Twitter Facebook
Entrar o Registrarse
desc

Si no tienes cuenta Regístrate.

Mobi Epub Pdf  

La puerta roja tras la valla verde

Barragán, Eugenio

Despierta con el monótono zumbido que emana de las paredes. A pesar de haber programado la melodía más alegre, se siente alterado. Levanta la cabeza de la almohada y arrastra la colcha a un lado. La suave luz rasga la penumbra del cubículo de descanso. Hay restos de mañana entre las nubes que reflejan los paneles. En el techo, las lunas de Io, Europa y Calisto forman un triángulo armónico. En el panel lateral, unos aparatos metálicos cantan acompasadamente sobre las ramas simétricas de los árboles; otros, extienden las membranas articuladas para planear en el aire claro del jardín. Desde hace tiempo, dejaron de entretenerle, ni siquiera puede referir el nombre de los animales que se mueven incansables, arriba y abajo.

Abre el cajón de la mesita adosado a la pared. Examina los sobres que ordena por color. Una amalgama de grises, amarillos, rojos y azules. Escoge uno al azar, de pequeño tamaño, y mordisquea la pastilla. Enseguida se sacia y deja una porción para más tarde; el resto se deshace en la boca. No le sabe a nada. Ladea la cabeza y se distrae con las imágenes que muestra el plafón. Dobla el envoltorio con un movimiento automático e impredecible. La mente habla en ese lenguaje que el cuerpo no comprende. Apoya el papel, con el lado del revés hacia abajo y duda con el siguiente movimiento. Durante unos segundos, desvía la mirada hacia los aparatos metálicos y vuelve a plegarlo.

Permanece inmóvil ante la sucesión de imágenes. Las rejillas de los paneles cambian de dirección. El aire, más frío de lo habitual, golpea su cara para refrescar la piel y evitar la proliferación de bacterias. Ladea la cabeza para contemplar la figura que acaba de crear: una sencilla curva de cincuenta y ocho grados, y la coloca junto al resto de envoltorios. Ni siquiera admira la composición del rostro de mujer, que ha recreado en el tiempo libre del que dispone. La única cosa que puede controlar, es el desorden. Podría comenzar otra figura, pero prefiere perfeccionar la que compone. Más tarde o más temprano, podrá ejecutar los planes que repasa mentalmente antes de dormir. Solo piensa en poner el modo noche en la habitación y tomarse un día libre, o mejor un par. No recuerda si puede disponer de alguno. Sus lagunas de memoria son cada vez más frecuentes. Podría consultar la agenda, pero prefiere no cambiar de postura. Ya debería haber regresado de las Salas de Canto Redentor, pero considera que el culto al Monumento, es tan agotador como inútil.

Entrecierra los párpados. Percibe el agradable calor que desprende el plafón. No recuerda haber soñado nada. Da igual que coma, su cerebro no habrá asimilado el alimento de la jornada anterior. La pereza le invade. Las obligaciones rondan su cabeza: asearse en la ducha de vapor, hidratar la piel con alguna loción y vestirse. Ya ha amanecido en el jardín. Debería estar preparado para iniciar la jornada laboral.

—Eron, solo faltan 30 minutos para que comience su jornada laboral —escucha, como si fuera un susurro, a través de los altavoces de la esquina superior. Cierra los ojos como única respuesta y recuesta la cabeza sobre la almohada.

—Solo faltan 29 minutos —notifica la voz en un umbral que estimula lentamente las ondas beta y neutraliza las ondas alfa del cerebro. Eron sale de la somnolencia y se apoya sobre la pared. No siente las fuerzas que, supuestamente, ha recobrado con el desayuno.

—Solo faltan 27 minutos —anuncia la voz. Eron parpadea pesadamente. Los diferentes sensores han escaneado la temperatura del cuerpo y no han encontrado ninguna anomalía. Por lo tanto, no le arrullara con algún canto melódico para que pueda sumergirse en un sueño reparador.

—Eron, solo faltan 26 minutos —El tono de la voz cambia y se vuelve más grave—. Es el último aviso.

Con el siguiente, los sensores de la cama emitirán pequeñas descargas eléctricas, hasta que el obrero de la Colmena se levante. Apura hasta el último momento, sentado sobre el duro colchón. El plafón delantero se transforma en una superficie reflectante. Examina con cuidado su cuerpo desnudo delante del espejo. La minúscula impureza del muslo ha aumentado de tamaño, a pesar de todo, su piel se muestra lozana. Desde hace tiempo, se salta las revisiones rutinarias. Seguirá así hasta que pueda iniciar sus planes. No le importa el deterioro físico.

Acerca la palma de la mano al plafón. La retransmisión procedente de la planta superior se congela. Los aparatos cesan de cantar y la puerta del armario se desliza suavemente. Coge el uniforme, se sienta sobre la cama y se viste con parsimonia. No puede doblar la rodilla. Las dificultades son mayores, no puede coordinar correctamente los movimientos de los brazos para abrocharse el uniforme. Cierra los párpados, se concentra y anula el dolor de la extremidad.

Empuja la puerta de la habitación y avanza en la penumbra del pasillo. Las luces se encienden en cuanto los sensores detectan su lento movimiento. A unos metros, se detiene delante de una puerta. Un cartel luminoso anuncia: Fuera de servicio. «Ayer no estaba», acierta a pensar sin moverse de la zona. Otros obreros salen de su habitáculo y le sortean. Eron prosigue inmóvil, como un escollo imposible de arrastrar. Las cámaras de las paredes detectan la interferencia en el sector de la planta treinta y dos.

—¿Algún tipo de mal funcionamiento, Eron? —pregunta una voz que emana de los altavoces. Eron prosigue la lenta marcha sin responder. No desea malgastar energía y tampoco sabe qué le ha pasado. Algunas veces, su mente se colapsa por pequeñas alteraciones en el entorno habitual.

Gira por un pasillo numerado y se une a otros obreros. Eron destaca entre el resto por ser más alto, su cabeza casi roza el bajo techo. Su piel morena contrasta con la lechosa de los compañeros. El uniforme es el mismo, como el resto de los que conviven en la misma planta. Todos caminan con el mismo paso lánguido y las caras inanes. Otras personas se incorporan a la riada de gente. Solo se percibe el bisbiseo del calzado sobre el suelo. Los pasillos se abarrotan y los pasos se enlentecen aún más. Los pequeños grupos atraviesan otro entramado hasta que arriban a la plataforma circular. A un lado, la puerta azul; al otro, una fila de ascensores. Los paneles luminosos de las paredes resaltan los nombres de los obreros más productivos, durante la última jornada laboral.

La puerta azul se abre. Eron escucha el bullicio que procede de los Jardines de Ocio. Más ruidoso que otras jornadas. Es el día del homenaje al Monumento. Cuentan las crónicas de su civilización, que una nave se posó sobre la helada superficie del planeta. Los tripulantes poblaron el subsuelo y diseñaron el complejo. Cuentan que un día no muy lejano, cuando la Colmena obtenga los recursos necesarios, partirán a otro planeta más cálido y fértil. El planeta que reseñan las digitalizaciones más antiguas y que todos los habitantes confían en su advenimiento. El pensamiento se difumina. A través de las paredes, percibe el estridente sonido del metal chocando entre sí. Proviene de las tuberías que proveen de material a las Salas de Reciclaje y que una vez conoció tan bien.

—Obreros de la Colmena, disfruten de la jornada laboral —saluda una voz al grupo y emite unos sonidos bajo el umbral auditivo. Las neuronas del córtex cerebral se excitarán para alcanzar el mínimo de producción. Eron no contesta, se mete en la plataforma junto al resto de obreros. Cada uno de ellos se detiene sobre el punto de la cuadrícula que tiene asignado. Ninguno se atreve a romper la distancia reglamentaria de cuarenta centímetros, y se agarran a unos asideros anclados al suelo. El resto de obreros busca alguna plaza libre en los demás ascensores que se detienen en la planta.

La puerta se cierra con un zumbido. El ascensor arranca súbitamente. Las cien primeras plantas son las más rápidas, tres minutos de monótono descenso. Los dígitos del panel numérico se encienden y apagan rápidamente, pero pasa inadvertido al grupo. Algunos obreros se sienten inseguros, sin que nada les parametrice, y parpadean compulsivamente.

—Obreros, entramos en la zona de producción de energía —anuncia la voz en un tono tranquilizador. La velocidad aminora, la cabina se mece de un lado a otro, casi imperceptiblemente. Eron no siente el falso vértigo en su cuerpo, aunque prosigue con el intenso parpadeo. Un panel se abre y coge una máscara de oxígeno del interior del cajón. Los puntos que centellean sobre los globos oculares se desvanecen. El brazo izquierdo le tiembla.

El grupo escucha el rumor de las corrientes de agua. Solo son treinta plantas. Algunas piedras rebotan sobre la protección metálica del ascensor. Perciben el sonido de las turbinas hidráulicas que nutren de energía a las centrales. «Solo será un momento», piensa. El ascensor acelera. Los pasajeros soportan la presión contra la plataforma. Cuando se acercan a su destino, colocan la mascarilla en el cajón. La puerta se abre y los obreros, con su uniforme ocre y oscuro, se mezcla con otros más claros, según el rango de trabajo designado por el ordenador central de la Colmena.

Eron entra por la puerta asignada y recorre el pasillo que conduce a la recepción de asignación de tareas. El rumor de los altavoces irrumpe en su cabeza como si fuese una letanía. Un murmullo al que, desde hace tiempo, ni siquiera atiende. Nadie rompe la fila, todos guardan la distancia de cincuenta centímetros que marcan las líneas del suelo. Una cálida voz le saluda en cuanto llega a la mesa. Eron no contesta, ni siquiera intenta pensar, solo es un gasto energético inútil, un eslabón más de la larga cadena que constriñe su mente.

El brazo articulado se mueve arriba y abajo, se balancea de derecha a izquierda y asigna las tareas al grupo de obreros que forma la fila. Eron alza la cabeza. El brazo recorre una zona familiar de las estanterías y selecciona una lámina transparente. Eron reconoce los símbolos y antes de que la deposite sobre el mostrador, se adelanta con un paso vacilante, pero firme, y la recoge ante la perplejidad de su compañero. Una sonrisa aflora sobre su rostro inane. Al contrario que otros días, camina con paso decidido por la gran Sala de Recepción. Cojea ostensiblemente y aminora la marcha. Algún supervisor podría informar a la unidad médica y no desea dañar aún más la articulación. Llegó el momento de iniciar su plan.

La puerta del cubículo se activa y las luces del interior parpadean con un silbido. Traspasa el umbral y se sienta sobre la cómoda silla ergonómica. La consola espera confirmación. Un haz de luz procedente de la parte superior de la pantalla, barre la cabeza de Eron e identifica el número de serie grabado en la sien.

—Bienvenido a su trabajo, operador Eron —La rutinaria locución alarga la frase y llama su atención, pero enseguida recupera el tono normal y prosigue con los preparativos—: Acomodando su entorno de trabajo…

Para maximizar el rendimiento, la intensidad de la luz disminuye y por los altavoces suena las primeras estrofas de su sinfonía favorita. Eron introduce la lámina sobre una ranura y la consola accede al historial. Muestra las constantes vitales y en qué fase del sueño se encuentra el sujeto. Las acciones oníricas se cargan en la pantalla contigua. A causa de la evolución natural y la adaptación al medio de la especie humana, el cerebro era incapaz de soñar espontáneamente. Asomnia, así es como denominaron la enfermedad los científicos. «Emulación onírica dirigida» es el nombre de tratamiento destinado a erradicar la mortífera enfermedad. En la pantalla, sitúa al sujeto en la planta 15, una de las zonas más modernas del complejo y alejadas de las minas. Eron sonríe.

—Activando fase REM. Iniciando proceso de asimilación de proteínas del sujeto Sara. Expediente 521 —pulsa sobre la imagen y la pantalla se divide en dos zonas. En la parte superior aparece el habitáculo y muestra al sujeto, Sara, sobre la cama. Eron toma el control y suena un chasquido. En la inferior, aparece Sara, acaba de asear su cuerpo en el cuarto de vapor de gas. Su piel aparece limpia y muy bronceada. Las gotas de agua se arraciman y resbalan hasta caer al suelo. Eron retrepa en la silla, recoge la diadema que cuelga del reposabrazos y se la coloca sobre el cuero cabelludo para amplificar las ondas telepáticas. Seguirá las instrucciones, que recibirá a través de la pantalla, con mayor precisión. Desconoce si podrá soportar el brutal gasto energético, pero sabe que merecerá la pena.

Sara mira hacia el plafón, arruga la nariz y la cara. Alza los brazos y los estira hacia atrás, mesándose el pelo corto de color ceniza. Las facciones de Eron se relajan con la belleza natural que puede contemplar. Si coincidiera con ella en algún lugar público, tendría que bajar la cabeza, pero, en ese momento, no se rigen por las primitivas etiquetas sociales. Antes de que le degradaran, era diferente, podían pasar tiempo juntos y hablar de cosas sin importancia. Arrincona el recuerdo en una zona de su memoria. No puede sucumbir al efecto de las emociones, ni sentir tristeza.

Eron prosigue y aumenta progresivamente la imagen de Sara, hasta que sus ojos ocupan toda la pantalla. Los globos oculares son irisados, predomina un intenso color azul, como el del hielo, que recuerda las vetas de lapislázuli. Eron se colapsa en el momento más inadecuado. Una serie de puntos se superponen sobre su campo de visión y forman la imagen cenital de un cráter. De la superficie emanan algunas burbujas de gases que borbotean. La lava se derrama por una fisura, fluye y se une con otros riachuelos que forman una lengua de fuego. Las imágenes desprenden un aroma que nunca había sentido antes, pero se desvanecen en cuanto comienza a llover. Las gotas rebotan contra el tronco de los árboles, ese tronco tan diferente de los que observa cada día. La corteza es rugosa…

Eron despierta de la ensoñación. La superficie del globo ocular permanece en pantalla y parpadea con delicadeza. Sobre la pantalla de la consola se enciende una luz roja de control. Es un aviso por omitir una serie de instrucciones esenciales del proceso onírico. Siempre ha tenido dudas sobre el origen de las imágenes, que saturan su mente en situaciones de tensión, pero duermen allí, en algún lugar, y despiertan en el momento más inesperado. No comprende la mayoría de las secuencias y tampoco le inquietan. Alguna vez intentó informar de sus problemas al Centro Médico, pero siempre se amilanó, no podría romper la monótona existencia en la Colmena.

Sara descansa sobre la cama. La actividad cerebral aumenta y se activa el movimiento acelerado de los ojos (fase REM); en la otra parte de la pantalla, sonríe con los labios entreabiertos y parece que se escape una larga bocanada de aire. Eron recuerda como pasaban los días de asueto: sentados, el uno enfrente del otro, con las piernas estiradas hacia delante, lo suficientemente cerca para no contaminar la piel de bacterias. Rozándose con las yemas de los dedos, con la misma suavidad con que arreglaban los desperfectos de los aparatos voladores. Mirándose con los ojos brillantes y complacidos. No podían evitar que las ondas telepáticas acariciaran con deleite la zona de placer del cerebro. Los brazos se aferraban con tensión al duro armazón de la cama y arqueaban la espalda al límite. Las endorfinas se liberaban masivamente por los minúsculos capilares del cerebro y producían una sensación de intensa serenidad. Cuando superaban el umbral del placer, el ímpetu de las ondas telepáticas cesaba de golpe y regresaban a la posición original. Tras una pausa, se preparaban para proseguir con la danza de emociones.

Es de los pocos recuerdos que conserva, grabados a fuerza de añorarla, retazos de otras vivencias que no puede situar en el tiempo. Ha perdido parte de sus capacidades cognitivas. Los últimos movimientos de la sinfonía se funden en un abrupto silencio y como si le faltara algo, Eron susurra: —Movimiento 521 —. La pieza musical se ejecuta. Percibe las vibraciones de los violines y prosigue con su labor delante de la pantalla. La luz roja se enciende sobre la consola.

—¿Qué haces? —escucha Sara con voz ronca desde la puerta del cuarto, pero ni siquiera se gira ante la pregunta de su compañero.

—Nada, me arreglaba para asistir a la efeméride del Monumento —responde Sara con un chasquido de fondo. El sonido se activa, cuando se corrige alguna acción no contemplada en las instrucciones. La luz roja se apaga.

Eron prosigue con su plan y desactiva la presencia onírica del compañero. Sara retoca los labios rosados con carmín. Cambia el color ceniza de su pelo por otro pelirrojo. Agarra un lápiz fino y dibuja un ancla de dos puntas sobre la mejilla. Parpadea, se contempla sobre la superficie del espejo. Cuando reconoce el dibujo, sonríe satisfecha. Ambos pactaron aquella señal para identificarse, por si alguna vez, Eron dirigía como operador un patrón de sueños. La luz roja de control vuelve a encenderse, a pesar de que los indicadores reflejan que ha asimilado los alimentos de la fase REM. La acción no estaba contemplada en la matriz de sueños.

Las ondas telepáticas pierden fuerza, Eron se inhibe. Los sensores del habitáculo detectan la anomalía. Una serie de luces se encienden sobre la consola.

—Quiero informar sobre una serie de errores cognitivos y físicos —murmura Eron sin apenas fuerza.

—¿Qué tipo de error, operador Eron? —pregunta el supervisor a través de los altavoces del techo.

—La percepción cognitiva. Necesito ayuda urgentemente —Eron se quita la diadema y pierde el control sobre el proceso onírico. En la pantalla, una rítmica melodía irrumpe en el habitáculo. Sara se agita sobre la cama y despierta antes de que amanezca en su planta.

—¿Puede desplazarse o le enviamos una unidad mecánica?

—Puedo desplazarme…

—Entonces —interrumpe el supervisor—, esperamos su visita en alguna de las plantas médicas.

Las luces se encienden y se levanta de la silla con movimientos pausados. Todo se articula según el plan que diseñó en un tiempo lejano. La puerta se abre. Eron recorre el pasillo. Otros obreros se dirigen a sus cubículos en el cambio de turno. Llega a recepción. El brazo articulado prosigue repartiendo tareas. Pasea intranquilo por el amplio vestíbulo. La puerta de un ascensor se abre y antes de que salga el último ocupante, se mete en el interior.

—Operador Eron, aún no ha finalizado su jornada laboral —resuena desde los altavoces del techo.

—Necesito que me reconozcan por repetidos fallos cognitivos. Ya he reportado el fallo.

—¿A qué planta desea subir? —pregunta el sistema automático tras una larga pausa.

—A la planta 15,

Un haz de luz escanea su cuerpo. Eron espera algún tipo de confirmación. El ascensor arranca e inicia su recorrido. La plataforma vibra bajo sus pies. Su mente se concentra en los dígitos del panel numérico. No pensaba que Sara siguiera viviendo en la planta 15, quizás el Consejo fue más benigno con ella. Eron ni siquiera parpadea cuando recorre la zona de corrientes de agua.

La puerta se abre. Eron recorre el ancho pasillo con la cojera de la pierna izquierda. Al fallo de la rodilla, se suma la articulación del tobillo. Solo puede arrastrar la pierna, como si estuviera entablillada. Evita chocar contra otros operadores con quienes se cruza.

Entra en el Jardín del Ocio para acortar el recorrido. Camina por el pasillo central entre decenas de miradas que le escrutan. No es su zona de convivencia. El uniforme le delata y despierta el recelo entre las personas congregadas.

Sale al exterior. Recorre la valla verde. Encuentra una tabla suelta y hace palanca sobre las demás. Agranda el hueco con un último esfuerzo. Entra en la amplia zona residencial, restringida para su clase, y a la que una vez perteneció como elemento destacado. Apenas distingue las viviendas en la penumbra. Mira hacia el techo. La luz se intensifica paulatinamente y se tamiza a través de las aberturas de las nubes. El plafón emula el amanecer para iniciar el ritmo circadiano. La sombra de Eron se proyecta sobre la hierba. Ni siquiera se da cuenta, con el pensamiento fijado en una decisión. Percibe un soplo de aire proveniente de los ventiladores que estimula los receptores de su piel. Contempla algunas estrellas sobre el cielo, en esta planta es diferente, tal como lo recordaba antes de que le degradaran. Los planetas Io, Europa y Calisto permanecen en el horizonte. Siente el calor de los flexos solares sobre la piel que adquiere rápidamente, diferentes tonalidades cobrizas. Por un momento, olvida su misión y se deleita con la extensión del sistema solar, como si buscase algo que existió hace demasiado tiempo. Siempre lo había hecho, pero nunca comprendió el porqué. Su mente se colapsa. Una estrella fugaz cruza el firmamento.

Eron retorna de la ensoñación y avanza por el camino hasta los bloques de viviendas. Conoce su destino y que acarreará consecuencias, pero no le importa. El Consejo no puede degradar aún más su existencia. Los sensores de las fosas nasales amplifican los olores de la hierba recién cortada. Un minúsculo aparato volador, rodea su cabeza y aterriza sobre una flor de pétalos amarillos. El zumbido le aturde. Eron se acerca al matorral y sigue el zigzagueante vuelo. Otros, más grandes, extienden las membranas y se posan sobre un árbol. Percibe un canto grácil, acompasado y monótono.

Eron se centra. Pulsa el timbre de la puerta roja. Sara abre la puerta con recelo, no tiene programada ninguna visita. Eron piensa que le espera, como si fuera una herida abierta, y que sus labios expresarán la soledad que él mismo ha sentido. No sabe qué decir y balbucea. Sara cierra la puerta. El momento largamente deseado se detiene. Su mente permanece en blanco. Las palabras forman un torbellino. Escucha un chasquido. Eron resiste la orden, su cerebro se ajusta. Vuelve a llamar, tiene tantas cosas que expresarle. Sara sale al rellano, pero muestra una mueca de desprecio; Eron pertenece a otro nivel. Así le enseñaron a Sara y así lo transmite. Tras las sombras del pasillo, aparece la figura de su compañero. Eron escucha otro chasquido, solo puede recular. A pesar de todo, Sara acaricia la zona donde momentos antes se había dibujado el ancla. Eron desea algo más que una simple señal. No la desesperación que irrumpe en su mente.

La puerta se vuelve a cerrar. Eron entreabre la boca. No puede articular ningún sonido. El pensamiento se bloquea a cada momento que pasa. Una idea surge en su cabeza. No puede transmitirla. Percibe otro chasquido, retrocede por el mismo camino que ha seguido. No quiere acatar la orden que instauran en su cabeza, entre el eco de las palabras que nunca repetirá. No quiere obedecer, pero se ve obligado. Alza la cabeza, los aparatos metálicos posados sobre los árboles levantan el vuelo. El aire del jardín se abarrota de multitud de puntos multicolores en movimiento. La amargura le invade. Grita. Su garganta solo emite sonidos guturales. Nunca nadie había osado generar tanto ruido en el complejo. Eron levanta los brazos, invadido por el temor. Un aparato cambia de dirección, choca en el aire contra otros y se precipitan sobre la hierba. Otra orden fuerza a Eron a que camine más deprisa hacia la zona de los ascensores. La rodilla falla, choca contra la superficie metálica de un árbol y cae al suelo de bruces. Las hojas metálicas de los árboles se desprenden y destrozan el mecanismo de un aparato volador. Es la última imagen que procesa su cerebro y se congela en matices grisáceos…

 

 

Los restos mecánicos dispersado por el jardín se atraen, como si estuvieran imantados. Las patas, la cabeza y las plumas se reconstruyen a gran velocidad. El pájaro salta sobre el camino de cemento. Picotea sobre la hierba y emprende el vuelo. El plafón del techo se nubla. Los relámpagos inundan el cielo. Chispea. Las gotas de lluvia chocan sobre el charco que se forma sobre el piso. El agua se mueve por la pendiente, desciende verticalmente y se estrella contra las rocas. La humedad se dispersa en el aire y forma veladuras sobre las paredes exteriores de una caverna. El sonido se amplifica, reverbera, escucha palabras que no comprende…

 

 

Una suave melodía irrumpe en el ambiente. Eron descansa sobre la cama en otra jornada que se inicia. Recuerda el placentero sueño e inconscientemente se seca el agua con la colcha. Los plafones iluminan suavemente la atmósfera. Los mirlos entonan el más dulce de los cantos y se posan entre las ramas de los árboles. Las plumas revolotean en el aire de la mañana.

La claridad del nuevo amanecer incide sobre la cara de Eron. Los axones conducen el impulso y el hipotálamo activa las diferentes partes del cuerpo. Los párpados se abren y muestran una mirada lúcida. Los globos oculares perciben todas las tonalidades del espectro de colores. Un mirlo aterriza sobre el nido y alimenta a los polluelos. Las facciones de Eron desprenden una inusitada felicidad al contemplar la escena. Se impulsa con los brazos y apoya la espalda sobre la pared. Los planetas forman un triángulo perfecto.

Eron abre el cajón y toma un sobre. Coloca el envoltorio sobre la mesilla. Las papilas gustativas captan la sinfonía de sabores y se deleita con el intenso placer de la comida. Los dedos responden automáticamente al gesto de plegar y doblar. Eron alza el brazo y contempla el movimiento de la mano, como si fuera una parte aliena de su cuerpo. Piensa que es un error. Tendrá que rellenar el formulario para solicitar un chequeo. Consulta la agenda y duda: ya no recordaba que, en pocas jornadas, tiene asignada una cita rutinaria en el Centro médico.

Contempla las figuras de papel, dispersadas sobre la superficie de la mesita. Busca un significado. Permanece pensativo y se pone de pie para tener una perspectiva del conjunto. Casi reconoce la imagen, en un estado de conciencia contiguo al curso del pensamiento. Falta algo: una pieza. Toma otra pastilla, aunque se sienta saciado. Recoge el envoltorio que antes había tirado sobre la mesita. Una parte de su cerebro se rebela y activa la memoria motora. Enrolla los papeles y los plisa. Con las dos manos remete y retuerce las dos piezas con tanta velocidad, que desaparece entre sus manos ahuecadas. Ni siquiera le distrae el confortable calor de los paneles o el frenético canto de los pájaros. Intenta concentrarse sobre la figura que acaba de crear. Levanta la mano y mira las puntas rematadas en ganchos. No ocurre de inmediato, es un proceso paulatino. Desde el imperturbable vacío mental despuntan pequeñas briznas de luz en su pensamiento. Reconoce el objeto: es un ancla, que coloca con cuidado sobre una de las mejillas.

Las piezas del rompecabezas toman forma y contempla la enigmática cara de Sara. Una sonrisa fugaz aparece en su semblante. Necesita pensar, reconducir el críptico mensaje. Los recuerdos, contenidos en alguna zona de su cerebro, afloran atropelladamente a la consciencia. Eron cede ante la cruel realidad, se tumba sobre la cama con los músculos laxos. Las pupilas de sus ojos brillan con una inusitada intensidad y permanecen fijas sobre los plafones apagados. Los altavoces han desgranado la cuenta atrás. No ha reaccionado a ningún aviso, con el pensamiento obcecado: en si todo es un sueño, un espejismo onírico del que no puede despertar, y si Sara ha existido alguna vez. Por última vez, los sensores de la habitación chequean el cuerpo sobre la cama.

—Solo faltan 25 minutos —anuncia fríamente el altavoz. La puerta de la habitación se bloquea. Los sensores de la cama emiten pequeñas descargas eléctricas y aumentan en intensidad ante la falta de respuesta. Eron no reacciona. La piel se licua por los pequeños orificios del colchón y fluyen por las tuberías que recorren el complejo.

Unos brazos metálicos se alzan a ambos extremos de la cama y desmontan la falange de los dedos con pequeñas explosiones. Las paredes absorben la vibración. El pie y el tobillo se desarman con desplazamientos rápidos y suaves. Los tornillos se deslizan por una rampa, en dirección al Centro de Recuperación. Los remaches rebotan por las tuberías. La actividad prosigue en el complejo.

El armazón que sostiene la piel se desencaja pieza por pieza. El cráneo se abre: los diferentes segmentos respiratorios, auditivos, visuales y digestivos se embolsan para evitar el deterioro en contacto con el aire, y salen por otra rampa. El brazo deposita los globos oculares y el cerebro, junto a la médula espinal, sobre la sustancia gelatinosa de un recipiente. Unas boquillas se activan y aspiran las impurezas de la superficie del colchón.

En la pared se abre un panel. El brazo coloca el recipiente sobre una cinta transportadora. Durante el recorrido, un haz de luces escanea lentamente la materia gris de la corteza cerebral. El ordenador central coteja la información con los datos almacenados sobre la vida de Eron. Por su manifiesto deterioro, será reciclado para abonar los cultivos hidropónicos del complejo.

Otros recipientes siguen la dirección del Centro de Recuperación. Una brigada cataloga las componentes que caen de las tuberías en diferentes cajas. Los obreros reconstruyen brazos, piernas, torsos y los depositan sobre las cintas transportadoras. Los expertos, embutidos en un mono blanco, se afanan en arreglar los ingenios diseñados para el asueto diario de los habitantes. En la sala de hibernación, se despiertan los nuevos habitantes del complejo. En pequeñas cámaras esterilizadas, los cirujanos suturan las terminaciones nerviosas de la médula espinal, con las artificiales de los dispositivos cibernéticos.

En otra sala se archiva el expediente de Eron. Un obrero teclea sobre la consola: Año de nacimiento, la Tierra: 2503. Fin de existencia, Ganimedes: 2602. Digitaliza el molde de la cara de Eron y espera la comprobación del sistema. Es una de las labores más importantes que pueden desempeñarse en la Colmena: ordenar y catalogar los individuos para que quede constancia en el Almacén de las Memorias. Cuando comience el éxodo, la población partirá hacia el planeta prometido y todos los obreros que sirvieron con honor a la Colmena, serán homenajeados.