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Presunto, presunto asesino

Ramos, Josué

Cada vez que entraba en una de aquellas tiendas perdía la noción del tiempo por completo. Es que hay tanta inspiración, tanto material, tanto cómic… que nunca podía irme sin comprar alguna cosa. A veces, alguna locura de la que no tardaba en arrepentirme.

La última fue un muñeco a escala real del Capitán Haddock. Casi me costó el límite de la tarjeta de crédito, pero me pareció que merecía la pena. Era muy delicado, así que el tío de la tienda y yo lo envolvimos con cuidado entre papel de estraza, periódicos viejos y bolsas de basura. Como estaba lloviendo a mares, me ofreció dejarlo guardado en el almacén para que volviese a buscarlo al día siguiente si ya no llovía, pero no quise dejarlo allí, ahogándose bajo tanto envoltorio. Por un momento me imaginé al capitán lanzando sus sonadas maldiciones y compartí la broma con el encargado para decirle que prefería llevarlo a casa cuanto antes. Quería buscarle un hueco aquella misma noche, aunque tuviese que dormir en el cajón de arena del gato para dejarle sitio en mi cama.

Subí las solapas de la gabardina para abrigarme lo máximo posible y salí a la calle como pude aguantando la puerta abierta con mi propio cuerpo y sujetando al capitán por la cintura, mientras me despedía del tipo de la tienda.
No tenía coche, y no estaba cerca de casa, así que me fui caminando rápido y tratando de proteger al capitán de la lluvia. A un par de manzanas, como antes o después tendría que tomar un desvío a la derecha, decidí meterme por un callejón que sólo utilizaban las traseras de los negocios para sacar la basura. Carecía totalmente de iluminación, así que no vi una bolsa de basura que me hizo caer de bruces sobre el capitán con un enorme estruendo. Me levanté maldiciendo todo lo que no podía hacerlo él, envuelto en aquel capullo que le habíamos confeccionado, y traté de levantarlo de nuevo.

De repente, un grito a mis espaldas me heló la sangre. Miré en dirección a la pequeña ventana que el callejón dejaba y me topé con el rostro desencajado y horrorizado de una mujer parada bajo la lluvia, mirándome y convocando a todos los transeúntes de la transitada calle para presenciar el espectáculo. Uno de ellos llamó a un agente de policía que pasaba por allí para, como él dijo, «pillarme con las manos en la masa».

El policía vino con su compañero y, ante mi sorpresa, los dos se me echaron encima. Mientras uno notificaba por radio uno de esos códigos que sólo ellos conocen, el otro sacaba las esposas para llevarme preso. «Queda detenido», dijo, «por presunto asesinato».
Para colmo, tuvieron que llevarme hasta su coche haciéndome pasar por delante de toda aquella gente, que me miraba y me increpaba horrorizada. «¡Presunto asesino!», gritaban, «¡presunto asesino, a la cárcel!»

La presunción de culpabilidad me ayudó a mantener la calma. Además, si pedían que me encerraran, se referían a prisión preventiva. Me increpaban, pero al menos lo hacían con respeto, sólo por si acaso y ejerciendo un derecho fundamental.

Pasé toda la noche y parte del día siguiente en el calabozo, esperando que todo se aclarase, hasta que un agente de policía me llevó a una sala de interrogatorios con una carpeta bajo el brazo.

—Dígame —comenzó—. ¿Qué hacía usted en aquel callejón?
—Estaba pillando un atajo y…
—¿Quiere decir que estaba acelerando el proceso? ¿El seguro de vida del muerto estaba a su nombre?
—No. Me refiero a un atajo para ir a casa.
—¿Es usted un okupa, entonces? ¿Iba a robarle la casa?
—¡No! ¡Le hablo en sentido literal!
—No hace falta que se enfade, caballero. Nadie le ha acusado todavía de nada.
—Pero está poniendo palabras en mi boca.
—Está bien, como quiera. Hable libremente.
—Es lo que intento —traté de calmarme, y continué—. Estaba yendo por aquel atajo para ir a casa y tropecé con una bolsa de basura. Me caí al suelo sobre el muñeco, y trataba de…
—¿Muñeco?
—Sí, el muñeco que esa señora histérica tomó por un cadáver.
—Aquí nadie ha mencionado ningún cadáver.
—Entonces, ¿por qué estoy aquí?
—Por el cuerpo que tenemos en la morgue, evidentemente. Pero el que lo ha mencionado ha sido usted.
—¿Cuerpo? ¿Se refiere al paquete que yo llevaba…?
—Ahora empezamos a entendernos —entonces sacó una libreta y comenzó a escribir—. Al fin confiesa la autoría del crimen. Dígame, ¿pensaba dejarlo allí para que se lo llevase el camión de la basura?
—No. Yo no he dicho nada de eso. Lo que pretendo decir es que el paquete era un muñeco.
—¿Un muñeco?
—Sí, que no era real. Era falso.
—¿Acaso cometió usted el crimen bajo los efectos de algún tipo de alucinógeno o psicotrópico? Eso podría reducir notablemente su condena.
—No. Pretendo decir que era realmente un muñeco. Acababa de comprarlo a dos manzanas de allí, en una tienda de comics.
—¿Alguien puede corroborar esa historia?
—El dueño.
—¿Trabaja usted para él?
—Yo no he dicho eso. He dicho que él es el dueño.
—Claro, el dueño de usted.
—¡No! ¡De la tienda!
—Ah, bien. Entonces, hablaremos con él. Pero le aviso de que los informes del forense no parecen ser nada alentadores para usted.
—¿Y qué dicen?
—Bueno. Todavía no se ha hallado la causa de la muerte, aun es pronto para saberlo pero, en un principio, se crea que ha sido asfixiado. Su problema ahora es que, aunque usted trató de ocultar su identidad, no nos será difícil averiguar quién es.
—¿Yo?
—No. El cadáver.
—¡No es un cadáver! ¡Es un muñeco!
—Vaya, se sigue disociando usted de la realidad —y lo anotó en su estúpida libreta—. Habrá que llamar al psicólogo. Quizá le ayude a reducir la condena.
—Le digo que no era una persona, no estaba vivo. Solamente lo compré y me lo llevé a casa.
—¿Y por qué le borró las huellas dactilares?
—¿Las huellas…? ¡Yo no las borré!
—¿Acaso las tenía cuando usted cargaba con él?
—Pues claro que no. No me paré a mirarle los dedos, pero no creo que llegue a ese nivel de detallismo.
—Entonces, es porque se las borró usted.
—¡No! ¡Yo no maté a nadie! ¡Lo compré así! ¡Él me lo vendió!
—El hombre de la tienda, ¿no?
—Sí.
—Insinúa que fue él quien lo mató…
—No. Sólo digo que me lo vendió él.

El policía se paró a mirar en el interior de la carpeta, como buscando algo que ya había leído.

—¿Qué busca? ¿Qué quiere saber?
—Me pareció leer que es usted estudiante de medicina, ¿verdad?
—Sí, ¿por qué?
—Y saca muy buenas notas…
—Sí.
—¿Estudia usted por su cuenta para lograr unas notas tan altas?
—Sí, siempre que puedo.
—¡Ajá! Y supongo que eso incluye comprar cadáveres a su amigo de la tienda, ¿no?
—¡No!
—No lo pillaré por asesinato, pero le aseguro que le caerá una buena temporada a la sombra por profanación de cadáveres.
»Diga, ¿cuánto tiempo llevan haciéndolo? ¿Cuántos más hay? Porque… habrá más, ¿no?
—No sé de qué me habla. No entiendo nada…
—¿Cuántos años lleva estudiando medicina?
—Tres.
—¿Tres? —se mostró realmente horrorizado y volvió a su libreta—. Tres años matando gente… ¡Dios mío!
—Pero si yo no…

De repente, le sonó el móvil y respondió a la llamada sin más. Parecía tener algo que ver con la investigación.

—Era el forense —dijo, después de colgar—. Dice que el cuerpo ha sido tratado de algún modo que desconoce con el objetivo de dejarlo petrificado y conservado, como si se tratase de una momia. ¿Quería usted guardarse este como trofeo?
—Claro, pero era por…
—Además, dijo que al abrirlo no encontró nada. Ni órganos vitales, ni huesos, nada. «Lo más espantoso que he visto en mi vida», dijo. ¡Está totalmente hecho papilla! ¿Se puede saber qué le han hecho al pobre hombre?
—¡Nada! Yo no le he hecho nada.
—¿Le suena el apellido Haddock? —me espetó de repente.
—Sí. Es él, el capit…
—¡Entonces, lo conocía!

Golpeó sobre la mesa y me sobresaltó de tal modo que me derrumbé totalmente. Me encontré de repente en un callejón infinitamente peor que aquel en el que casi me había abierto la cabeza.

—No diré nada más. Quiero un abogado, por favor —respondí cansado.
—Me lo suponía. Le doy cuarenta y ocho horas para pensárselo mejor. Entretanto, hablaré con su amigo de la tienda, a ver qué dice él…
—¿Podría hacer una llamada?
—¿A quién?
—A mi mujer.
—No. Ya la llamamos nosotros. ¿Quiere darle algún recado?
—Que venga. Sólo eso.

Pasé otras cuarenta y ocho horas en el calabozo, esperando. Mi mujer no apareció. El policía que prometió llamarla no apareció. Sólo vino el abogado para decirme que debía aceptar un acuerdo. Todo apuntaba en mi contra, lo tenía muy crudo, etc. Le grité lo más alto que pude que me defendería a mí mismo ante quien fuese. Me enfadé tanto con él que los policías entraron en la celda para reducirme con descargas eléctricas. Todos me miraban como si fuese una bestia enjaulada. Me miraban… como a un asesino. No, más bien como a un presunto asesino. Eso es, como a un presunto asesino. Estaba en prisión preventiva, y me miraban así sólo por si acaso. Como ciudadanos libres, están en su derecho a ejercer su libertad de expresión, pero no me pueden condenar sin tener pruebas.
Uno de ellos era el mismo policía que me había interrogado.

—Usted… ¿Llamó usted a mi mujer?
—Sí, el otro día. Dice que no quiere venir.
—¿Qué? ¿Por qué?
—No quiere verle. Me dijo que no podría mirarle a la cara sabiendo lo que la prensa cuenta de usted.
Me quedé helado. Mi propia mujer. Mi esposa, no quería verme.
—¿Y el tío de la tienda?
—No sabe nada.
—¿No lo han detenido?
—No hay motivos para detenerle. Debe de tener una muy buena tapadera, y mucho mejor que la suya; lo que significa que toda la culpa recaerá en usted.
—¿Y qué puedo hacer?
—Confiese ahora. Dígame qué proceso químico le aplicó a ese hombre.
—No puedo.
—Entonces, creo que no habrá más remedio que juzgarlo y encerrarlo.
—¡Pero si era un muñeco!


El policía se alejó de mí, y se marchó, con una expresión que jamás olvidaré. Me culpaba, al tiempo que sentía compasión. Me miraba como se mira a un asesino. Pero también como se mira a un loco que no sabe lo que hace, que ha perdido su contacto con el mundo real.
Empecé entonces a tener pesadillas, a sentirme encerrado de por vida, a plantearme seriamente que aquel muñeco fuese de verdad un cadáver... Pero, ¿el capitán Haddock? Sea como sea, es un personaje de ficción. ¡Era un muñeco, por Dios!

Han pasado demasiados años desde aquello. Nunca lograré rehabilitarme. Y nunca lograrán descubrir lo que le pasó al cadáver, tal como nunca darán con su identidad. Lo máximo que alcanzaron a saber fue que una etiqueta lo identificaba como el capitán Haddock, nada más. Pero nunca descubrieron quién era ese tal Haddock.
Así que me consuela saber que, aun entre las paredes de este sanatorio mental, sigo manteniendo el título de presunto… presunto asesino.
 

 

Josué Ramos (Ferrol, 1987) Escribe desde los 16 años, pero centrado ante todo en el fantástico. Tras las dos primeras La última conspiración, novela pulp; y Ecos de voces lejanas, de corte Steampunk), actualmente prepara su tercera novela y el segundo volumen de la colección de antologías Ácronos. Antología steampunk, que coordina en la editorial Tyrannosaurus Books.
Además es escritor habitual en la revista retrofuturista El Investigador ( http://el-investigador-magazine.blogspot.com.es/ ).