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Lusus Naturæ. Capítulo 5. El durmiente

Mira de Echeverría, Teresa P.

 

 

 

—¿Quién te ha enseñado todo esto? —la voz de Mārama resonaba una y otra vez, pura y cristalina, en el interior de la cámara mayor de los templos perdidos. Las oscuras paredes que repelían su voz eran frescas y vítreas, y reverberaban suavemente con cada palabra. El frío del lugar hacía olvidar que se hallaban en el interior de un sol, flotando dentro del plasma de una estrella.

Quimera lo miró por detrás de la burbuja que ya había alcanzado el tamaño de un ser humano adulto y cuya superficie, de una translucidez láctea, era casi transparente.

—La estrella, supongo —respondió alzando los brazos recamados de pequeñas láminas broncíneas. Su sonrisa estaba perfilada por unos exquisitos dientes rojos, como dagas.

La única luz del lugar se filtraba por las propias paredes que, de modo contradictorio, seguían siendo opacas y negras a pesar de dejar pasar una ínfima fracción de la luz marfilina de Oov. La suficiente como para crear un clima íntimo y tranquilo.

—Aun no entiendo lo que me pides, amigo.

A Quimera le gustaba ese apelativo; “amigo” era más profundo que “hermano” y sonrió nuevamente al escucharlo de labios de Mārama, rebotando luego una y otra vez en un eco que recorría los eones.

—Te pido una transformación, un sacrificio. Ni tú ni yo hemos vivido mucho y, sin embargo, hemos vivido todo el tiempo posible dentro de estos templos. Y creo que ya intuyes, como yo, que la búsqueda de nuestra raza humana es risible… Ya somos humanos. No hay ninguna pureza, ni cosa por el estilo —Quimera se extendió sobre el largo banco de piedra y continuó hablando reclinado sobre él—. No quiero llegar a la forma humana original para probar que existe una forma limpia y pura de ser, sino para demostrar que toda forma es valiosa —un entusiasmo casi divino se apoderó de él. Se sentó de pronto y comenzó a hablar con grandes gesticulaciones y una voz tan fuerte que hacía vibrar las paredes negras y la propia luz que entraba por ellas—. Si puedo darles a los hombres la patencia de que en cada uno de nosotros se esconde el ser humano original, sin importar nuestra cultura, nuestra forma de reproducción, nuestra elección de vida, nuestro modo de pensar, nuestra forma grífica; entonces habré tenido éxito. ¡La estrella lo sabe!

Mārama se sintió contagiado por esa fuerza casi profética que emanaba de su amigo y hermano. No obstante, no podía creer en aquello como en una revelación religiosa sino como en un hecho lógico. Y así se lo expresó a Kóoklol.

El hombre-dragón respondió con un tono más apaciguado y casi condescendiente:

—Tal vez sea como tú dices. Tal vez el púlsar haya estado programado por nuestros antepasados, cuya tecnología era tan vasta que podían adaptar a las estrellas mismas para dar su mensaje… Después de todo construyeron una fortaleza dentro de un sol —dijo abarcando la estancia donde se hallaban—. Y si fuera así, ¿eso representaría alguna diferencia para ti?

El muchacho de cuero rojo y ojos planos sonrió son su boca casi tan grande como su rostro, mientras negaba con la cabeza.

—Entonces —prosiguió Quimera—, sea su origen divino o sea humano… en definitiva: siendo un misterio, ¿no vale la pena que lo revelemos? ¿No vale la pena demostrar que sólo se es humano siendo distinto y no igual, siendo lo que cada uno es y elige ser? Y más aún, ¿no sería maravilloso mostrar a esa humanidad que aún busca una inútil pureza, una cepa original, un ser privilegiado, que el único modo de ser seres humanos es en comunidad y no separándonos?

Mārama se inclinó hacia adelante en su propio banco de piedra y escuchó atento. Ahora era el momento cuando sabría qué cosa en concreto le pediría su amigo.

Quimera bajó los ojos y esperó unos segundos. Parecía que el bravo profeta estaba juntando coraje.

—No es con menos, sino con más que obtendremos a ese hombre original… Y no es algo que haya que crear; porque, de hecho, ya existe… Así es la economía de la naturaleza; encierra sus tesoros unos dentro de otros: yo la llave, tú el cofre —hubo una risa queda, lastimosa—. Una economía extraña la de la transformación. ¿Recuerdas cuando te conocí? ¿Recuerdas los aromas que descubrí en ti y que ahora se han acrecentado en una fruta madura? —ambos rieron porque, mientras hablaban, los dos estaban comiendo de la fruta que el hombre-dragón y él compartían, el producto de su ser: un ser que se daba el alimento a sí mismo. “Como una serpiente que se muerde la cola”, pensaron ambos al unísono… sin saber que lo estaban haciendo— ¡Claro que lo recuerdas! Bueno, ni el cuero, ni el ámbar gris, ni las rosas o las violetas existen ya, pero su esencia está en ti, dormida, como un gen recesivo esperando despertar. Del mismo modo el hombre original está en todos y cada uno de nosotros, repartido en nuestras diferencias: una de sus características en esta sociedad; otra, en aquel modo de vivir la sexualidad; otra más en ese lenguaje en especial. ¿Comprendes?

El silencio se instaló entre ambos. La burbuja seguía aclarándose muy despacio sin llegar a ser del todo transparente.

Quimera volvió a hablar:

—Sí, esa es la economía de la estrella, supongo… Oov no es más que un huevo, así como Luminosa o cualquier otra estrella que brille con fuerza. Algún día eclosionarán en una gran explosión, y su devastación creará nueva materia en un milagro substancial… o en un proceso químico maravilloso… Esa materia dará vida, pero para ello debe cumplirse la economía de la naturaleza: para que algo exista, otra cosa debe ceder su lugar. No morir, sino transformarse. O, en el idioma místico, sacrificarse. Transmutarse.

Mārama intervino:

—Pero yo sé que lo nuevo ya no es del todo lo anterior. Mi propia familia me lo enseñó. Yo soy Irará. El primer Irará. Pero no lo soy. Todo lo que él fue vive en mí, pero yo soy más que él. Yo soy yo…

—…Y así hablará de sí mismo nuestro descendiente —completó Quimera.

La burbuja desdibujaba a su interlocutor, pero Mārama podía ver el dolor en sus facciones. Con un susurro, decidió aliviar la carga de su amigo, diciendo por él lo que aquél no se atrevía a mencionar.

—Ni tú, ni yo, sino alguien nuevo… o tal vez alguien muy antiguo… pero alguien que será en parte tú y en parte yo, y que al mismo tiempo nos trascenderá. ¿Eso es lo que me pides?

Quimera miró a su hermanito, que obviamente ya no lo era. Ahora Mārama parecía tan antiguo como él. Aquellas palabras eran las de alguien que había crecido más allá de los juegos de tiempo de los templos perdidos. Podía decirse que apenas si habían estado juntos unos pocos días, o que habían vivido en común una existencia que se contaba en siglos, porque las dos cosas eran ciertas.

Fue Mārama quien se levantó de su asiento, caminó alrededor de la esfera de la burbuja latiente, y se sentó junto a Quimera.

—Ahora, amigo, es tiempo de que me cuentes cómo será este proceso. Porque soy un Irará que busca esta respuesta genética desde el inicio de mi linaje. Y porque la estrella te ha elegido para que cumplas sus designios. ¡Vamos, habla! ¡Ya es hora!

 

* * *

 

Mientras su mano acariciaba la burbuja, lo único que Mārama lamentaba era no poder ver a Chaske y a Simeón por última vez. Sabía que, en quien fuera que se convirtiesen, lo haría; pero le hubiera gustado verlos con sus propios ojos.

No, aquello no era cierto. Había algo más que lamentaba profundamente: no poder pasar más tiempo con Quimera.

Pronto serían uno y se suponía que ésa era la aspiración suprema del amor… Pero Mārama prefería el diálogo, el dos, el tres, la comunidad de afectos; la compañía de la palabra hablada y el desafío del “otro”.

Hacía varios… minutos o siglos (lo que fuera que transcurriese dentro de esos nudos temporales que encerraban las piedras negras de Atolón y que los mantenían a salvo de la incineradora estrella) que Kóoklol estaba meditando, mientras él se preparaba mental y físicamente para lo que estaba por suceder.

Cuando Quimera abrió los ojos y lo miró interrogativamente, Mārama asintió. No valía la pena atrasar más aquello.

Cuatro manos, veinte dedos, se aferraron de pronto a la burbuja. El ser, cuya vida básica habían desarrollado pacientemente en estos últimos días, respondió al roce de Mārama como ante algo familiar. Era una burbuja hija de la de la plataforma de los Irará, y reconocía a un miembro de la familia cuando estaba frente a él.

Algo de los genes de Simeón formaba parte de su estructura, así como de la de Mārama, y la burbuja obedeció sus órdenes.

La estrella misma era el ondrión con el que Quimera se comunicaba con la burbuja. Oov y el hombre-dragón se habían unificado en una sola mente... divina o transmecánica, eso era intrascendente ahora… Así, las órdenes de Kóoklol eran retransmitidas a la burbuja desde todo sitio posible, como un oleaje envolvente en cuyo seno flotaba la esfera viviente como un contenedor contenido. Era una orden sencilla porque la burbuja no era más que vida en su aspecto más básico.

La voz de la estrella era inapelable. Y la voz sólo decía una cosa: “así adentro como afuera”.

Poco a poco, la lechosa translucidez de la burbuja comenzó a volverse un adentro-afuera. Una esfera de Moebius que sólo era posible en un sitio donde el tiempo mismo era un serpentario de nudos.

Cuando interior y exterior se identificaron, Quimera dio un último abrazo a Mārama.

—Supongo que todo ha sido dicho —murmuró con voz entrecortada en su oído—, pero quiero decir una última cosa que dé sentido a mi existencia: me alegro del destino que me llevó hasta este momento, hasta ti, hermanito… amigo mío.

Ambos apoyaron las frentes una contra la otra. Mārama hubiese deseado decir algo, pero sólo pudo asentir con un nudo en la garganta. “Un momento trascendente no puede tener palabras”, le había dicho Chaske alguna vez, y ahora lo entendía.

Entonces, con una sonrisa, Quimera se introdujo en la esfera.

La esfera reconoció en él la lejana firma Irará y la todopoderosa voz de la estrella, y se ajustó a él. De a poco el hombre-dragón iba cayendo en un sopor. Sus escamas doradas se veían opacas bajo el velo blancuzco de aquella placenta-burbuja.

Ahora era tiempo de convertir esa placenta en una crisálida.

Solo, temeroso, sin la valentía con que su amigo había enfrentado su misión; Mārama se quedó contemplando la figura que lentamente se dormía dentro del cofre viviente.

Dudaba.

En el último momento una mano, la mano de Quimera, se apoyó contra la membranosa superficie de la esfera. Mārama hizo lo propio y musitó: “no te fallaré, no le fallaré a mi humanidad”. La sonrisa de Kóoklol quedó de pronto congelada en un sueño sin sueños.

Sin perder tiempo y antes de que la burbuja comenzase a digerir a su amigo, Mārama cumplió con su parte de la misión.

De pronto, la cremallera de sus casi inexistentes labios se descorrió al máximo, desencajando ambas mandíbulas y hendiendo su cabeza como una horripilante granada madura, a medida que abría su descomunal boca.

Y, poco a poco, esa boca comenzó a engullir a la burbuja y a Quimera dentro de ella.

Como un guante, el cuero rojizo de la piel de Mārama se adaptó a su inmenso bocado. Y Mārama lloraba de pena y de dolor y de alegría, porque sabía que ya no había vuelta atrás.

Luego de un tiempo incontable, concluyó su dolorosa operación.

Todos sus órganos estaban comprimidos, desplazados o aplastados por el enorme cuerpo que se había tragado, e incluso algunos ya habían comenzado a desaparecer en la propia burbuja con la que inexorablemente el Irará se estaba fusionando. Sólo su consciencia parecía permanecer alerta, mientras su cuerpo era digerido y adaptado en una crisálida viviente. Una crisálida inteligente y consciente. Demasiado consciente.

Los cuatro ojos de Mārama lucían asustados, hasta que de pronto comenzaron a adquirir la actitud de quien por fin comprende lo que apenas unos instantes atrás le estaba velado. Y es que la burbuja que los consumía y los transmutaba, también comunicaba sus mentes: la de Mārama, la de Kóoklol, la de la estrella.

Entonces la última orden escondida en el inconsciente de Quimera se disparó automáticamente desde su cerebro, empapó la atmósfera de hidrógeno y helio de la estrella, y volvió hacia la burbuja como un deseo irrefrenable.

Y la burbuja contrajo sobre sí todo el tiempo errático y laberíntico de Atolón, para desplegarlo en un salto colosal.

 

* * *

 

Cuando la nave aterrizó, la plataforma (que aún estaba maltrecha) se apresuró a ingerir cuanta cantidad de plancton flotante pudo encontrar en esa sopa neblinosa en la que habían caído.

Simeón no se animó a sacarla de allí, pues la nave estaba en verdad débil y apenas si podía moverse; así que él y Chaske comenzaron a ascender la ladera de la montaña a pie.

El planeta era como un mar flotante, un spray continuo de fluidos difusos que formaban una densa niebla perenne, cuajada de vida, que lo cubría absolutamente todo.

Dentro de esa niebla flotaban animales de todo tipo. Y desde el fondo del abismo que parecía constituir su superficie, se extendían extrañas plantas etéreas y aterradoras que extendían sus brazos hacia las alturas, allí donde la luz de los pequeños soles infundía energía y vida al ecosistema.

—Tal vez ni siquiera fuesen plantas —sugirió en algún momento Chaske. Tal vez fuesen los anzuelos de enormes leviatanes de la calígine. O incluso las extrusiones de los edificios o los cultivos de toda una sociedad humana que vivía allá abajo, en el seno de las presiones insoportables del fondo de la bruma.

Sin embargo, aquí y allá, algunos picos montañosos cubiertos de escarcha y nieve se asomaban por encima de la niebla.

Hacia uno de esos picos ascendían los Irará, por entre la fauna extrañísima de ese mundo de saturación húmeda.

Dagda, el ondrión de Chaske, y la máscara de Simeón les servían para poder respirar en aquella humedad extrema. Paso tras paso, luchando contra el peso de la neblina, se fueron abriendo terreno hacia la cima y, a medida que lo hacían, no sólo la liviandad del ambiente aumentaba, sino que lo hacía la luz de los dos soles.

Cuando la burbuja donde estaban Mārama y Kóoklol se desplazó por el tiempo con la fuerza de toda una estrella hipergigante, la oleada de percepción llegó hasta el neanderthaloide como una imagen nítida del sitio donde la profecía se cumpliría al fin. Xipe, el despellejado, la primavera de la nueva vida, el maíz que fructifica…

Las dos estrellas eran amarillas y pálidas. Débiles ecos del Sol de la mítica Tierra. Pero su luz danzaba feliz en la superficie, rescatando pequeños diamantes de hielo por entre la bruma condensada en nieve.

Aquel mundo despellejado de agua era Xipe. Aquellos soles, su maíz. La nieve retrocediendo: el alba de la primavera del ser humano.

Chaske los vio primero y lanzó un grito de horror y sorpresa.

Simeón corrió como pudo por entre la densa capa de nieve blanquísima y se desplomó junto a la figura que yacía, lustrosa como un cristal, entre tanta blancura.

Los inconfundibles cuatro ojos de Mārama los miraban con serena tranquilidad. El resto de su cuerpo tenía la apariencia de una burbuja lechosa, pero era duro como una crisálida.

Mientras sus ojos los seguían, no había boca u oído que contestaran o escuchasen a sus padres sollozantes. Pero esos ojos en paz parecían querer transmitirle una sensación de propósito que ellos aún no comprendían.

Los cuatro brazos estaban entrelazados sobre el pecho. Sus dedos, una maraña prolijamente entretejida bajo lo que alguna vez había sido el mentón.

Y sobre su cabeza, pero dentro de ella, como una protuberancia hinchada, había otra cabeza: la de un ser pálido que dormía. Las pocas escamas que aún lo recubrían estaban fusionándose entre sí en algo suave. Sus dos ojos permanecían cerrados y lo que hubiera sido (o llegaría a ser) su boca, estaba fusionada con un hoyo en la frente de Mārama.

Los dos hombres comprendieron enseguida que dentro del cuerpo de su bello niño se estaba produciendo una metamorfosis; pero que el metamorfoseado no era Mārama, sino que Mārama era el receptáculo que lo posibilitaba.

La crisálida inteligente.

Oov encarnado.

El huevo consciente.

Chaske volvió a llorar tal como lo hiciera sobre Sarraillarotz. Otra pérdida. Otro hermano. Otro hijo. Y probablemente quien estuviese dentro fuese Kóoklol, a quien estaba perdiendo antes de conocer; una persona tan cercana a él que había podido hablarle con la claridad de una estrella a su mente, como un profeta a un místico, para decirle dónde debían encontrarlos.

Simeón leyó poco a poco, gracias a su pericia, el código que se tejía dentro y fuera de esa larva simbiótica, y comprendió.

—¿Sabes lo que éstos niños están haciendo? —le dijo a Chaske, mientras apoyaba una mano encima de su hombro.

—Muriendo —murmuró el gigante con rabia—; muriendo por nuestro sueño egoísta.

—No —replicó Simeón—, no mueren para probar nuestro sueño; renacen para probar que estábamos equivocados.

Chaske alzó la cabeza y miró a su padre con intriga.

—Ellos son el ser humano, hijo mío. Tal como siempre lo hemos sido todos nosotros —completó Simeón.

El inmenso ser cubierto de plumón gris se puso de pie:

—¿Qué quieres decir?

El padre acuclilló sus cuatro piernas junto al ser doble que yacía en la nieve. Los cuatro ojos lo seguían con curiosidad. Eran y no eran los de Mārama.

—Quiero decir —respondió mientras acariciaba la enorme cabeza del cuerpo translúcido: una dentro de la otra—, que ellos no van a transformarse en nada que no hayan sido siempre.

Se agachó hasta apoyar su boca sobre el hoyo respiratorio que unía a ambos seres (la frente del contenedor y la boca del contenido) y susurró: “Perdón”.

Chaske cayó de rodillas al otro lado de la crisálida. Jamás hubiera imaginado a su padre pidiendo perdón.

—Perdónenme —repitió Simeón y, alzando la cabeza y abrazando a su hijo por sobre el cuerpo del ser simbiótico, volvió a insistir; ahora dirigiéndose a Chaske— ¡Perdóname! Tú has perdido a tus vástagos para que yo entienda qué significa vivir.

Chaske apretó el cuerpo de su padre con furia, casi como si fuera a moler cada uno de sus huesos. Entonces aflojó lentamente su presa hasta terminar en un suave abrazo:

—Si alguien debe perdonarnos, padre, somos nosotros… a nosotros mismos.

 

* * *

 

Una noche, los ojos brillantes y vivaces de la crisálida parecieron sonreír de pronto.

Habían pasado 14 meses ABA y la cubierta opaca apenas si dejaba entrever al ser en el que se había transformado lo que alguna vez fuera Kóoklol: alguien con una piel de tonos tan familiares e indefinidos como el polvo.

La sonrisa de esos ojos se tornó en un brillo opaco, luego las lágrimas comenzaron a brotar de ellos como si una fuente se rompiese detrás de sus cuencas.

Finalmente, las pupilas se contrajeron y los párpados se cerraron por primera vez en 280 días.

Entonces se oyó un crujido como de papel viejo desgarrándose. La crisálida inteligente había desaparecido y, con ella, el último vestigio del antiguo Mārama. Hacía tiempo que Kóoklol ya no era Kóoklol, y ahora esto…

Chaske y Simeón rodearon al ser. Desde hacía unos meses, la crisálida reposaba sobre la mesa de la plataforma. La nave se había trasladado, y ahora sus patas se apoyaban en el campo de bruma, mientras su burbuja atmosférica se elevaba por sobre ésta, bajo la luz de las estrellas y los soles.

Mārama y Kóoklol ya no estaban. O tal vez sí.

Un par de extrañas manos, parecidas a las del goshe, salieron primero. Cinco dedos en cada una.

Los brazos, articulados como los del neanderthaloide, eran sin embargo más finos y torneados.

La nueva criatura, nacida adulta, se reveló lampiña y con dos piernas terminadas en pies. Un pelo suave cubría la cima de su cráneo, cuyo rostro poseía dos ojos, una boca mesurada y de labios carnosos y una nariz prominente, pero no demasiado.

Era frágil; sin garras, ni colmillos y con una piel que no era cuero, ni escamas, ni ninguna otra coraza.

Aspiró el aire cono desesperación y lanzó un grito agónico. Luego se quedó exhausto.

Aquello era un humano original… Tal vez muy original.

—¿Ésta es la raíz de la que todos provenimos? —susurró Chaske.

—Esto es lo que todos somos en última instancia —respondió Simeón.

En silencio, levantaron a la frágil criatura, casi tan alta como ellos, y le limpiaron los fluidos que aún la envolvían.

Entonces esperaron hasta que estuvo despierta.

Los ojos, marrones, tenían un brillo vítreo y tan frágil como el resto de su ser. Los cabellos sedosos descendían sobre un rostro ambiguo, hermoso en su extrañeza, imposible de decidir si era neutro, femenino o masculino.

—Hambre —dijo Chaske de pronto—, el hambre es lo primero. Hay que proporcionarle comida, padre.

Simeón se levantó y salió corriendo hacia una de las esquinas de la plataforma, donde comenzó a afanarse sobre unos extraños instrumentos.

La criatura miraba todo y parecía intentar comprenderlo. Había luz de razón en su mirada y curiosidad en su actitud. Sólo le faltaba un lenguaje que lo abriese al mundo.

—Yo soy Chaske —dijo el neanderthaloide señalándose, y de pronto se sintió sorprendido de haber aceptado al fin ese apelativo como nombre—. Él es Simeón —señaló hacia donde el cuadrúpedo de cuello alargado trabajaba—. Somos… bueno, no lo sé: en cierta forma tus padres, y en cierta forma tus hijos…

El ser humano lo miraba. Se esforzaba por entender. Chaske volvió a lo básico: nombrar. Después de todo: “lo que tiene nombre, existe”.

Tras varios intentos, eso que era humano comenzó a repetir los nombres: un restallido sonoro para “Chaske”, una resonancia casi musical para “Simeón”.

Entonces el ser humano se señaló a sí mismo y esperó.

—¡Dale un nombre! —gritó Simeón desde su rincón de trabajo— ¡Lo necesita!

Un frío recorrió el espinazo del místico. ¿Un nombre? ¿Al primer ser humano? ¿Y sin poder definir si era él o ella o lo?

Un nombre.

Pensó en La Lengua, pensó en los muchos nombres maravillosos que había allí: Misun, pequeño hermano; Koda, amigo; Rangi, el cielo, el aire, una melodía…

Y entonces eligió uno que no tenía nada que ver con La lengua, sino que había escuchado en R’li, y lo dijo en voz alta, señalando al ser humano:

Zoé.

Una sonrisa tímida asomó en los labios del denominado, y repitió:

—Zoo-e. Zo-e. Zoe. Zoé.

—Sí —insistió Chaske—, “Zoé”.

Con un ruido a vajillas apareció Simeón.

—¿Zoé? —preguntó extrañado— ¿Qué clase de palabra de La Lengua es esa? ¿Acaso un término secreto de los místicos?

Chaske respondió de buena gana, casi riendo, cuando vio aparecer a su padre confundido y con la vitualla que había elegido para alimentar al humano por primera vez.

—No pertenece a La Lengua —respondió—, es de R’li, y significa “vida” en un lenguaje tan arcaico que apenas si conservamos unos pocos términos de él.

Vida —saboreó Simeón—. Sí, Vida es un excelente nombre. Como siempre, hijo mío, tu talento sale a flote frente a lo más difícil —luego giró su cabeza hacia el ser humano y le tendió la vajilla—. Zoé, esto es para ti, bébelo; no hallarás néctar más perfecto en todo el universo. Se llama: té de vainilla.

La risa baja de Chaske resonó en una vibración palpable mientras Zoé tomaba la taza cálida entre sus manos, la olía, y esbozaba la más hermosa y extraña sonrisa que el universo hubiese visto en millones de años.

 

 

Fin