desperezo sobresaltado. La pesadilla ha durado una eternidad por el dolor que me ha producido. Las imágenes de la habitación se sobreponen a las oníricas. Parpadeo. El corazón me palpita. Cierro los párpados. La oscuridad me serena hasta que escucho unos pasos. La enfermera ha entrado en la habitación para cambiar el gotero. Me acomoda la cabeza a la almohada. Vuelven las imágenes del túnel con la humedad filtrándose cada vez con más fuerza. Me concentro en el sonido de cada gota, precipitándose sobre la superficie del suero, hasta que recupero totalmente la conciencia.

No sé por qué he revivido unas de las historias que narraba Bianca con tanto entusiasmo. Parpadeo. El espectro se desplaza por encima de la sábana como si fuera una especie de neblina. Parpadeo. La enfermera sale de la habitación. El espectro atraviesa la puerta con una inusitada velocidad y desaparece. Suspiro por el momento de tranquilidad. Mi boca sigue reseca. Intento agarrar una botella de agua de la mesita. No llego a pesar de estirarme con fuerza. El dolor es insoportable.

Percibo una ráfaga de aire gélido sobre mi cara. Cierro los ojos. Solo veo pequeñas manchas oscuras que se desplazan rápidamente. Aprieto los párpados. Una afilada uña rasga la piel, esa frágil cortina que me separa de la realidad. La luz penetra en las retinas y me ciega. Mi cuerpo se tensa y me agarro con fuerza al colchón.

El ruido de la barrena percute sobre el suelo y aturde mis oídos. Siento como el sol calienta mi piel. Me quito la gorra y me seco el sudor de la cara con el pañuelo. Admiro el azul intenso del cielo. La mañana es clara, después de las tormentas nocturnas.

Las diferentes catas del terreno se amontan bajo un platanero tras taladrar cada veinte metros. A primera vista, el terreno parece seguro. Lejos de las zonas sedimentarias de Las Ramblas o arenosas de Plaza Cataluña. No daba para más, como mucho para una semana de trabajo.

Los mineros emigrados de las cuencas mineras de Asturias siguen mis indicaciones. Descansamos para comer algo. Hablan tranquilos mientras cortan embutidos sobre el pan con una navaja y se pasan la bota de vino entre conversaciones sobre sus vidas, el calor o el duro trabajo; con la esperanza de regresar con sus mujeres y los bolsillos llenos. En apenas unas semanas, comenzarán la construcción de la estación de metro de Rocafort y se ampliaría la red metropolitana. Sólo pienso en los días de duro trabajo a lo largo de la Gran Vía y la calle de Urgell.

Al acabar, camino hasta una pastelería cercana. Me apetece algo dulce, después de comer la tortilla fría de la fiambrera. Miro hacia las bandejas del escaparate y casualmente, Bianca, miras hacia la calle. Entro, atraído por el olor, y compro algunos croissants. Intento salir del establecimiento, pero algo me impele a hablar contigo. Evito tu mirada. No sé qué haces allí. ¿Por qué me encontraba contigo? Aceptas con una sonrisa a que te invite a compartir las pastas. Salimos y despliegas la sombrilla. Paseamos por la Gran Vía hasta que entramos en un local a degustar un café. Nos sirve un camarero y te sobrecoges por la cicatriz en forma de sierra que le atraviesa la mejilla. Conozco su nombre y sus historias, pero no te digo nada, Bianca, porque me gusta la situación, aunque no desee vivirla. En cuanto te tranquilizas, seguimos hablando sin parar, como si nos conociésemos de toda la vida, como si el tiempo se hubiera congelado en un momento extraño.

Parece una historia de las que contabas hasta la saciedad, como para que nadie la olvidara, pero tan real y diferente. Cierro los párpados con fuerza. Quiero despertar de esta pesadilla sin sentido. Percibo un rumor, es la melodía de una canción. Reconozco las primeras estrofas de la marcha nupcial de Wagner, como si la melodía proviniera de una caja de música. Las notas estallan en mis oídos. Abro los ojos. Estoy de pie en el altar de la catedral de Barcelona. La gente permanece de pie. No reconozco a nadie; sólo veo trajes y vestidos largos; chisteras y pamelas; pantalones oscuros y zapatos relucientes.

Y tú, Bianca, recorres el pasillo de la nave central hacia el altar, acompañada del brazo por tu padre. A través del órgano, suenan los acordes de la marcha nupcial. Las escenas se suceden rápidamente. No sé quién lee algún salmo en el ambón. Cuando el sacerdote me da permiso, aparto el velo para besarte. Salimos de la catedral bajo una lluvia de arroz y cuando bajamos las escaleras, la policía me espera en un rincón. Un inspector me detiene por imprudencia en el desempeño de mi profesión y me esposa. El túnel se vino abajo por unas filtraciones de agua. Murieron diez mineros. No vi las señales, confiado en los primeros estudios positivos de la seguridad del terreno. No, no los vi.

No distingo entre la realidad y el oscuro mundo que me posee cuando me relajo. Percibo un sonido plano que me devuelve a una de las realidades o de las pesadillas: la habitación. Las líneas del monitor son planas y emite un sonido tan agudo como insoportable. La enfermera apaga la máquina. Escucho una voz grave que anuncia la hora de mi muerte. Presencio la escena extracorpóreamente. Y sigo escuchando como las gotas del suero penetran por la aguja y exhalan por la grieta del túnel. Me levanto, aturdido y me desplomo. La cabeza me da vueltas. Saco fuerzas de flaqueza, me apoyo sobre la pared, tambaleándome y consigo andar unos metros. Me sobresalto, no soy yo quien yacía en la cama. No, no soy yo. En el armario sobresale el velo del antiguo vestido de bodas conque nos casamos. Bianca descansa serena, exangüe, con los labios pintados de lila y es la última imagen que tengo de ella antes de que la cubran con la sábana. No entiendo el significado: ¿quién ha diseñado esta tortura?

Otros retazos se superponen como fotogramas de una película. El juicio y la sentencia fueron rápidos por las presiones mediáticas de la época. Los políticos exigían ampliar la línea del metro para equipararse a otras ciudades de Europa. Los tiempos modernos exigen grandes sacrificios.

Bianca visitó la celda donde fueron a parar mis huesos. Me buscó entre las sombras, pero no pude decirte nada. Solo escuchaba, medio enloquecido, una voz que horadaba mis tímpanos y se amplificaba en mi cabeza. Un espectro me maldecía y se alimentaba de mi terror. El incómodo silencio se rompió cuando un preso comenzó a reír presa de la locura. Y te fuiste, Bianca, sin que pudiera decirte nada.

Los guardas me escoltaron vestido con mi traje gris hasta la silla del garrote vil, me hicieron sentar y me colocaron el collar de hierro. Nadie presenció mi agónica muerte. Solo el espectro, susurrándome al oído, que sería el espíritu maldito que buscaría el amor de Bianca cada vez que me reencarnara, que se alimentaría de mí deseo cada vez que le faltara energía del odio generado en las guerras, del horror de las catástrofes. Así podría seguir vagando entre las sombras de la civilización hasta que llegase el día del juicio final.

El espectro aparece. No tengo miedo a pesar de su mirada colérica. Una fuerza sobrenatural me empuja a seguir su rastro luminoso. Me rodean las fantasmagóricas caras de los mineros que perecieron por mi imprudencia. Todos hablan con sonidos guturales. Sonríen inmóviles, desafiantes hasta que aceleran, me atraviesan y percibo en mi interior las vibraciones de unas carcajadas distorsionadas. Tengo que soportar el dolor de lo que provoqué, rodeado de las caras de los mineros que me persiguen.

Aparecemos en un banco de la estación de Rocafort. Los espíritus de los siete mineros restantes se refugian en la oscuridad del túnel. El espectro saca una pesada bola del último eslabón de la cadena, se gira y baja su capucha. Presencio una siniestra sonrisa con su dentadura mellada. Seguirá alimentándose de mi terror, de los suicidios que provoca en la estación con su sola figura.

De los jirones de su túnica cuelgan: una rosa, el anillo de compromiso y el velo. Todos enmarañados, como los recuerdos que se agolpan intensamente en mi cabeza. Reviviré la muerte de Bianca, reencarnación tras reencarnación, hasta que la cadena se torne liviana. En ese momento, mi maldición habrá finalizado y podrá regresar al infierno o de dondequiera que provenga.

Así podré descansar en el más allá.