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La pitonisa

Castejón, María L.

No hacía ni dos días que habíamos llegado a Rincón del Mar cuando la policía se pasó por mi carreta a hablarme de una chica desaparecida. Era una de las asistentas del alcalde, Ángela, de apenas dieciséis o diecisiete años, se había marchado sin una nota o una explicación. El comisario, Gregorio Sanmarcos, era un hombre directo, sin pelos en la lengua, pero siempre honesto.

―Buenas tardes, Úrsula.
―Buenas tardes, Comisario Sanmarcos. ¿Qué le trae por aquí? ¿Quiere que le lea la buenaventura?
―Ya sabe, Úrsula, que soy un hombre de Dios. No creo en esas cosas. He venido porque ha desaparecido una muchacha, una de las asistentas del Señor Alcalde.
―Lamento oírlo pero no hemos visto ni hemos recogido a nadie en este tiempo. Ni siquiera de camino aquí.
―Me sabe mal preguntarle esto pero como el año pasado no pudimos encontrar a su amiga… ―Dejó la frase sin terminar, como avergonzado de lo que acaba de insinuar.
―Usted sabe, tan bien como yo, que los que me acompañan en esta feria no son unos santos. Tratamos de ganarnos el pan lo mejor que podemos, pero, desde luego, no somos asesinos. De todas formas, si me entero de algo, le doy mi palabra que será al primero que acuda.
―Cuídese, Úrsula, estos días el aire está revuelto.

Le sonreí y se despidió mientras se ponía el sombrero. Nuestra llegada había sido sonada y auguraba que serían días muy intensos. Como todos los años, llegamos a Rincón del Mar, tras la noche de San Juan. Era un pueblo de la costa, brillante y lleno de vida en los meses de verano pero que al llegar septiembre, se marchitaba hasta quedarse en ecos por las calles, sombras en alguna esquina y apenas cuarenta almas. Solíamos estar unos diez o quince días, dependiendo de las funciones; si se llenaban todas las noches, alargábamos nuestra estancia pero si por el contrario, el tiempo era más frío de lo habitual y los veraneantes se resistían a salir de noche, nos marchábamos sin hacer ruido hasta el año siguiente.

Con el paso del tiempo, habíamos aprendido que en cada temporada se recogían numerosas anécdotas pero también alguna que otra baja. El verano pasado, por ejemplo, fue Esmeralda, la ayudante del prestidigitador el gran Hakopian de la Rusia de los Zares. Aunque sólo desapareció por tres días y ahora viaja conmigo en mi carreta, ya no es lo mismo, ya no se dedica a sonreír a los niños y a los no tan niños mientras el mago les dejaba a todos sin respiración. Para ella tampoco es lo mismo, ha dejado de ser la jovencita ilusionada para ser una mera sombra de lo que fue.

―¿Crees que el comisario me ha visto?
―No, no puede verte. Estás muerta, ¿recuerdas?
―Pero tú también y te ve perfectamente.
―Es una larga historia… ―Traté de no darle pie a Esmeralda aunque sabía que no iba a dejar la conversación así como así.
―¿Crees que la desaparición de esa chica nos traerá problemas?
―No, esa no, pero habrá otra que sí lo hará.

Se quedó pensativa el tiempo suficiente para que me tuviera que arreglar para la función de la noche. Me vestí, me peiné, coloqué la mesita con la baraja del tarot de Marsella, prendí un poco de incienso y encendí unas velas. Esmeralda era una mujer buena, quizás demasiado ingenua y fácilmente influíble, lo cual la hacía la presa perfecta para embaucadores y liantes que, desgraciadamente, en un mundo como el que nos movíamos, era lo que abundaba.

La feria empezó a llenarse poco a poco, primero por un par de curiosos, luego un grupo de chavales del pueblo hasta que llegaron las familias con los críos. Los más jóvenes se amontonaban en la carpa central para ver a los payasos y los acróbatas. Las chicas en edades casaderas se acercaron a mí para que les leyera la buenaventura.

―Quiero saber si mi novio me pedirá este año en matrimonio.
―¿Y cómo se llama tu novio? ―Barajé las cartas y le pedí que las cortara.
―Es Eduardo Saavedra.

Esmeralda dio un respingo. “Es el hijo del alcalde” me susurró aterrada. Eduardo, junto con un grupo de tres amigos, violaron a Esmeralda, como ésta no paraba de llorar, la golpearon con una piedra en la cabeza más fuerte de lo que debían. Sólo al oír nombrar a ese hijo de Satanás, se levantó y caminó en círculos maldiciendo la estirpe de su familia.

―¿Y quiere casarse con ese bastardo? ―No podía creer lo que había oído. Seguía mascullando, susurrando y andando alrededor de la mesita en la que estaba echando las cartas. Me estaba poniendo muy nerviosa.

Trataba de no distraerme ni con las palabras ni con los aspavientos de Esmeralda y centrarme en las cartas. En ellas vi una mujer, joven, de unos veinte años alejada de su ambiente, lejos de su familia, lejos de su hogar, encinta. Vi dolor, muerte, venganza y muchos cambios.

―¿Qué ve? ―La muchacha llevaba un jersey de cuello redondo de color marfil a juego con una rebeca y como único adorno un collar de perlas con el que jugueteaba mientras me preguntaba.
―Veo muchos cambios, señorita.
―¿Cambios? ―Dio un respingo de felicidad. ―¿Cuándo?
―La verdad, señorita, es que se producirán en breve.
―¿En breve? ¡mejor que mejor! Ya he cumplido dieciocho años y es edad para sentar la cabeza.

Lo que no le dije es que veía lágrimas, las suyas, para llenar todos los días de una vida. Pero no tuve valor, y ella estaba tan excitada que no quiso esperar. Me pagó con una moneda de duro y no esperó la vuelta.

―¿Por qué no le has dicho que su prometido es un hijo de mala madre?
―Esmeralda, ¡no ves que es una cría! No lo va a encajar nunca.

Algunas de sus amigas se acercaron a preguntarme por sus novios, algunos en el servicio militar, otros trabajando en Rincón. Normalmente los que lograban salir del pueblo no regresaban jamás pero ¡qué decirles! ¡Claro que se casarán! ¡Claro que tendrán hijos fuertes y hermosas hijas! Y todas ellas serán viudas con pensión. Era lo que querían escuchar año tras año. Todas, menos la señora Saavedra, Inés Salle de Saavedra. Venía siempre a verme dos veces, una al llegar a la ciudad y la otra antes de marcharnos. Subía a la carreta, me pedía un té con menta y hablábamos de todo un poco.

―¡Qué alegría me da verla, señora Saavedra!
―Llámeme Inés, por favor.
―¿Quiere una taza de té con menta?
―Se lo agradecería mucho. ¿Cómo le ha tratado el año, señora Úrsula? Ya veo que tiene una nueva acompañante.
―¿Puede verme? ―Me cogió del brazo y lo susurró mientras hacía el té.
―¡Claro que puedo! Y de hecho, me gustaría que nos dejara a solas si no le importa.

Esmeralda salió rápidamente sin dar crédito a lo que acaba de escuchar, una mortal podía verla. Las visitas de Inés siempre eran breves, hablábamos del tiempo, del mundo a grandes rasgos, de cómo habían sido mis viajes a lo largo de ese año, de cómo habían sido sus días en Rincón.

―Quería que le dijera a Violeta lo mucho que la echo de menos y que está presente aunque no pueda verla. ―Su rostro cambiaba, como si de un día de verano pasara a ser oscuro y  tormentoso.

Inés se quedó embarazada hacía unos siete años, tuvo complicaciones en el parto y aunque a ella la salvaron, su pequeña murió. La llamó Violeta y la enterraron en el nicho familiar. Inés se debatió entre la vida y la muerte durante tres días, tras los cuales empezó a ver a mis compañeros de viaje.

―Sabes que aún no puedo ir al otro lado. No sin mi alma.
―Este año es diferente.

También yo lo había notado pero no quería autoengañarme, ya lo había hecho otras veces y era demasiado duro.

El primer día de la feria había sido un éxito. Todo indicaba que nos quedaríamos dos semanas más. Estábamos satisfechos y cansados a la hora del desayuno. Margarita, la mujer barbuda, había preparado el desayuno para el resto con ayuda de Celia, la mujer más bajita del mundo, y las siamesas Ana y María. Normalmente hacíamos turnos de comida para que no siempre le tocara a los mismos, aunque a la hora de la verdad, los números más estáticos, con menos ensayos, eran los que más turnos hacían.

De repente, mientras me terminaba mi tazón de achicoria, Esmeralda entró como alma que lleva el diablo.

―¡Greta ha desaparecido!
―¿Qué?
―¡Greta, la contorsionista, ha desaparecido!
―¿Cuándo la vieron por última vez?

Margarita y Celia al verme hablando sola se acercaron.

―¿Estás bien?
―¿Dónde está Greta? ¿Alguien ha visto a Greta?

Y aquella fue la voz de alarma. Nadie había visto a Greta desde su número, la noche anterior. Fueron a su carreta, a la carpa central, los hombres miraron por los alrededores pero nadie la vio.

―¿Crees que vendrá?
―Sí, supongo que en dos días se unirá a nosotras.

Todos los años recogía almas perdidas, viajaban conmigo una semana o unos meses o como era el caso de Esmeralda, me acompañaría hasta que encontrara consuelo para su alma. Luego comenzaba el gran viaje hacia el otro lado y yo me quedaba un poco más sola, un poco más vieja.

Así fue, al cabo de dos días, Greta vino a verme.

―Tengo frío.
―Acércate al brasero. ―Le tendí una manta. Greta, al contrario que Esmeralda, no arrastraba congoja, solo silencio.
―¡Esos bastardos han intentado violarme!
―¿Quiénes? ¿el hijo del alcalde y sus amigotes?
―¡Los mismos!

Al parecer al terminar su número tonteó Eduardo con ella, que si no hubiera discutido con Tomás, su novio, no hubiera accedido a ir a ver las estrellas a las afueras del pueblo. Como era de esperar, allí le estaban esperando sus amigos, trataron de forzarla pero ella era más fuerte hasta que la golpearon con una botella de ginebra en la nuca. Cayó sin sentido.

―Antes de que nos vayamos de aquí, tendrán su merecido.
―¿Vas a vengarte? ―Esmeralda preguntó con un hilito de voz.
―¿Acaso no quieres vengarte tú también?
―No lo había pensado… ―Se acurrucó en un sillón que tenía en la esquina, que solía utilizar para leer, pero no dejaba de mirar a Greta.
―Greta, por favor, seamos sensatas. ―Traté de calmarla pero sabía que lo tenía decidido y nada de lo que pudiera decirle, le haría cambiar de idea. Me miró y su odio me traspasó por completo.
―Úrsula, voy a hacerles pagar por lo que me han hecho. No sólo a mí…
―¿Estabas embarazada?

Tras navidad, Greta y Tomás, el tragasables, se habían hecho novios. Vivían juntos en la carreta de ella. Al parecer, tras quedarse embarazada, habían empezado las peleas entre ellos. Tomás quería casarse y obligar a Greta a que dejara su número, no obstante, ella no lo tenía tan claro. Nunca había dependido de nadie y no le gustaba sentirse vulnerable. Recordé entonces lo que había salido en las cartas. Una mujer encinta que traería cambios y mucho dolor. Greta, que en realidad se llamaba Raimunda, daría el golpe de gracia a la familia Saavedra.

―¿Y qué tienes pensado?
―Nada aún pero ya se me ocurrirá algo. ¿Esmeralda, me ayudarás?
―¿Yo?
―¡Esos sinvergüenzas te hicieron lo mismo que a mí! ¡Cómo puedes quedarte ahí sin hacer nada!
―Greta, no la presiones. ―Dándole la espalda, me dirigí hacia donde estaba y le aconsejé. ―Esmeralda, escucha no tienes por qué hacerlo.
―¡Te ayudaré! ―Me interrumpió bruscamente.

Greta era una mujer dura, hecha a sí misma. De niña sufrió la incoherencia de una religión católica demasiado estricta y cuando la feria pasó cerca de su orfanato, escapó sin mirar atrás. Se cambió el nombre y se creó como Greta. El nombre se lo puso en homenaje a la Garbo, dejó de ser la flacucha Raimunda para ser la exótica contorsionista.

Las noches y los números se sucedieron en Rincón del Mar. Unas más concurridas que otras pero siempre satisfactorias. El tiempo era clemente y acogedor, invitaba a los chavales a salir con los amigos y acudían a la feria. Seguían llegando jóvenes a que les echara las cartas en busca de amor, de marido, de trabajo. Pero una noche volvió el comisario, me temí lo peor: Greta había empezado con su venganza.

―Buenas noches, Úrsula.
―Buenas tardes, Comisario Sanmarcos. ¿Qué le trae por aquí?
―Hemos encontrado un zapato y el bolso de la contorsionista Greta. ―Me mostró una bolsa de plástico con ambos. Estaba sucios, llenos de tierra.
―¡Oh! ―Dejé escapar un suspiro.
―¿Sabe si son de ella?
―Sí, lo son. ¿Puedo quedármelos?
―Me temo que no, forman parte de la investigación.
―¿Han encontrado su cuerpo?
―No, aún no. Seguimos peinando la zona.

“No lo van a encontrar” me susurró Greta “lo metieron en el maletero de un coche del chatarrero”.

―Comisario, ¿puedo confesarle algo?
―Sí, por supuesto, Úrsula, ¿de qué se trata?

Le mentí al comisario, le hablé de que había visto en las cartas donde habían dejado el cuerpo de Greta. Se lo creyó completamente y sin dudarlo llamó a sus hombres para ir al desguace de Simón Alcarcel, el único que había en Rincón y en los alrededores.

A las pocas horas, el comisario volvió y me pidió que le acompañara al hospital para reconocer un cuerpo. Condujo hasta el mismo sin mediar palabra, tampoco yo sabía como mantener una conversación. Me temía que Greta ya había comenzado su venganza y los cuerpos se sucederían uno tras otros en un enfermizo desfile.

―El cuerpo se encuentra en un estado de descomposición bastante avanzado y puede afectarle. ―Me avisó seriamente.
―Sí, es ella. Es Greta.

Me llevé la mano a la boca al verla, al oler aquel hedor, al saber que habría más muertes. El comisario, culpable por hacer a una mujer pasar por aquel trance, se ofreció a llevarme a casa cuando llegó una ambulancia por urgencias. Eran dos de los amigos de Eduardo, habían tenido un accidente de tráfico y al parecer, bastante serio.

―¿Qué sucede, enfermera?
―Ha habido un accidente de tráfico y han ingresado dos jóvenes muy graves.

Al llegar a la carreta, Greta y Esmeralda se reían abiertamente. No quise preguntar pero ellas me contaron como habían roto los frenos del coche de uno de ellos, les comenté lo que había oído en el hospital.

―Iban muy borrachos. ―Alegó Esmeralda mientras Greta me miraba desafiante.
―¡Por Dios santo, Greta! ¡Pueden morir!
―Ellos también sabían lo que hacían cuando me golpearon con la botella de ginebra.

Su voz era un escalofrío en mi cuerpo y aún quedaban dos muchachos más.

Tras varios días tranquilos, de espectáculos nocturnos, con mucha audiencia, más de lo esperado, llegó nuestro último día en Rincón. Greta no había dicho nada que me hiciera pensar que estuviera tramando algo pero tenía un mal presentimiento. Era una mezcla entre temor y decepción: esperaba cambios, esperaba la llegada de alguien que no quería llegar, no sé qué esperaba.

El último día pasó tranquilo entre ensayos y bromas. Al ponerse el sol, al encender las luces, se llenó de gente. La multitud hacía cola en los puestos de algodón de azúcar, en la noria, en todas las actuaciones. A lo lejos, vi a Eduardo con un amigo. De repente, al verles, se me puso un nudo en la boca del estómago y tras apenas unos segundo, oí unos gritos. Se había soltado una de las góndolas para caer desde el punto más alto de la noria. Como resultado del accidente, sólo hubo un muerto y ningún herido. Temí por Eduardo pero no, había sido su amigo. De Eduardo no había rastro.

Se cerró la noria y cuando llegó el comisario, preguntó por mí.

―Buenas noches, Úrsula.
―Buenas noches, Comisario Sanmarcos. ¡Qué desgracia la de ese muchacho!
―Sí, toda una desgracia parece que este verano ha empezado con mal pie.
―Sólo hemos venido a recoger unas declaraciones del accidente y de paso, quería decirle que hemos archivado el caso de su amiga Greta. No hemos encontrado al culpable.

Como me dijo, tomaron declaración a los técnicos de la noria, a algunos testigos y se marcharon rápidamente. Me dirigí a mi carreta con la intención de hablar con Greta. Debía saber donde estaba Eduardo y qué pensaba hacer con él.

Al dejar atrás la carpa principal, las carretas estaban entre las sombras, como dormidas. Pasé esquivando amantes, trileros y algún que otro golfillo tramando alguna travesura. Casi había llegado cuando vi una figura acercándose a mí, cortándome el paso.

―¿Greta? ―Pregunté. Mi voz temblaba.
―¿Ya no te acuerdas de mí? ―En ese mismo momento, me invadió una sucesión de recuerdos, de sentimientos y dolores olvidados.
―¿Cómo podría, Claudia?

Seguía siendo hermosa, prácticamente no había cambiado o quizás yo la veía como la quería ver: mi bailarina exótica, el edén con serpiente.

―¿Qué haces aquí?
―He venido a devolverte algo. ―Dentro de mi cuerpo algo tembló, algo se volvió cálido y no pude remediarlo, una lágrima rodó por mi seca mejilla.
―Ahora podré descansar. ―el tono aunque de alivio arrastraba una inmensa tristeza.
―Y olvidarme.
―Eso nunca.

Ambas callamos. Cómo decirle que mi cuerpo quedó frío no porque se llevaran mi alma, sino por su ausencia.

―Úrsula, descansa.
―¿Qué vas a hacer con la carreta?
―Me temo que las que están ahí tendrán que esperar por mí un poco más; no obstante, parece que se lo están pasando muy bien.

Claudia se marchó de la misma manera que llegó. Mi cuerpo se volvió pesado y lento. Me movía torpemente y como si arrastrara cada minuto de vida. Subí como pude a la carreta y me encontré con Inés Salle de Saavedra.

―¿Se encuentra bien, Úrsula?
―Sí, sólo estoy un poco cansada. ¿A qué debo su visita? ―Deseaba que no me preguntara por su hijo pero ella era una mujer que raramente preguntaba, dejaba caer sus afirmaciones como si no esperara respuestas.
―Sólo quería decirle que mi asistenta no ha desaparecido. La mandé a la capital con dinero y una carta de recomendación. Había tonteado mucho con Eduardo y más tarde o más temprano, tendríamos un problema.
―Ya veo. ¿Hablará con el comisario? ―Me contó haberles visto en la habitación de su hijo muchas veces, no era la primera vez que una asistenta se quedaba en estado por un tonteo con el señor de la casa, debían guardas las formas y, desde luego, no quería un escándalo.
―Sé bien lo que son las ciudades de provincias.

Se despidió con un abrazo sentido y hondo. Luego se volvió hacia mí y me dijo.

―Cuide de Eduardo, se lo suplico, sé cómo es, pero es mi hijo.

No sabía bien a que se refería. Me pesaba la respiración, el aire se volvió seco y doloroso. Me preparé una taza de té, me cubrí con la manta y me recliné en la butaca. No sé cuanto tiempo estuve dormida pero cuando llegó Greta, tardé un rato en despertarme.

―¡Tienes mala cara, Úrsula!
―No me encuentro bien. ¿Con quien hablabas? ―Salió del rincón y vi a Eduardo. Me dirigí a Greta. ―¿Qué hace aquí?
―Viajará con nosotras.

Esmeralda no estaba muy contenta, se sentó a mi lado y me dijo que aquella carreta era pequeña para cuatro. Siguió hablando y aunque las palabras brotaban de su boca, se perdían en el aire de la noche, se difuminaban, mientras mis párpados caían pesados sobre mí.

A la mañana siguiente, la noticia de mi muerte quedó en un segundo plano cuando encontraron el cuerpo de Eduardo en un descampado a las afuras del pueblo. Fue un paro cardíaco lo que le causó la muerte. En Rincón se dice que vio un fantasma pero ya sabíamos cómo eran los pueblos pequeños y su afición por los chismes y cotilleos.

En la feria hubo algunos cambios, a partir de aquel momento Greta sería quien leyera mi baraja de Marsella aunque claro, ella prefiere contar la verdad, toda la que las cartas le revelan y claro, los corazones jóvenes no quieren escuchar verdades, sólo amores. Los rumores preceden a nuestra carreta.

Aún me preocupo por ellos ¿y Claudia? ¿Les haría esperar mucho hasta su descanso?

 

María L. Castejón Madrid, España, 1973.

Aficionada a la literatura en general, y a la erótica y de terror en particular. Ha sido finalista en el Premio Avalon de relato 2007 y II Certamen de poesía erótica Búho Rojo. Sus trabajos han aparecido en Ediciones Efímeras, Microhorror, Químicamente Impuro, la revista digital miNatura ( http://www.servercronos.net/bloglgc/index.php/minatura/ ), entre otros. Actualmente reside en Dublín, Irlanda.

Su blog personal: http://stiletto.crisopeya.eu/