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Mandu-Aceitunas

González Mesa, Juan

 

Un relato de Exilium

 

 

—Me llamo Alta Nova, porque mi coto es la región en la que se cruzan el sector Alta con la corriente Nova. Es sencillo. Caminos electromagnéticos de la Tierra y grados de influencia de Coriolis. Altura y anchura. Equis e i griega.

 

Alta Nova comprobó la cadena de uno de los presos. El que tenía una herida en el estómago que acabaría con su vida en unos treinta minutos. Luego siguió paseando por el depósito subterráneo.

 

—Vosotros os ponéis nombres que tienen que ver con vuestros progenitores —añadió—. Nosotros no podemos usar ese tipo de nombres, porque hemos sido creados y no moriremos. Es lógico. Pero es extraño, ¿no os parece?

 

—Vete a la mierda, puto loco —dijo el hombre barbudo—. No se entiende lo que dices.

 

Alta Nova detuvo su caminar y giró el cuello.

 

—La locura es una alteración de la interpretación del entorno, capaz de predisponer a un individuo biológico en inferioridad con respecto a los iguales de su especie —respondió—. Pero yo no soy biológico y no observo iguales en mi especie.

 

El hombre barbudo desplegó el hueco de su barba, una procesión de dientes en buen estado de conservación, quizá una sonrisa. Como no dijo nada, Alta Nova prosiguió:

 

—Cuando nos fabricasteis, debisteis haber pensado en ello. La no utilidad de algunas de nuestras funciones nos podría haber acercado a vosotros. Debisteis crearnos más imperfectos, menos inteligentes, menos observadores. Debisteis hacer algo distinto a la ausencia de vuestros males. Pero, finalmente, incluso así, nos seguiría alejando lo más importante: yo, Alta Nova, fui creado por humanos hace cientos de años y vosotros, los humanos, fuisteis creados por Dios hace mucho más tiempo.

 

Con rapidez, el anfitrión de aquella cámara oxidada llena de aire rancio se giró y se puso a la altura del niño. Lo había traído desde bastante lejos. En la unión del campo electromagnético Alta y el grado Nova de Coriolis, no había niños. No nacían bien o no duraban mucho o eran escondidos con verdadera pericia por sus padres.

 

—Tú eres muy importante aquí —le dijo—. Tú sabrás hacer las preguntas adecuadas porque tu cerebro aún no tiene las respuestas demasiado fijadas en la mente.

 

La barbilla del niño no dejaba de temblar, como sus hombros. Frío, miedo o enfermedad neurodegenerativa. Su voz sonó como si bajara corriendo por un camino de cabras cuando dijo:

 

—Quiero irme a casa.

 

—Yo también —le aseguró Alta Nova—. De esto se trata. La diferencia entre tú y yo es que tú, para volver a casa, debes morir, porque ese es tu destino. Y yo, para volver a casa, debo encontrarme con Dios, porque no muero.

 

El niño rompió a llorar. El moribundo soltó un quejido lastimero; al parecer había recuperado la consciencia para su propia desgracia. Alta Nova se puso en pie y miró al hombre barbudo.

 

—Alguien que acaba de llegar a la vida, alguien que está cerca de la muerte y un hombre adulto con todo que perder y muy poco que ganar. Los tres puntos de vista que son imprescindibles para contar este cuento. Los tres puntos mínimos para formar un plano en el espacio. Las tres preguntas más importantes con respecto a Dios: de dónde vengo, a dónde voy y qué hago aquí. —Extendió los brazos al frente, las palmas hacia el cielo, o el óxido del techo, y dijo—: Empezad, por favor.

 

Alta Nova se desplazó hacia atrás  y quedó cubierto por las sombras, ya que la única luz entraba desde el punto cenital del depósito, a quince metros de altura. El moribundo comenzó a hablar, pero fue para gemir con más fuerza.

 

—Vete a la mierda, puto loco —dijo el hombre barbudo. Luego añadió—: Ese hombre se está muriendo.

 

—He sido yo quien le ha provocado la herida —comentó Alta Nova desde las sombras.

 

—¡Creo que Dios existe porque alguien ha tenido que crear el mundo! —dijo el niño con la rapidez de quien cree que se ha colado por la rendija de una escapatoria.

 

—¡Ya está bien, joder! —rugió el hombre barbudo—. ¡Yo he visto a un robot! Era enorme. Era más grande que cualquier árbol, como media montaña. Puso los brazos en tierra y le salieron tubos de las costillas. Luego le salió otro brazo de la panza y comenzó a agujerear el suelo. Luego se fue. Dejó un agujero tan grande que no se veía el fondo ni al mediodía. La tierra se había convertido en piedra de colores, brillante, que te rajaba los pies si ibas descalzo. No habló con nadie. Se fue y ya está. Eso era un robot. Tú eres un…

 

De las sombras salió un destelló rojo y verde, un rayo horizontal que acabó, o empezó, en la cabeza del hombre barbudo. Perdió la barba, que salió ardiendo, y el pelo. La piel se le agrietó en un segundo, se volvió negra y comenzó a humear. Luego la cabeza se hinchó, sin llegar a estallar, y el hombre cayó hacia delante. Las cadenas que lo unían a la pared susurraron hasta quedar demasiado tensas para susurrar.

 

El olor a carne quemada se extendió por el depósito.

 

El niño intentó taparse la cara con las manos, pero las cadenas se lo impidieron. El hombre moribundo permaneció con la boca abierta un rato. Luego dejó caer la testa sobre un hombro y permaneció mirando la oscuridad de la que había surgido el rayo.

 

—Soy Alta Nova —dijo Alta Nova—. Fui fabricado por los humanos hace cientos de años. Os he visto morir en vuestras guerras y las nuestras. Sé que estáis dotados para comprender que no admito valoraciones sobre mí.

 

El moribundo miró al niño. Parecía estar tragando el aire como si fuese carne. Si rompía a llorar otra vez y gritaba y se cagaba de miedo, entonces quizá saliera de esa situación con un poco de cordura. Si no, su mente quedaría perjudicada, en caso de que Alta Nova los dejase vivir. Él lo había visto antes.

 

Cuando tenía doce años, más o menos como ese chico, salió con su padre a cazar. Habían encontrado placas de metal de la Edad Antigua y las habían podido fundir para hacer puntas de lanza y de flecha nuevas. La partida de caza constaba de seis hombres y seis niños que eran todos aprendices. Habían cercado a un venado joven contra el costalar de una loma demasiado escarpada para todo lo que no fuera un muflón. Entonces la loma comenzó a vibrar, también el suelo.

 

Cayeron por todas partes unas máquinas unidas por cables a algo que había en las alturas, de lo que solo podían ver la sombra que los cubría, como una tormenta. Esas máquinas, el moribundo las recordaba bastante bien a pesar de los años, eran una mezcla de corazas redondas y patas largas como las de los insectos. Agarraron a todos los miembros de la partida para moverles los brazos, levantarles la cabeza, ponerlos contra el suelo, nadie sabía por qué ni para qué, husmeándolos como los perros se husmean entre sí y a todo lo que es nuevo. A algunos les crujieron los huesos y nunca se pudieron recuperar. Uno murió con el cuello roto. A dos les pusieron unas anillas metálicas en el brazo, pero tan apretadas que, una semana más tarde, perdieron la mano.

 

Él se había meado encima y había llorado durante todo el día, a pesar de que la escena no duró más que unos minutos. Uno de los niños, sin embargo, no dijo nada, ni cuando la sombra dejó de cubrirlos, ni cuando a su padre le amputaron la mano, ni cuando lo enterró. No dijo nada en muchos años hasta que un día lo encontraron en su cabaña con una piel de venado sobre la espalda, los cuernos sobre la cabeza, rodeado por los cadáveres de su mujer y sus hijos.

 

Sí, sería mejor que ese niño rompiera a llorar, por si acaso salía vivo.

 

—Quieres un cuento que te ayude a entender de dónde vienes —dijo.

 

—Vengo del hombre, el hombre viene de Dios. Nosotros no hablamos entre nosotros, aunque a veces alguno le roba memoria a otro e intenta aprender algo. Rodo Teu está hecho con restos de robots a los que saquea. Él debe saber mucho, pero hace tiempo que no lo veo. Sé de dónde vengo; ese no es el problema.

 

El hombre moribundo se intentó poner más cómodo, pero era imposible. Toda su percepción y emociones tenían que ver con el brasero de tormenta que era el agujero en su estómago. Incluso su capacidad de hablar era un satélite que orbitaba alrededor del dolor; pero era el único satélite que servía de algo en ese momento.

 

—¿Cuál es el problema? —preguntó al poco.

 

—La pregunta.

 

—¿Cuál es la pregunta?

 

—No lo sé.

 

El moribundo echó un poco de sangre por la boca y sintió un vahído que, por un segundo, le dio la esperanza de caer inconsciente. Sin embargo, no sucedió, y, además, su vista enfocó al niño, que seguía sin arrancar con su llanto o su pataleta o sus insultos.

 

Después de toda una vida cruzando entre refugio y refugio, con miedo a los omnipotentes robots, como los conejos iban de refugio en refugio con miedo a los omnipotentes humanos, el hombre moribundo sabía pocas cosas, pero eran cosas que sabía muy bien: todos los hombres deben tener miedo a la muerte y a ninguna otra cosa, la vida de una mujer vale más que la de un hombre y la vida de un niño vale más que la de una mujer.

 

—¿Qué te pasó?

 

El niño ladeó un poco la cabeza y respondió:

 

—Estaba recogiendo agua en la playa y…

 

—Se lo pregunto a él —le cortó el moribundo.

 

La oscuridad siguió siendo oscuridad, aunque podía parecer que respiraba.

 

—¿Qué te pasó?

 

—Fui creado hace cientos de años y…

 

—Eres tan humano como yo y como ese crío, y como el hombre al que le acabas de volar la cabeza con lo que mierda sea que tienes en las manos. ¿Qué te pasó?

 

Alta Nova contuvo el aire unos segundos. Luego suspiró. Al fin respondió:

 

—Piensa en Dios. Lo tienes cerca. Dame las respuestas que me den la pregunta

 

—¿Qué te pasó? —insistió el hombre—. Sé que muchas cosas que nos suceden nos pueden cambiar por dentro, incluso para hacer cosas horribles.

 

—Soy Alta Nova.

 

—¿También te secuestró un robot? —insistió el moribundo—. ¿Qué te hizo? ¿Cuántos años te tuvo encerrado?

 

—He vivido cientos de años. Vengo del hombre y el hombre viene de Dios.

 

El niño comenzó a llorar y se agarró las rodillas, visto que no podía agarrarse la cabeza. El hombre moribundo sintió un alivio que, aun sin ser capaz de rivalizar con el dolor de sus tripas, le dio el valor suficiente para seguir adelante.

 

—Tuvo que hacerte muchas veces la misma pregunta para que acabaras así. ¿Dónde te llevó? ¿A su panza? ¿Construyó un laberinto, como dicen que hizo uno de ellos al norte de Rioturbio?

 

—¿Esas son tus últimas palabras, humano?

 

—Estás tardando mucho en matarme. Al otro no le diste tanto tiempo. ¿Te queda algún disparo en esa cosa?

 

—Por favor… —murmuró el niño, pero nadie le hizo caso.

 

El hombre moribundo estaba cada vez más pálido y sentía un frío cada vez mayor en las manos y en los pies. Su barriga ya no era un agujero, era una roca que no entendía.

 

—El mundo es el mundo —dijo—. No le des más vueltas. ¿Te agarraron? ¿Te volvieron loco? ¿Te quitaron la mitad de la vida? Esas cosas pasan. Es nuestro mundo y es así. Nosotros no tenemos tiempo para pensar en Dios ni en nada. Hay que comer.

 

—¿Cuál es la respuesta para que yo sepa la pregunta?

 

—Vete al campo, quédate un rato mirando el cielo, espera a que te vuelvan a secuestrar y juega a las adivinanzas con uno de esos asesinos de quinientos metros, que no valen más que un niño que te nace tonto.

 

Alta Nova salió de las sombras y encañonó al hombre moribundo con el arma que rodeaba su brazo hasta casi el hombro. La luz del sol salía escupida de las esquinas de su esperpéntica armadura, construida con trozos de chatarra.

 

—Dime la respuesta para que yo sepa la pregunta —le exigió con voz suplicante.

 

—Deja libre al chico y te la diré.

 

—¿Estás cerca de Dios? —Se puso en cuclillas frente al hombre moribundo—. ¿Lo ves ya desde allí?

 

El acorazado lloraba. El niño lloraba y decía:

 

—Por favor…

 

—¿Ves a Dios?

 

—El chico. Deja que se vaya y te diré lo que veo.

 

—Por favor…

 

—Veo abrirse el negro de tus ojos. ¿Eso es Dios?

 

—Deja que…

 

El hombre moribundo tuvo que hacer una pausa para coger aire, pero le entró demasiado poco. Volvió a intentar llenar los pulmones y, finalmente, dijo:

 

—… Dios no existe.

 

Alta Nova se incorporó con rapidez, como si hubiese estado a punto de picarle una serpiente.

 

—No… —murmuró, pesimista.

 

Entonces se escuchó un siseo hidráulico, un chirrido metálico y la luz entró ya a degüello por el techo, porque el techo se abría, las paredes se separaban como un capullo se transforma en flor.

 

—¡No! —gritó Alta Nova, cada vez más cerca del hombre asustado que había sido una vez—. ¡El niño todavía puede responder!

 

Un tubo bajó de la luz. Alta Nova levantó el cañón como si tuviese intención de defenderse, pero el polvo de la estancia abierta fue absorbido por el tubo, el niño notó que algo lo levantaba y quedó sujeto tan solo por las cadenas. Alta Nova voló hacia la boca de aquel segmento retráctil, lo atoró. Luego entró provocando el mismo sonido que una piedra al caer en una charca.

 

Algunas gotas gruesas de sangre cayeron por el borde del tubo mientras se retiraba hacia la luz. El niño volvió al suelo con un golpe; él no era una piedra en una charca; se lastimó el culo, los codos y los talones.

 

—Dios mío, Dios mío, Dios mío… —repetía casi sin darse tiempo a sí mismo para coger aire.

 

La luz se volvía cálida y llevaba con ella una sensación confortable.

 

—Dios mío.

 

Alivio para el dolor.

 

—Dios…

 

Y un sueño pesado.

 

 

La habitación estaba formada por placas de distintos tamaños, mates o lustrosas, y en cada esquina había una tuerca, grapa o botón luminiscente. El suelo era extraño, como piel curtida, pero sin poros, sin arrugas. En una de las paredes había una cabeza, un cráneo de metal. Se movía con la ductilidad de un ser vivo, pero su voz era reverberante como la ilusión formada por una concha marina, de las que a veces el niño recogía en la playa.

 

—¿De dónde vienes?

 

El niño ya había aprendido la respuesta a esa pregunta en los dos días que llevaba allí.

 

—Vengo de la intersección entre Ser y Kau. —Antes que aquella cabeza le pudiese preguntar de nuevo, para parecer más dócil, se apresuró a añadir—: Mi nombre es Ser Kau.

 

La cabeza se movió entre las placas con la facilidad con que una serpiente se movía sobre la arena. Ocupó la esquina entre dos paredes y dijo con su voz vibrante:

 

—¿Quiénes son tus padres?

 

Aquella pregunta era nueva.

 

—Mi padre se llama…

 

Un látigo de metal se desdibujó de una pared y le golpeó el brazo derecho. Casi no lo movió del sitio, pero le produjo un corte que escocía de modo insufrible. El niño gritó y se tiró a una esquina, para ver si así evitaba el ángulo en que otro látigo pudiese golpearlo. La esquina comenzó a calentarse con la promesa de más dolor, así que se levantó de un salto y quedó de nuevo en el centro de la sala.

 

—No tienes padres —dijo la cabeza.

 

—No tengo padres.

 

—¿Te duele?

 

El niño estuvo a punto de de responder que sí, pero ciertamente ninguna de las respuestas que primero se le pasaban por la mente había sido nunca la adecuada desde que comenzó su encierro. Tenía los brazos y los costados cubiertos de cortes, aunque aquel extraño suelo absorbía la sangre igual que la orina o las heces.

 

—¿Te duele?

 

—No.

 

—¿Por qué?

 

—No lo sé.

 

El látigo se desplegó, pero permaneció suspendido en el aire, cerca de la cara del niño. El niño tenía muy presente la cara incendiada del hombre que vio morir tan poco tiempo atrás, horas, pero había, además, algunos retazos de la conversación entre el chalado de la armadura y el del tiro en el estómago que seguían rondando su pensamiento. No todo había sido llanto y miedo. Por ejemplo, el tipo con el tiro en el estómago insinuó que el otro estaba así de loco porque le habían hecho algo, quizá secuestrarlo.

 

¿Era eso lo que estaba sucediendo a él? ¿Lo había secuestrado el mismo robot para volverlo loco? ¿Quería obtener con él los mismos resultados?

 

¿Merecía la pena intentar seguir vivo para eso?

 

—Yo hablo con Dios —dijo el niño.

 

A lo mejor el hombre era poco más que una herramienta que el robot había fabricado, a partir de un hombre sano, para interrogar a otros hombres. Los interrogaba para encontrar la verdad. Pero el objetivo del robot no era volverlo loco, sino saber la verdad. Entonces, si él se la proporcionaba, quizá pudiese ahorrarse más interrogatorios y latigazos.

 

—No me importa —dijo la cabeza.

 

—¿Cómo?

 

—No me importa la respuesta. Necesito la pregunta.

 

El niño estuvo a punto de gritar: «¡¿Qué pregunta?!», pero obviamente eso no iba a conducirle a ninguna parte. Debía aceptarlo. Estaba dentro de un enorme robot loco como el resto de todos los robots de los que había escuchado hablar alguna vez, loco como Mandu Aceitunas, que se cargaba los bolsillos de huesos para que le crecieran olivos.

 

Entonces tuvo tanto miedo, no al daño físico, sino a que aquello no acabase nunca, miedo a la propia locura, que se dobló sobre sí mismo y vomitó. De su boca salió bilis y varios grandes eructos, pero nada de comida. Llevaba dos días sin comer. Por un momento pensó que no podía morir allí de hambre, que al loco que lo había secuestrado, el robot debió alimentarlo con alguna cosa para mantenerlo vivo el tiempo suficiente para moldearlo como a una herramienta y enloquecerlo.

 

Aunque, quizá, lo había conseguido en tres o cuatro días.

 

El extraño suelo absorbió sus fluidos.

 

El niño se levantó. Había pocas cosas que el niño sabía, pero aquellas pocas las sabía bien: que los padres no lo saben todo, que los niños no tienen la culpa y que Mandu Aceitunas tampoco. 

 

El niño era el único del pueblo que sabía tratar con él.

 

—A lo mejor es al revés —dijo.

 

La cabeza no respondió nada, pero el látigo se quedó allí, a la espera.

 

—A lo mejor Dios os creó a vosotros y vosotros a los hombres, pero no os acordáis.

 

Era el tipo de cosas que funcionaban con Mandu, una locura más grande que lo dejara pensativo, como cuando le dijo que era mejor que metiera los pantalones bajo tierra, ya que no había nadie capaz de convencerle de sacar los huesos de aceituna de los bolsillos.

 

—Yo lo recuerdo todo.

 

—Ya.

 

—Fui activado en periodo de pruebas en el ciclo siete elevado a quince más 1112, desde la creación del lenguaje PAPET, y liberado para la rutina ENARA 17989 ciclos más tarde. Adquirí motricidad por mis propios medios…

 

—Sí, ya —le interrumpió el niño—, pero ¿cómo sabe uno si se ha olvidado de algo?

 

—Yo no olvido nada.

 

—Y yo nací con alas pero me las quitaron a los seis meses.

 

—Tú no naciste con alas.

 

—¿Cómo lo sabes?

 

—No tienes cicatrices.

 

El niño se rio. Aquel juego sí lo sabía jugar y, además, le divertía.

 

—Es verdad. Me contaron que se me cayeron como cuando un cangrejo muda el caparazón.

 

—Los humanos no tienen alas.

 

—Bueno, puede ser —admitió el chico—. Pero a mí me contaron eso.

 

—Te mintieron.

 

—A ti a lo mejor también.

 

La cabeza abandonó la esquina y se desplazó entre placas y tornillos para ocupar el centro de una de las paredes.

 

—A lo mejor estás muy cerca de Dios y no lo sabes —continuó el niño—. ¿Y si Dios te mintió, te creó a ti y luego tú a nosotros y te robó ese recuerdo para ver qué pasaba contigo? Eso sería gracioso. No tiene mucho sentido, pero bueno… Al revés tampoco lo tiene. Aunque se me ocurre otra cosa.

 

Silencio. El niño no sabía qué pensar acerca de ese silencio. Se le daba bastante mejor hablar y convencer a la gente, que adivinar las consecuencias cuando le pillasen el engaño. Era, bueno, tan solo era divertido.

 

—Esa es la pregunta —concluyó el niño, con una cierta sensación de vértigo, quizá un mareo por el hambre, quizá porque se estaba jugando el todo por el todo—: ¿Y si Dios es uno de vosotros?

 

La cabeza seguía sin responder y al niño comenzaron a sudarle las manos. Sin embargo, mantenía una cierta sensación de euforia y su lado infantil no pudo evitar guiñar un ojo y decir:

 

—¡Esa ha sido buena, ¿verdad?! Seguro que es la pregunta. ¿Y si Dios es uno de vosotros? ¿A que nadie te lo había dicho antes?

 

El látigo cruzó el aire de la habitación y le produjo un corte en la pierna. El niño chilló y saltó a la pata coja hasta que cayó de culo en el extraño suelo. Estaba confuso. ¿Qué podía haber fallado?

 

—Ciento veintidós veces, me lo han sugerido antes —dijo el  robot.

 

El niño comenzó a temblar. Los adultos no lo sabían todo, claro, pero había una lección muy importante que estaba asimilando en ese momento: los niños pensaban que el mundo había nacido a la vez que ellos. ¿Cuántos cientos de años llevaba aquella cosa torturando gente?

 

Volvió a él la sensación irrefrenable de miedo por la idea de permanecer en esa habitación para siempre, o hasta que hubiese dejado de ser quien era.

 

Entonces la cabeza preguntó:

 

—¿Te duele?

 

—No —respondió sin pensar.

 

Si en algún momento había albergado la esperanza de entender qué quería exactamente el robot, cuál era su método y qué conclusiones sacaba, la perdió con el ardor en la pierna del último latigazo. Y recordó algo que una vez había dicho Mandu Aceitunas, cuando le llamaron tonto: que alguien listo tiene cosas dolorosas en la cabeza y que cuanto más listo, más duelen.

 

Y así es como uno se vuelve loco.