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Pececillos de plata

Pérez Gil, Alicia

 

 

 

 

—Así que –dijo el niño—necesitas que te pegue una hoja.

—Sí, justo encima de donde debería estar la oreja, por favor.

—Es que no veo nada.

 

El montón de papeles apilados con forma de hombre que hacía guardia frente a la librería se estremeció. Conseguir que le prestasen atención se había convertido en un calvario. Los adultos se reían, miraban hacia el cielo como si su voz les llegase de las nubes y mencionaban cámaras ocultas. Los niños, enseñados a no hablar con extraños,  se escabullían también. Sólo unos pocos se detenían pensando que se trataba de una estatua callejera. Como en realidad no podía moverse y estaba en la calle, la comparación no le desagradaba.

 

—Están ahí. No les gusta la luz, por eso se esconden. Necesito que tapes el agujero o esta noche saldrán y habrá un desastre. Mientras sigan alimentándose de mí, estaré a salvo. Y los libros también.

—Eso ya me lo has dicho –contestó el muchacho—pero no puedo creerte si no me das alguna prueba. Tengo que ver que eres hueco de verdad y que esos bichos del papel viven dentro de ti. Si no, no lo haré.

—Pero si te muestro lo que hay bajo el papel ya no necesitaré  que me hagas el favor que te pido. Huirán hacia dentro y yo desapareceré.

—Ocurrirá de todas formas si no me lo enseñas ¿no? Esta noche, cuando el viejo te recoja, saldrán por tu oído y verán los libros, se comerán las novelas y tú…

 

El chico tenía razón. Al montón de papel no le quedaba más alternativa que mostrar a los insectos que su interior ya no era seguro o dejar que lo descubrieran por sí mismos. 

 

—Está bien —concedió—. Destapa una mejilla. Ahí no tienen donde esconderse.

 

El chaval  se acercó con cuidado. Tenía tanta curiosidad que ni se dio cuenta de que estiraba el brazo en el que sostenía el juguete que acababa de comprar.

 

—¿Se puede saber qué haces? ¿Es que no sabes leer? ¡No tocar! ¡Pone no tocar!

 

El crío salió corriendo mientras el dueño de la tienda examinaba al muñeco. La verdad es que ofrecía un aspecto lamentable. Se rascó la calva por debajo de la gorra y tomó una decisión definitiva. Desapareció en el interior de la tienda para reaparecer armado con una gran bolsa de plástico negro. Rodeó la escultura, examinándola con ojo atento. Descubrió el agujero del oído y lo tapó con la última página emborronada que había descartado de su novela.

 

—Al fin y al cabo, si no fuera por ti, terminaría hablando solo.

 

El montón de papel con forma de hombre sentado suspiró mientras los pececillos de plata, que ya no saldrían de su oscuro y cómodo interior, se multiplicaban ajenos al festín que podrían haberse dado esa misma noche.

 

 

 

La foto pertenece a Juan Albarran.

 Alicia Pérez Gil escribe desde los doce años. Ha colaborado en varias antologías con temáticas relativas al horror y publicado un libro de relatos, Inquilinos,  y una novela corta, Deabru, también dentro del género de terror; aunque se mueve con comodidad en la novela juvenil y el drama.

 

Juan Albarran

Dibujante de profesión, fotógrafo aficionado y amante de la street photography. Su principal pasión es contar historias utilizando cualquier medio al que tenga acceso, ya sean comics, fotografía, audio o video. Actualmente vive en Terrassa, provincia de Barcelona.