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Nieve

Echeverría, Guillermo


Apenas un rayo de sol toca su cara, se despierta.


Lo primero que hace es agarrar su pequeña mochila, abrir la puerta con cuidado, y asomarse al exterior.


Su mano derecha toma un puñado de nieve del suelo, sus dedos lo frotan buscando ablandarlo, lo introduce en una abertura de la mochila y cierra la tapa. Un leve pitido le dice que esa nieve se está calentando y derritiendo; antes de que llegue a la temperatura justa, le quedan pocos minutos para introducir los granos azules y que se muelan. Una vez que los granos molidos ya están dentro del proceso, deja la mochila en la mesa y va a asearse, como todas las mañanas.


El desayuno como siempre es afuera, y como siempre, el viento helado de la mañana termina de despertarlo.


Tomando la infusión mira en derredor y nada lo sorprende, siempre el mismo paisaje blanco, los mismos árboles, las mismas montañas, la misma nieve caída durante la noche anterior, el mismo cielo celeste que se despeja. La sensación de transparencia que da tanta cantidad de hielo y nieve, la soledad, el mismo silencio que ayuda a calar los huesos.


Pero ese día el cielo no es el mismo.


Un trueno lo sobresalta y mira hacia arriba. Algo rojo, apenas perceptible, está cayendo.


Se queda sin aire.


Le empiezan a temblar las manos.


Se aferra a la mochila con fuerza y toma largos sorbos: eso lo ayuda a serenarse. Después de observar durante varios minutos, sin distinguir qué es lo que cae, entra en su refugio, desesperado, y sale con los “anteojos mágicos”.


Escucha otro trueno.


Apenas alcanza a ver la distorsión atmosférica, pues el hoyo espaciotemporal ya se ha cerrado.


Después de unos minutos de observación, los anteojos se enfocan y, finalmente, ve lo que está cayendo: un abanico de paracaídas rojos sosteniendo algo blanco. Tomando la infusión sigue el descenso del objeto para determinar su trayectoria; cuando ve que va hacia el bosque del sudeste resopla con disgusto, no es un buen lugar.


Media hora más tarde está cerrando su refugio, un viejo fuselaje reciclado cubierto por una loma de tierra y escombros. En la puerta todavía se lee RO-L-KON 97 en letras gastadas de color verde y con tipografía militar muy antigua.


Con movimientos rápidos y eficaces oculta la puerta y las ventanas con ramas y nieve.


No sabe qué es un RO-L-KON 97, si en los últimos ocho años se lo había preguntado, ya no le interesa; tampoco le interesa cómo ese fuselaje fue a parar allí, si alguien lo habitó antes que él y para qué.


Toda su atención está en que nada falte en su equipo, que el cuchillo esté bien enfundado en su vaina, que el carcaj este lleno, que la cuerda de su arco no esté floja y, en especial, que la mochila esté contra su pecho, bien sostenida por el abrigo y con la bombilla flexible al alcance de su boca.


Los “anteojos mágicos” fueron un gran hallazgo en el RO-L-KON 97. Se polarizan apenas perciben los reflejos de la nieve, tomando un color azul oscuro; cuando uno mira algo en concreto se enfocan y hacen zoom sobre ello; y apenas uno se pone a caminar, muestran un mapa de la zona. Tampoco se pregunta cómo los anteojos pueden hacer todo eso con sólo tenerlos puestos, simplemente los usa.


Únicamente se concentra en caminar sin hacer ruido y sin dejar de mirar en todas direcciones. La fauna y la flora no son muy amigables aquí.


El calor de la mochila contra su pecho lo acompaña y lo tranquiliza.


El camino es duro, tanto se puede hundir una pierna hasta la mitad de la pantorrilla en la nieve, como pisar hielo duro y resbalar, con el consiguiente peligro de romperse un hueso.


Después de varias horas acompañado de su fiel infusión, llega a la cima de una loma de puro hielo y nieve; es un muy buen mirador. Desde allí arriba confirma que, lo que sea que haya caído, terminó en el bosque del sudeste. Muy a lo lejos se ve una pequeña mancha roja.


Suspira. Es un día más de viaje, de modo que emprende el camino en ese mismo instante; tiene que saber quién o qué es lo que cayó.


No le gusta estar expuesto, destacar entre lo blanco, así que baja la loma lo más rápido que puede, tratando de mantener el equilibrio. Se siente más cómodo entre los árboles, donde puede ocultarse con relativa facilidad; pero siempre y cuando no pase cerca de un tarskider. Si alguien comete el error de apoyarse en uno, el tarskider comerá muy bien ese día. Y este horrible lugar está lleno de ellos.


La noche llega y ya está acompañado por los árboles. Se acurruca junto a un tronco cuyas raíces forman un leve hueco, arma su pequeña carpa térmica y se dispone a dormir. Todavía el cielo está despejado, las dos lunas están llenas y sobre la nieve danza un doble juego de sombras.


Su mano derecha toma un puñado de nieve del suelo, sus dedos lo frotan buscando ablandarlo, lo introduce en una abertura de la mochila y cierra su tapa; eso le dará calor y lo alimentará.


El problema no es que tarda en dormirse, sino que sueña…


Sueña con la soledad, la desesperación, la angustia, el llanto, la incertidumbre. Sueña con sonidos, golpes, sollozos, tiros, gritos, explosiones. Sus sueños son tan vívidos que huele la sangre, la carne en descomposición, el fuego. Pero, cuando aparecen las caras, ya es demasiado.


Despierta sin aire.


Le tiemblan las manos.


Toma la infusión una y otra vez hasta que se calma; pero ya no puede volver a dormirse…


La guerra había sido larga y sangrienta. Ciudades destruidas, campos arrasados.


Sólo muertos, millones de muertos. Nadie tomó enemigos prisioneros y no dejaron heridos. No respetaron a nadie: ni a viejos, ni a mujeres, ni a niños.


Hubo valientes de ambos lados, y cobardes también.


Su planeta fue arrasado, y de los agresores quedaron tan pocos como de los agredidos.


Esas imágenes lo acompañan siempre. Son como sombras que no se alejan.


El nuevo día de camino es penoso, la nieve y el viento dificultan su andar; unas veces tiene que detenerse y refugiarse hasta que la tormenta amaine, otras resbala y rueda por pendientes heladas. En plena marcha pisa hielo quebradizo y está a punto de caer en una abismal fosa; pero por suerte no se rompe ningún hueso y su mochila queda intacta.


Finalmente llega al bosque del sudeste. Una inmensa extensión de hielo recubierto de nieve. Y, por todos lados y a la misma distancia unas de otras, gruesas y altas columnas cuyas partes superiores, siempre cubiertas de nieve, se doblan unánimemente hacia el mismo lado. Son muy extrañas, muy fálicas, no parecen naturales. La primera vez que se acercó a una de ellas, hubo una leve vibración, parecía que hubiese detectado su presencia.


 No sabe qué son y nunca le interesó, el bosque no se mete con él, él no se mete con el bosque; regla número uno de la supervivencia.


Las columnas están muy separadas y él no quiere acercarse a ellas, así que es difícil avanzar escondiéndose; además, como todas las columnas son iguales y la ventisca permanente borra las pisadas, si no se tiene una brújula uno puede terminar perdiéndose. Es imposible guiarse por el ambiente. Y el sistema de guía de los anteojos no sirve aquí.


Después de un par de horas de avance ve, a lo lejos, el objeto de su búsqueda.


Se agita.


Las manos le tiemblan.


La infusión lo tranquiliza una vez más.


Se pone los anteojos mágicos y mira: los paracaídas rojos están atados a una esfera de metal blanca y, a unos metros de ella, hay una carpa de supervivencia.


Entra en pánico, casi no puede sorber la infusión. Él había robado una de esas esferas de sus enemigos, los korck, y con ella había llegado allí.


¡Así que lo han encontrado! Tal vez la esfera en la que llegó hacía años tuviese un rastreador.


No puede parar de temblar.


Él no había tenido tanta suerte, sus paracaídas no se abrieron en su totalidad y se estrelló, la esfera quedó destruida pero él no sufrió ni un rasguño; toda rota fue fácil enterrarla. Pero, obviamente, el rastreador debió seguir funcionando.


La infusión lo calma; después de tomar, tomar y tomar, ya casi no le queda nada.


Lo buscarían y lo matarían, pero no se los haría fácil; él era un combatiente y ellos apenas milicianos.


Una voz lo sobresaltó.


—¡Padre!


—¡Quietos, korcks, no se muevan!


—Padre, ¿qué te sucede? Soy Kartsin. Vinimos a buscarte, ¡por fin te encontramos!


—Yo no soy tu padre. Te han transformado bien, pero no vas a engañarme, korck.


Con lágrimas en los ojos, la korck le contesta:


—Padre, ¿qué te sucede? Ya no quedan humanos, los hemos exterminado, ¡venimos a llevarte a casa! Allí te repondrás y estarás bien.


Mientras su compañero la consuela se queda mirándolos.


Luego de un rato le contesta:


—¡Hija!


Ella corre hacia él y ambos se abrazan llorando.


Durante el regreso está muy tenso y siempre alerta, ya no tiene más infusión para tomar.


En el camino, Kartsin le habla de la “familia”, de lo contenta que estará su “madre” de volver a verlo, de que por fin ella podrá “casarse” con el korck que la acompaña —un héroe de guerra—, y también le confía, entre sollozos, que por fin está superando las violaciones que padeció durante la invasión de los humanos.


Ya en el RO-L-KON 97, los korcks se asean y se sientan a cenar con su anfitrión. Es una cena sencillamente preparada, pero sabrosa y abundante. Después de tres horas de charla, y ya cansados, todos se van a dormir.


Dos horas después de haberse acostado, se levanta, toma su cuchillo de debajo de la almohada y degüella al korck macho. La joven no se ha despertado y él se queda un rato mirándola: al parecer le habían quitado todo el pelaje corporal, dejándole solo el de la cabeza, pero su piel no había quedado lo suficientemente lisa. Incluso por momentos juraría que casi podía ver su característica pelambre.


Humana… Korck… la imagen cambia frente a sus ojos.


Con un rápido movimiento la toma del pelo y la saca de la cama.


A los gritos, ella trata de resistirse: “¡Padre!, ¿qué haces?, ¡padre!”, pero no consigue nada.


La ata a los barrotes de la ventana del RO-L-KON 97 y le golpea la espalda con su cinturón. Hace esto por varios días, quiere que le diga si hay más korcks buscándolo, y cómo es que lo han encontrado. Ella trata de convencerlo de que es su hija, pero él no la escucha.


La infusión lo ayuda a estar sereno y a mantenerse con la cabeza fría.


Aparentemente ha logrado que el sistema de camuflaje de la korck falle y, por momentos, la espalda de esta se encuentra llena de sangre gris chorreada, pegándole el pelo a las heridas abiertas; mientras que, por otros, ve manar sangre roja sobre una superficie lampiña.


Después de varios días de golpearla, la korck, ya muy débil, sólo puede balbucearle: “Padre, tú eres un korck”.


Viendo que por su estado ya no podría seguir intentando sacarle información, decide que lleva mucho tiempo sin estar con una hembra, y que una korck le vendría tan bien como cualquier otra cosa. Después de todo, aquello era lo que los humanos como él habían hecho al invadir el planeta de los korcks.


La debilidad de la hembra le permite manejarla como un títere, así que le apoya el torso sobre la mesa, la toma del pelo y la sodomiza.


Hace con ella lo que quiere durante varios días más. Ya no le importa lo que le diga, solo humillarla.


Finalmente es tan violento que termina rompiéndole el cuello.


La arroja al piso.


Arrastrándola hacia afuera, deja su cadáver junto a los huesos de su devorado amigo. Las alimañas del planeta los comerán a los dos por completo, y no lo molestarán a él por un tiempo.


Viendo los huesos del macho, reconoce la anatomía korck. Y sonríe.


Su peluda mano derecha toma un puñado de nieve del suelo, sus siete dedos cubiertos de pelo lo frotan buscando ablandarlo, lo introduce en una abertura de la mochila y cierra la tapa. Un leve pitido le dice que esa nieve se está calentando y derritiendo, antes de que llegue a la temperatura justa le quedan pocos minutos para introducir los granos azules y que se muelan.