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Mi delito

Barragán, Eugenio

Estaba sentado en el banco de madera de una estación de tren. Conocía todos los rincones. Todos los días me paseaba un largo rato, antes de dirigirme a mi trabajo.

Los sintecho, mendigos del sueño de la noche, se apelotonaban en un rincón de la estación. Un predicador dictaba sus proclamas desde un pequeño pulpito.
Eran las ocho de la mañana de un día cualquiera, cualquier día era bueno para morir. Los trenes se sucedían como pequeñas balsas, trasladando a sus ocupantes a las pequeñas islas de la gran ciudad.

Todas las mañanas, mis ojos contemplaban la misma escena. Tapé mi cara con la palma de mis manos para aislarme del bullicio y decidí que, después de tanto tiempo esperando fielmente el día, por fin, había llegado.


Caminé sobre el andén, titubeando. Bajé hasta la vía por una escalerilla y tumbé mi cuerpo sobre el raíl. Deseaba tener constancia de que moría contemplando mi propia muerte. Desde mi posición divisé como se acercaba un convoy y por los altavoces se repetía: «El próximo tren no parará en esta estación».

—¡Bien! —exclamé—. No parará. Todo pasaría rápido, sin que pudiera volverme atrás. “No parará”, me repetía.

El corazón se aceleraba por momentos, mis brazos temblaban. Un sudor frío pegó la ropa a mi piel. Supe que no había forma de huir.

El predicador se dirigía a los mendigos, me citaba como ejemplo de fariseo, y que todos y cada uno de los allí presentes debían seguir sus consejos para no acabar como yo.

No presté demasiada atención a la perorata. Sólo pensaba en mi final y acomodé mi cuerpo a la vía. Los mendigos se dedicaban a quitarme los zapatos, pero no me importaba, en unos segundos, no me servirían de nada.

El tren se acercaba a toda velocidad. Por mis ojos brillantes se sucedían imágenes de mi vida. De repente, me desplacé a un lado. No sé por qué extraño motivo, quizás, hoy, no quería morir.

El predicador me miró con una expresión quebradiza, como si pidiera perdón por los pecados que no había cometido, pero, finalmente, abroncó mi decisión con gritos roncos. Si hubiera permanecido en la vía y mi alma se hubiera liberado de mi cuerpo, habría conseguido más seguidores. Los mendigos me chillaban: «¡cobarde!» y el eco martilleaba mi cabeza.

Y salí de la estación, descalzo, pensando en mi delito de cobardía.

Quizás regrese mañana o la semana que viene. Suplicaré al predicador para que me clave con afiladas escarpias a la madera de los raíles. No creo que se niegue, podrá clamar a la concurrencia de que soy un nuevo Mesías. Servirá para mis intereses de cobarde.