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La regla de los cinco segundos

Añó, Celia


―Y recordad: nunca olvidéis la regla de los cinco segundos. ―Atomoxetina fulminó con la mirada al grupo, deteniéndose en aquellos que parecían más inseguros o poco espabilados, para sobresaltarles―. Si aparece algún ceto, Gaia no lo quiera, tiraos al suelo. No penséis ni en huir ni en engañarles: son listos, son grandes y tienen mucha hambre. Ante la mínima sospecha, dejaos caer y esperar. Los cetos pueden parecer monstruos, pero son casi tan educados como los terrestres, puede que incluso más, pues ellos respetan la regla de los cinco segundos: si lleva más de cinco segundos en el suelo, no se lo comen.


Hubo un estremecimiento general entre el grupo como siempre que la cazadora les hablaba de las criaturas de la jungla. Eran jóvenes ricos, guapos y con una sed de sangre heredada de unos antepasados que habían arrasado reservas naturales. Solo que ellos en vez de ir a por rinocerontes o linces, podían permitirse un viaje por el cosmos a uno de los pocos planetas salvajes que había. Llevaban hablando entre ellos desde que habían partido de la Tierra, fantaseando sobre las criaturas que se encontrarían. Astrolabio era un mundo nuevo, un vergel todavía repleto de misterios y especies desconocidas. Los cetos eran algo así como el Tyrannosaurus rex de los dinosaurios: la especie más grande, más llamativa y de la que todos habían oído hablar. Incluso se había filmado ya una película de terror sobre una de aquellas criaturas destruyendo una ciudad terrestre. La Sede estaba repleta de imágenes suyas, maquetas y hasta tenía su propia sala de exposición, pero no era la única bestia que habían en esas tierras. Tampoco la más peligrosa, como Atomextina les había explicado. Se tiende a asociar peligro con una bestia grande, monstruosa, colmilluda y con un par de garras afiladas; sin embargo, a veces el peligro es una planta, una serpiente entre la hierba, un parásito microscópico. No siempre se ve, no siempre es lo que parece y no siempre puedes protegerte tras un escudo de educación. Pero ellos solo eran un grupo de chavales que apenas superaban la mayoría de edad y casi parecía que solo hablaban de los cetos. De tanto en tanto se acordaban de Maragruyaya, la exótica ave del infierno, o el felino de las cavernas, el cual se decía que podía deshacerse junto a la niebla de la jungla.


Prácticamente, podría considerarse que aquel grupo estaba compuesto por polluelos: chavales que iban por primera vez a una cacería sin la supervisión de su familia (la que siempre les introducían en aquella afición), niños de bien que ahora blandían cuchillos y rifles como si fuesen de juguete. Aquellas armas les llenaban de una confianza casi eufórica: eran garantía de su fuerza, la baza que decantaba la balanza en su favor al equiparar colmillos, garras y manadas con pólvora y fuego.


Pese a la impaciencia general, la charla de Atomoxetina tenía un poder especial: su manera de hablar hibridaba la autoridad de una madre, profesora y jefa al mismo tiempo, solo que en vez de cuestionar lo que les decía, la mayoría aceptaban sus palabras. No en vano estas se escurrían entre sus pensamientos, tiñendo con pizcas de inseguridad y cautela sus ideas egocéntricas. A quien se le hubiera ocurrido ponerla al mando de una docena de chavales había tenido mucho tino al hacerlo. Era, también, quien les iba a acompañar afuera, lo que no dejaba de darle cierto aire a excursión escolar. La autoridad de la vieja cazadora sabía imponerse, limando cualquier atisbo de prepotencia juvenil. Y ellos la habían aceptado, puede que algunos con resignación o a regañadientes, pero no la desoían. Quizás porque pese a no repetir advertencias y consejos, no dejaba de tratarles como adultos e iguales, gente que si era lo suficiente responsable para coger un arma y disparar, también tenía que serlo para todo lo demás.


Aunque para Metilfenidat, las advertencias de Atomoxetina tenían mucho de cuento y de moraleja exagerada. Estaba ansioso por cruzar las puertas de la Sede y salir al otro lado. Llevaba eufórico, con la adrenalina disparada, desde antes incluso de despegar de la Tierra. Aunque la vieja cazadora les había ilustrado con todo detalle los diferentes peligros de la selva (empezando por las flores tóxicas o las enfermedades que trasmitían los insectos vectores), tanta información había acabado por insuflarle confianza: todo iría bien, solo tenía que tirarse al suelo si aparecía un monstruo y esquivar las bayas rojas. Él no era profano en eso de las cacerías, lo único particular que tenía aquella selva es que, al contrario que las de la Tierra, era un lugar apenas sin profanar, exuberante, bien nutrido de bestezuelas y de sus especímenes naturales. Metilfenidat estaba ansioso por empezar la caza. Sus padres le habían llevado de cacería desde que era pequeño. Recordaba lugares delimitados, con árboles enfermos y pequeñas manadas, donde el único riesgo era ser descubiertos por los guardabosques.


Dentro de su moral manipulada y particular, moldeada a propósito según sus intereses, aquella cacería no representaba ningún dilema. Ahí no había especies en peligro de extinción ni lugares frágiles, sensibles a las repercusiones humanas: era un ciclo perfecto donde ellos iban a introducirse con sutileza en el papel de un depredador más. La caza en la Tierra ya no estaba permitida, aunque eso no significaba que hubiese desaparecido. Ahora, a cientos de años luz, existía Astrolabio, para disgusto de unas cuantas ONG y asociaciones. En el planeta había ya catorce sedes. Aquella, Segona, estaba en el corazón mismo de la selva. Era más grande que muchas urbanizaciones, contaba con aeropuerto espacial, laboratorios y un lugar de residencia. Segona era, también, la segunda Sede que abría sus puertas a los civiles, permitiendo la caza bajo el planteamiento que dado que los humanos se las acabarían ingeniando para parasitar Astrolabio, al menos que lo hiciesen de manera regulada. La opción de no hacer nada en pos del impacto mínimo, en cambio, era una posibilidad que nunca parecía triunfar.


Metilfenidat eso no lo sabía. Apenas acababa de salir del último año de instituto como para entender la sutileza y los intereses que hay tras las decisiones. Desconocía de patrullas furtivas que habían arremetido ya contra el planeta para atrapar, cazar y masacrar a sus animales. Los que disfrutan persiguiendo o bañándose en sangre, entrañas y restos de animales, no entienden ni de miles de años luz ni de fragmentar un ecosistema. Así que para proteger el planeta y su equilibrio, lo habían resguardado tras una muralla burocrática, invisible en apariencia, un muro de papeleo, permisos y puertas herméticas que solo se abrían con una llave muy especial: dinero.


La caza estaba permitida, pero solo en dos bosques y en zonas delimitadas. Dados los peligros por descubrir, en todos los grupos iba un miembro de la Sede en calidad de vigilante. Luego resultaba que muchas de las especies nunca aparecían en veda o era imposible acercarse por el peligro que entrañaban, como los cetos. Y por supuesto, había muchas tasas que pagar, tasas abusivas, pero perfectamente razonables: estaba el viaje entre las estrellas, el alojamiento, las comidas de lujo, los materiales y uniformes, las diferentes armas, el cursillo y el asesoramiento de una supervisora. Todo legal, regulado y asequible en principio, mientras que en la realidad, se trataba de un planeta parapetado tras muros burocráticos y puertas no tan accesibles como podía parecer. A Metilfenidat todo eso se lo habían pagado los padres por su cumpleaños, así que le importaba bien poco. Él era de esos privilegiados que tenían dinero de sobra para pagar las tasas y satisfacer sus caprichos.


Era un adulto que actuaba como un niño que no ha aprendido a pensar por sí mismo. Ignoraba demasiado sin ser ignorante, sino por indiferente, que era peor. No entendía de repercusiones, de daño ni extinción, solo que para él eso era un juego.


Y se estaba aburriendo.


Llevaban ya un par de días en la Sede y apenas había podido ver una infinitésima parte de sus instalaciones. Algunos de sus compañeros no habían tardado en ir a cotillear, en separarse para investigar sus diferentes recovecos salas y exposiciones. Él había preferido dormir. La Sede era un lugar espectacular,  más grande que muchas urbanizaciones, empezando por su propio puerto espacial para las naves que llegaban; pero aunque sobredimensionado, no dejaba de ser un hotel de lujo en el que descansar. Lo que él quería era cruzar las vallas y perderse entre los árboles que se entreveían al otro lado. A pesar que tenían poco en común con sus equivalentes terrestres, los llamaban árboles pues no dejaban de ser algo similar a la vida vegetal de Astrolabio, aunque eran más anchos y achaparrados, con lianas gruesas y hojas que crecían a partir de otras hojas. Los colores que predominaban parecían salidos de una macedonia, lo que había vuelto el uniforme de cazador en algo bastante ridículo con tanta preponderancia de naranja y verde brillante. Aunque dado que todos vestían lo mismo, pues al final tampoco había estado tan mal. Era chocante al principio, el verse así de coloridos, llamativos y deslumbrantes. Parecía más un reclamo que un camuflaje. Pero hasta los colores más alegres e inocentes se ven enturbiados en compañía de un rifle o un cinturón del que cuelga un machete.


Metilfenidat se creía algo más que preparado: se creía el mejor, un talento en bruto que pronto despertaría el interés del resto del mundo. No necesitaba ni entrenamiento ni la mejor de las armas para demostrar lo que realmente valía. Sin embargo, su entusiasmo no sirvió de nada cuando lo que deseaba se hizo realidad y aquella selva cuyo nombre no había llegado a aprenderse (¿Cizalla o eso era un tipo de araña?) se encontró rodeándole con sus ramas curvas, húmedas y con tendencia a formar espirales. Lo cierto es que la emoción le duró poco: una cosa es seguir un rastro en los páramos que llevas visitando desde que eres un crío y otra encontrarte en un ambiente alienígena donde ni siquiera las flores son flores. Le entró algo de pánico. Y aunque lo sentía por dentro, recurriendo sus huesos con dedos helados, hizo un esfuerzo y lo ignoró.


Lo que no podía ignorar era el hecho que había perdido al resto del grupo.


En algún momento había metido la pata, quizás en el lapsus entre fantasear con llegar a donde la selva y el ataque momentáneo de pánico. La cosa es que quizás el discurso de Atomoxetina no era tan eficiente como parecía o no había servido en él precisamente por no escucharla. Se acordaba de lo más importante, como que había carteles indicando el camino al centro o que llevaban bengalas por si se perdían.


Estaba perdido. Metilfenidat sospesó aquellas dos palabras como quien saborea con desgana un bocadillo de brócoli: a regañadientes y sin querer tragárselo del todo. Para ser un chaval tenía más ego que experiencia, y ahora tenía al orgullo gritándole al oído que ni se le ocurriese regresar con el rabo entre las piernas. Pese a todo seguía creyéndose el mejor y eso que se había quedado en blanco y no recordaba lo que se podía cazar o no. Porque para recuperar su orgullo y reencontrarse con su honor ligeramente embarrado, Metilfenidat no pensaba regresar sin haber cazado algo por su cuenta. Ya puestos, podía convertir su desliz en proeza. A saber cuántos del grupo habrían regresado de una misión en solitario con una pieza.


Solo que rastrear estaba siendo… algo difícil. Estaba rodeado por muchos indicios, una multitud de ellos, pero que indicasen algo, eso era otra cosa. Podían ser pistas o podían ser imaginaciones suyas, rastros de criaturas que habían pasado por ahí o simplemente viento. El chico se agachó para confirmar si unas pisadas parecían pisadas, luego intentó discernir cuánta información había en una rama rota.


Estaba cansado, aburrido y sediento, espoleado únicamente por la determinación de hacerse lucir, cuando el suelo tembló.


Y enseguida supo que un ceto se acercaba.


Entró en pánico, así que hizo exactamente lo que Atomoxetina le había dicho que no hiciese: romper a correr. Huir cargando un rifle y sorteando troncos, lianas y raíces nudosas que surgían de un suelo nada liso, no es nada fácil. Y en eso sí demostró tener un talento inaudito. Corrió que casi parecía que volaba, dando brincos para esquivar tocones, matorrales y hongos del tamaño de cimitarras. No se resbaló ni al pasar por un camino embarrado y logró mantenerse en pie cuando una rama aviesa, traicionera y surgida de la nada, le dio en el estómago.


El temblor, no obstante, no desapareció. Y aunque el chico se había alejado todo lo que era posible, el retumbar sonaba cada vez más cerca, haciendo estremecer incluso a los árboles. Se acordó de la regla de los cinco segundos cuando las rodillas se rindieron ante el agotamiento y el miedo. La advertencia de la guía resonó en un chispazo que prácticamente le iluminó como si toda una batería de bombillas se hubiese encendido a la vez. Se tiró al suelo sin pensar en toda la porquería que había y cerró los ojos a la espera que el peligro pasase.


Y entonces, se le ocurrió una cosa: ¿por qué no cazar al ceto? ¿Cuántos chavales de su edad habrían sido capaces de regresar no solo de una cacería en solitario por un bosque extraterrestre, sino encima con los restos de un monstruo terrible, depredador entre los depredadores?


Incluso él se dio cuenta que aquello era una locura, un suicidio por lo menos. Una cosa era que el monstruo le ignorase por estar hasta el cuello de barro y otra que no le aplastase en cuanto empezase a dispararle.


Lo mejor era cerrar los ojos y dejar que el monstruo pasase de largo. Y eso hizo. El retumbar, pese a todo, se hizo más fuerte, más intenso, se volvió ensordecedor. Aquella cosa se dirigía a donde él estaba, lo podía intuir sin necesidad de la vista. Como pese a todo seguía siendo un chico curioso, entreabrió un ojo y aguardó. Tenía algo de paciencia, la justa para esperar sin deshacerse en miedo. Cuando el ceto apareció, cuando por fin pudo atisbar una ínfima parte en su campo de visión, tenía el cuerpo agarrotado, las piernas dormidas y la cara helada. Aunque era incapaz de verlo entero, aunque solo atisbaba parte de la cola, las garras, el lomo verde y arqueado, Metilfenidat se sintió algo decepcionado. Imágenes había visto, por supuesto, la sede estaba llena de ellas e incluso se había rodado una película en la que una de aquellas criaturas era liberada por error en una ciudad terrestre. Pero siempre se lo había imaginado más grande, colosal, monstruosamente inmenso.


Cuando el ceto se acercó a él, estiró la zarpa y le atrapó, entonces sí le pareció enorme. Sus expectativas fueron lo que menos le importaron al verse atrapado entre las garras del depredador. Le habían arañado, sangraba y una boca plagada de dientes se cernía sobre su cabeza.


Chilló, pataleó y se desasió todo lo que pudo, que no fue mucho, pero al ceto le dio igual.


La bestia estaba todavía masticándolo cuando apareció un segundo ceto considerablemente más grande y que habría satisfecho las expectativas de Metilfenidat de estar vivo. El segundo se acercó a la cría y le asestó un golpe en el morro con la cola, haciéndole escupir los restos ensangrentados del humano.


No dijo nada, pero la colleja era elocuente por sí misma. Un “¿Qué te tengo dicho? No se come del suelo”.