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Taijitu

Mira de Echeverría, Teresa P.

El mar era de un celeste irreal, demasiado claro, casi fosforescente; como si se iluminase por sí mismo y no por esos dos soles que combinaban sus enfermos brillos sobre el planeta.

La luz era una mezcla equitativa de verde ominoso y sepia resplandeciente. Esto hacía que el aire, que el espacio mismo entre las cosas, tomase entidad y protagonismo, opacando y distorsionando todo cuerpo.

El resultado era un paisaje que mareaba, saturado de tonos en controversia que jamás se fusionaban. Todo se teñía de tonalidades de verde musgo y ocre en una proporción tal, que parecían competir ante mi vista. Una falsa tridimensión hecha de color, me obligaba a ser muy cuidadosa en cada paso que daba —realmente no sé, ni puedo imaginarme, cómo vería él esta atmósfera; lo cierto es que su paso permanecía seguro y decidido, y si no fuese por él, hubiera sucumbido ante el vértigo y la náusea—.

Pero más allá de la incomodidad y lo perturbador de la falta casi total de sonidos, había una belleza sobrenatural en ese sitio.

Los árboles, absolutamente quietos, dejaban colgar sus largas hojas idénticas a manojos de algas mojadas, chorreando la misma sustancia babosa que constituía todo el océano. Ésta se encharcaba a sus pies, destellando con un celeste cristalino que contrastaba con la “pastosidad” del ambiente.

El “agua” de ese mar era tan viscosa, que el oleaje se demoraba irrealmente en desplazarse y romper contra la costa; y cuando finalmente lamía la playa, suscitaba ese efecto como de baño de saliva.

Lo asombroso es que ese líquido era agua, simple y pura agua ligeramente gelificada —él decía: “con su densidad incrementada”—.

Cuando estábamos tendidos en la arena y las olas nos bañaban, el efecto era intoxicante: a la repugnancia inicial e instintiva, le seguía un alborozo casi infantil cuando el calor de mi cuerpo la licuaba o el frío del suyo la aglutinaba aún más —aunque, claro está, él lo percibía en términos de captación eléctrica—.

El planeta era R0Y0/2076. Y digo era porque ya no existe como tal sino bajo una nueva epifanía: la R0Y0/2078.

Los planetas epifánicos son la especialidad del Dr. Zéphire. Después de todo, él los descubrió. Y estábamos allí porque la fase lumínica de éste en particular, iba a cambiar, o sea, que ese mundo estaba a punto de desaparecer.

El Dr. Zéphire se había tomado sus buenos setecientos años para estudiar algunos de los más increíbles sistemas de manifestación, a lo largo de su vida, y ahora esperaba validar sus teorías en R0Y0/2076.

Mi papel allí era menos claro, al menos para mí.

Obviamente era la ayudante del doctor, una estudiante de postgrado en mecánica epifánica que se había ganado ese puesto gracias a un promedio de 9.998 dolorosamente construido a base de todo tipo de privaciones, y que ahora estaba poniendo en duda todo por lo que había desperdiciado los treinta y dos años de su vida.

Desde que llegamos, completamente solos a ese rincón de la galaxia, no había hecho otra cosa que cuestionarme todo, absolutamente todo. Y si bien, filosóficamente, esa era una magnífica manera de pasar el tiempo; un físico estelar necesita algo más concreto para lidiar con la cuestión existencial: un analista, un amigo, una botella de vodka.

En la universidad jamás pensaron que necesitaríamos bebidas alcohólicas o que fuéramos a tener esas dudas, y con el doctor no podía hablar de esas cosas. No sólo porque era mi superior o porque la tesis pendía de un hilo sostenido de la punta de sus dedos; sino por su naturaleza totalmente desprovista de e impermeable a ese tipo de crisis existenciales.

Además estaba la otra cuestión: yo lo amaba.



Estaba silbando, por cuarta hora consecutiva, el rondó de Les sauvages y mis nervios comenzaban a resentir tanto clasicismo del siglo XVIII —después de todo el rondó en cuestión sólo dura unos cuatro minutos—. Para colmo, tenía la costumbre de hacer sonar como un clavicordio las junturas metálicas de su chasis, mientras lo hacía.

Yo sabía que, de todos modos, si llegaba a comentarle algo, él simplemente me pediría disculpas por “lesionar mi calidad mental” y arremetería con algo peor, como Castor y Póllux.

No digo que no me guste esa música, con el tiempo he llegado a amarla tanto como a él, pero cuatro horas era demasiado.

Mis nervios habían alcanzado un estado tan deplorable que, con tal que dejase de silbar, le comenté:

—¿Esta es una lectura regular esperable, doctor?

Me miró con sus alargados ojos plateados como intentando procesar aquello —¡Dioses, aquellos ojos habían visto tanto: estrellas volverse supernova, las guerras de la liberación mecánica, la caída de la Tierra!—. Luego sonrió con esos dientes negros y completamente innecesarios pero bellísimos, y respondió:

—La he estado molestando con mi música, ¿no es así, Úna? De otro modo no se entiende que haga una pregunta tan estúpida.

Me quedé estupefacta. No, no ofendida, sino tiesa: ¡él había dicho mi nombre! Ni “licenciada Byrne”, ni nada de eso, sino mi nombre. Y el gaélico jamás había sonado más bello que en esa voz metálica y con entonaciones forzadas.

—Deberá perdonarme, pero ya lo ve, Rameau es mi compositor preferido, todo mi nombre lo saqué de él. Hasta creo haber peleado algunas batallas al son de sus acordes. Ahora, ya viejo, creo que mis circuitos no pueden filtrar mi inconsciente como antes.

¿Viejo? Por los dioses, él nunca envejecería. Y aún si los materiales con los que estaba hecho su cuerpo humanoide se deteriorasen, siempre podría reemplazarlos. Los robots no tienen fecha de caducidad —bueno, los humanos tampoco, ya—. Lo único que revelaba su antigüedad era ese cierto protocolo caballeresco que empleaba al hablar con sus subalternos biológicos.

—¿Inconsciente, doctor?

—Somnio ergo sum.

Desempolvé mi latín lo más rápido que mi implante de extensión de memoria me permitía y contesté azorada:

—¿Usted sueña? ¿Y con qué?

Inclinó hacia un lado su enorme cabeza achatada y oblonga, y el bronce adquirió destellos mágicos en la peculiar luminosidad del planeta.

—Últimamente, contigo.

Yo sabía que el celebérrimo Jean-Philippe Zéphire había tenido cientos de amantes y varios consortes en estos setecientos años: robóticos, intangibles-descorporizados, cagerianas, trídricaes y hasta algunos humanos, pero jamás pensé que él me hubiera visto a mí...

—Y creo que es porque no estamos avanzando lo suficientemente rápido, ¿no lo cree así, Úna? Deberá esforzarse un poco más si quiere ser más eficiente, mi niña.

...de esa manera.

Fue como si el mundo se derrumbase sobre mi cabeza.

Sentía una mezcla de tristeza y furia para conmigo misma por hacerme ilusiones tontas con una de las mentes más brillantes de la historia, por humillarme ante mí misma con esas ilusiones y por no poder dejar de tenerlas ni siquiera ahora.

Me quedé mirándolo mientras me daba la espalda y volvía a recoger datos.

Su espina dorsal externa, semejante a un inmenso parásito que iba desde la base de su cráneo hasta su cintura, extrudía un nudo por vértebra. Allí se insertaban los cilios de prospección que se extendían como tentáculos larguísimos en todas direcciones: hacia lo profundo del mar, hacia la alta atmósfera, bajo tierra cientos y cientos de metros. No podía creer la fuerza que necesitaba para soportar las distintas corrientes, vientos y tensiones que tironeaban de su alto y masivo cuerpo; y, al mismo tiempo, me fascinaba esa mente que era capaz de ver todos esos lugares, de estar con el cien por ciento de su atención allí, en cada uno de ellos a la vez, con absoluta parsimonia.

Suspiré sonoramente.

Él se rió por lo bajo, con la guturalidad que reservaba para sus sarcasmos y sus pensamientos más profundos.

Esta vez no me hice esperanzas respecto de cuál categoría se aplicaba a la presente situación.

Al poco tiempo de trabajar en silencio, sin poder concentrarme más que en los intrincados laberintos de los mecanismos de sus fuertes brazos y las bruñidas placas de su amplia espalda, la rítmica y rápida sucesión de sonidos del rondó regresó.

Fue mi turno de reír en voz baja.

Su enorme cabeza giró casi 180 grados y con una exquisita voz de bajo barítono entonó:

—Forêt paisibles, forêt paisibles, jamais un vain désir ne trouble ici nos coeurs. S'ils sont sensibles, s'ils sont sensibles, Fortune, ce n'est pas au prix de tes faveurs.

Me reí con verdaderas ganas. Aunque no sabía quiénes eran “los salvajes” de la ópera aquí. Tal vez lo éramos nosotros.

—Amén —exclamé feliz.

Veía aquello como un buen augurio. Y, en cierto sentido, lo fue.

Con un movimiento elegante, recogió las sondas-cilio que estaban en lo profundo de la tierra mientras se me acercaba, todavía unido al cielo y al océano.

Hizo una ampulosa reverencia y extendió su mano hacia mí:

—Voulez-vous danser?

Ni siquiera pude responder, cuando me encontré suspendida varios centímetros en el aire, sostenida por sus brazos en una parodia de danza. Con sus dos metros de altura aquello era inevitable.

Reímos mucho esa tarde y, aunque sabía que su mente podía hacer muchas cosas a la vez y era obvio que continuaba monitoreando las lecturas de las sondas-cilio; por unos minutos me sentí el centro de su universo. Y eso fue suficiente para mí.



El planeta oscilaba en su presente epifanía. Perdía contorno y se rehacía nuevamente por períodos cada vez más prolongados. Los árboles-algas, el océano, hasta el aire sufrían estas oscilaciones, pero aún se aferraban a esta manifestación. Yo temía que no sobreviviesen a la próxima epifanía, pero el doctor estaba seguro que sí, que lo harían —en realidad ese era el eje de su teoría—. Mientras tanto, los soles parecían sentir el reflujo y se hallaban en plena interfase lumínica.

—Si el próximo universo nos intercepta en el momento en que yo creo, ni siquiera nos afectará. R0-Y0 es un sistema binario muy pequeño como para variar considerablemente. Y la masa de R0Y0/2076 ciertamente es despreciable respecto de ellos.

Asentí en silencio mientras continuaba con mi organización de los datos. Era tarde y estábamos dentro de la tienda que compartíamos durante las breves noches del planeta. Yo necesitaba máquinas, computadoras y otros artilugios para poder realizar mi tarea, y además necesitaba dormir. Él no necesitaba ninguna de esas cosas. Según me había dicho dormía por placer, simplemente para poder soñar. Yo estaba rendida y eso afectaba mi legendario estoicismo.

—¿Qué pasa si en la próxima epifanía hay fauna y no sólo vida vegetal como en esta? ¿Y si la atmósfera es diferente?

—He calculado que las variaciones serán ínfimas.

—Lo que para usted es ínfimo, doctor Zéphire, para mí puede ser mortal.

Zéphire alzó su bruñida cabeza achatada y enfocó sus dos pares de ojos en mí. No sólo los sobrecogedores plateados y elípticos, sino el segundo par iridiscente, dos pequeños círculos que se aglutinaban donde debería estar el puente de su inexistente nariz, y que a veces utilizaba para escudriñar.

Me sentí invadida, incómoda y terriblemente excitada.

—Úna, no le sucederá nada. Tiene mi palabra. Si es necesario yo mismo la reimplantaré en uno de los cuerpos de emergencia que están depositados en la nave.

Cambiar de cuerpo no estaba en mis planes y él lo notó en mi demasiado expresivo rostro.

—Tranquila —insistió—, tendrá ojos verdes y cabello en algún tono entre los 5.850 y los 6.200 angstroms, como usted: una verdadera celta.

Si eso había sido un intento de alivianar la tensión del ambiente, yo no lo advertí.

Dejó lo que estaba haciendo, lo cual significaba colocar en trabajo hibernante una parte de su cerebro, y me tomó ambas manos dentro de una de las suyas. Los circuitos, palancas y tendones metálicos estaban a la vista; sólo la palma tenía un suave empavonado y una oleosidad particular, casi cálida.

Yo me quedé esperando que intentara calmarme o que me reasegurase, mediante cálculos y evidencia concreta, que nada malo sucedería durante la hipóstasis de la nueva epifanía planetaria; pero no hizo nada de eso. Simplemente tomó mis manos en la suya y permaneció en silencio, mirándome.

Mi mente me gritaba que debía hacer o decir algo, pero estaba tan a gusto, tan sensualmente tranquila, que sólo permanecí quieta, disfrutando. Los reguladores de su cuerpo zumbaban casi imperceptiblemente y algún que otro chasquido metálico de sus mecanismos internos interrumpía armónicamente, aquí y allá, la monotonía de ese sedativo ruido de fondo. Pensé en qué hermoso sería dormir cada noche junto a estos magníficos sonidos. En lo segura que me sentía en ese momento, junto a él.

Lentamente entré en un sopor benévolo.

Sé que dije algo. Algo que no recuerdo y que seguramente no debí decir, llevada por el embelezo del momento. Pero al hacerlo, percibí una vibración eléctrica en esa mano metálica que me erizó toda la piel.

No estaba del todo lúcida, pero lo sentí abrazándome, envolviéndome en su enorme cuerpo de metal como una coraza infranqueable.

Me quedé dormida de ese modo.



—La tensión hipostática crece, pero todavía no es crítica. La luminosidad epifánica del planeta está fluctuando dentro de los parámetros establecidos: más/menos 18 G.O.A./llm.

—¡Bien! —respondió animado—, todo dentro de lo esperable. Todo como debe ser.

Tenía las piernas metidas en la viscosa agua del mar. El metal le brillaba antinaturalmente allí donde ésta lo mojaba.

Las gotas caían lentas por las varillas, marcos y palancas; ora bronce pulido, ora ámbar resinoso, según la luz de los soles incidiera sobre él.

Y entre medio de los circuitos y mecanismos, la oscuridad que protegía un interior tan fabuloso como el planeta en el que estábamos.

Era sabido que el doctor Jean-Philippe Zéphire, se había reconstruido a sí mismo a lo largo de su vida, aplicando sus teorías a su propio cuerpo. Volviéndose algo así como un ser hipostático en su interior, según se rumoreaba. A esta altura, no quedaba casi nada del robot de tercera generación que había sido aceptado como el primer profesor de física estelar en una universidad terrestre.

Zéphire era, prácticamente, su propia obra.

Se había hecho a sí mismo a partir de algo básico hasta llegar a ser alguien maravilloso. Y eso, justamente, es lo que lo convertía en un par de los seres humanos o de cualquier otra entidad autoconsciente del universo.

Y no sólo se había hecho a así mismo. Él era parte de los míticos siete que pelearon en los confines de la nube de Oort, durante más de cincuenta años, hasta que su dignidad de persona les fue finalmente reconocida, allá en la vieja y extinta Tierra. Por esa causa ostentaba orgullosamente su emblema honorario de Caballero de Öpik en las asambleas y en las manifestaciones revolucionarias —suele narrarme como llegó a ser Vizconde de Kuiper, aunque estoy empezando a creer que esa es otra de sus bromas entre sábanas—.

Pero su mayor reconocimiento le llegó por vía de su “Gran Teoría” —como se la denostaba envidiosamente en los círculos académicos—.

La hipóstasis es, según Zéphire, una suerte de “derrame”, algo así como un rebosamiento de ser. El término es filosófico-místico —plotiniano, diría él— y no sé por qué eligió esta terminología quasi-religiosa, pero lo cierto es que hablar en términos de mecánica hipostática es una locura peor que la de los quarks del señor Joyce en los viejos tiempos de la microfísica, con sus “sabores”, “colores” y “encantos”.

Lo que nosotros esperábamos en este planeta era la manifestación de una de esas hipóstasis interuniversales, la captación del momento en que una epifanía tetradimensional —un ser existente en este tiempo y espacio— fuese suplantada por otra, proveniente de una nueva hipóstasis o nueva formación de realidad. ¿Complejo? ¡Por los dioses que lo es!

La idea básica es que este universo junto con todos sus virtualmente infinitos universos paralelos —o, como él les dice, “todas sus potencialidades efectivas” (lo que puede ser en este universo y efectivamente es en otro paralelo)—, están contenidos en una porción de realidad o hipóstasis que es el resultado del derrame del núcleo existente original. Ese núcleo, ese Uno original, tiene tanto Ser —más bien es Ser— que se derrama en esas hipóstasis... Desde este punto de vista, las cosas que vemos y sentimos no son, propiamente hablando, sino que se manifiestan. De ahí el término epifanía: aparecer, manifestarse, brillar... Uff, bien, lo cierto es que mi amado doctor había calculado que en este sistema se estaba por dar uno de esos cambios o interfase lumínica —¿olvidé decir que las hipóstasis no son unidades cerradas y se interpenetran unas con otras? Bueno, es así—.

A decir verdad, todo sonaba tan exótico que podían resultar en dos cosas: la nueva teoría del todo que la física buscaba, o una locura pseudomística sin ton ni son.

¿Por qué me había dedicado a esto? Simple: dos motivos.

Uno: no me satisfacía ninguna otra teoría establecida —ni el Big Bang, ni la cuántica, ni las teorías de cuerdas, ni las correcciones exteriores, ni el renacimiento newtoniano, ni el Little Pin, ni ninguna otra—.

Y, dos: estaba absolutamente embobada por el Dr. Zéphire —claro que no era la única—.

Así que no sabía qué tanto era convencimiento científico, racional y “serio”; y qué tanto provenía de mi loco corazón, idealizando a un ser que, de por sí, ya era un titán de la historia galáctica.

Yo había luchado denodadamente para lograr este puesto. Horas de estudio, años de intentar formular algo coherentemente original y valioso. Y los interminables concursos y papers y clases y debates y defensas... Hasta que él me eligió entre ciento cincuenta mil aspirantes.

Eso ya era tocar el empíreo con las manos.

Por un mes entero me sentí en las nubes, feliz, elegida.

Luego lo conocí en persona y caí. Y el golpe dolió. Ninguna de mis credenciales valían nada junto a él, y él se encargó de que lo supiese de inmediato. Era como volver a foja cero: aprender desde la base, todo de nuevo. Zéphire era tan brillante que para poder captar algo de lo que me pedía o comentaba, debí resignarme a dejar a un lado todo lo que creía conocer, y recomprender la ciencia, el mundo y a mí misma desde una perspectiva tan nueva que, por momentos, me enfermaba de vértigo.

Y cuanto más me rehacía a su lado, más y más me enamoraba de él.

Ahora estábamos aquí, en R0Y0/2076, a punto de probar sin sombra de dudas que la teoría de mi mentor era correcta. A punto, en definitiva, de hacer historia por enésima vez. Y yo sólo podía soñar con sus brazos alrededor de mi cintura y el gusto que esa boca de metal tendría.

¡Bravo, Úna, eso es sacarle jugo a toda una vida de esfuerzo y sacrificio!

¿Y por qué no? ¿Acaso qué esperaba, qué había esperado toda mi vida? ¿Besar papers, conversar en la madrugada con los tomos de mi tesis, hacer el amor con el título? La satisfacción que buscaba no era solamente intelectual porque, sencillamente, yo no era sólo intelecto. Yo era más. Mucho más.

Los sentimientos son tan válidos como cualquier otra facultad de mi ser, y son vitales. Y no me importa si tengo o no alma, espíritu o creación psicológica de compensación; si no satisfago esa parte de mí: ¡no soy feliz!

Y aunque parezca estúpido, la felicidad es algo que, a pesar de los milenios de evolución, nuestra especie todavía sigue necesitando de forma esencial. Aunque más no sea como un horizonte que perseguir.

—¡Yo soy más! —dije en voz alta —¡Mucho más!

Zéphire giró su cintura y preguntó alerta:

—¿A qué se refiere, Úna?

Yo no lo escuchaba, estaba extasiada en mi descubrimiento: ¡quería vivir! No sólo prepararme para. Quería dejar de esperar, que el presente ya no fuese una eterna antesala de algo formidable que jamás llegaba:

—Y si la felicidad es una quimera, ¡elijo buscarla! Yo elijo hacerlo. Mi elección. ¡Mi vida!

El doctor comenzó a acercárseme.

—Byrne, salimos de la interfase lumínica y entramos a la profase hipostática. La necesito atenta, ¿me entiende, Byrne?

Claro que esto era importante. La ciencia es importante, el conocimiento es importante, ¿pero para qué? ¿Para quién? ¿Ante quién respondo? El cómo es fundamental, pero el por qué es esencial.

¡Claro que esto era importante! Pero yo sólo me tengo a mí, yo sólo me vivo a mí, esta pequeña porción de tiempo que me pertenece y soy. El universo es importante, pero yo también. Y él es lo más importante para mí.

Lo miré absorta:

—Qué estoy esperando...

Los ojos plateados enfocaron sus microfacetas en mi rostro, interrogantes. Inmediatamente los ojos iridiscentes cobraron vida: verdes, violetas, azules, danzando por su pequeña superficie de infinitos.

—La medición de la tensión metafásica, el alineamiento de las dos realidades en las constantes estelares de las binarias R0 e Y0, ¿recuerda, Byrne?

¡Por los dioses, qué hermoso era! ¡Qué hermoso es!

—No —dije.

Y lo besé.



La luz era extraña. Por momentos el sepia lo contaminaba todo: su cuerpo de bronce, mi piel mojada, la arena, las olas lentas y voluptuosas que se derramaban sobre nosotros.

Siendo un coloso de varias toneladas, su cuerpo se mecía sobre el mío con una delicadeza exquisita. Sus piernas se hundían en la arena hasta las rodillas, mientras las mías envolvían sus caderas estrechas. Él apoyaba sus manos en mis hombros y sus dedos rozaban mi cuello en un jugueteo delicioso. Su boca estaba justo entre mis pechos, besándome con besos pequeñitos y sorprendentemente cálidos.

Me había asido de los recovecos de sus brazos y disfrutaba de su vaivén cada vez más demandante. ¿Qué sentiría él? Porque yo me sentía bendecida.

Detrás de sí, las sondas-cilio se extendían laxas. Seguía unido al cielo, al mar y a la tierra de este planeta; pero su atención —lo sabía perfectamente— estaba toda puesta en mí, en nosotros.

—Estamos perdiéndonos la anafase— jadeé entre gemidos.

Sentí su risa gutural cerca de mi ombligo.

No, seguramente no lo estábamos haciendo. No él.

—¿Realmente te importa?

Su voz sonaba perfectamente controlada, pero con un chirrido extraño en la base de cada palabra.

¡Claro que no me importaba!

Entonces arremetió con fuerza, con pasión, como un salvaje.

Recordé por un segundo el rondó y sonreí en mi éxtasis.

El verde musgo había retomado su reino. Ahora, el agua celeste, teñida de un brillo titilante, discurría melosa por su espalda a medida que las olas nos bañaban, para luego acelerarse en el calor de mi piel y licuarse bajo nosotros.

Sus ojos parecían los de un insecto descomunal, las facetas eran visibles en esta luz espeluznante. Por un segundo lo vi como un monstruo sobre mí, pero el súbito temor irracional no hizo más que aumentar el placer.

Su boca se concentró en mi cuello y yo temblé sin control.

—No nos perderemos nada de esto, mi niña; pero preferiría hacerlo a perderte a ti. —Luego susurró en mi oído—: Creí que nunca te atreverías a besarme. Hace meses que espero que lo hagas.

Cerré los ojos y mordí su inmenso hombro. Él volvió blando el metal de esa sección para que yo pudiera hincar mis dientes.

Por primera vez lo oí gemir.

Los lánguidos y mojados árboles-algas, se arrastraban casi hasta la orilla, y sus hojas hundidas en el mar se mimetizaban con las sondas-cilio de Jean-Philippe.

Sentí nuevamente la cadencia de la música de Rameau en sus movimientos dentro de mí. Sin embargo todo él se mecía de ese modo: sus piernas, su cadera, su espalda, sus brazos, pero en fracciones controladas y precisas de movimientos contrapuestos. Era como si el universo me acunase y me amase al mismo tiempo.

Luego, en el verde más profundamente aterrador de ese mundo en mitosis, volvió a apresurar su ritmo, a apasionarse, a exaltarse hasta el delirio, hasta que tuve miedo; tanto que renuncié a mí misma y me entregué a él con una fe tan absolutas que fui perfectamente feliz.

Hundió sus dedos metálicos en mi carne y gritó algo en un idioma que no entendí. Algo antiguo y poderoso. Y me sentí transportada al éxtasis junto con él.

En ese mismo instante pude percibir un poderoso tirón de las sondas-cilio que salían de su espalda y el rebote cuando las desenganchó.

A nuestro alrededor las cosas perdían sus contornos. La luz fluctuaba estroboscópicamente entre el añil y el azul.

El metal de su cuerpo parpadeaba con un color violeta tan intenso que hería la vista. Él se inclinó y lamió suavemente uno de mis pezones teñidos de azul.

Mientras yo intentaba calmarme, él ya estaba completamente en control de su ser. Se levantó despacio llevándome consigo.

Estábamos en plena telofase lumínica, lo sabía. El R0Y0/2076 en el que habíamos hecho el amor, ya no existía en este universo, y una nueva epifanía suya estaba formándose a nuestro alrededor.

Sospeché que Jean-Philippe había controlado el ritmo de nuestra cópula para que llegásemos justo a este momento.

No me molestó.

Eso es lo que él podía hacer, porque eso es lo que él era, lo que él es. Enamorarse de un robot no es lo mismo que hacerlo de un humano o un trasiano. Y yo lo sabía y lo acepté.

Me envolvió con uno de sus fuertes y articulados brazos, y extendió el otro como abarcándolo todo:

—¡Está pasando justo ahora, mon amour!

Desnuda junto a él, en un mundo que se transmutaba ante nuestra vista y escuchando que me amaba, supe que todo cambiaría. Y que ese cambio sería terrible. Y que eso era bueno.



Los enormes amargasaurus —bueno, no exactamente, pero se le parecían muchísimo— pastaban con tranquilidad en el mar de hierba eléctrica que se extendía donde antes fluyese el océano viscoso.

Las chispas saltaban entre los altos tallos translúcidos de color ónice, brillando con destellos dorados.

Más abajo, una niebla perlada se arrastraba omnipresente.

Los dos soles se comportaban como la paleta de un pintor, combinando sus haces rojizos y azules, hasta proyectar una luminosidad violácea  sobre R0Y0/2077.

Mi Jean-Philippe lucía como un espectro en este nuevo mundo.

Parecía flotar al aproximárseme, silencioso. Hacía tanto calor que apenas si estaba vestida con una falda corta. Pasó su mano debajo de ésta y me besó el cuello, mientras con la otra asía uno de mis pechos.

Las gigantescas bestias bramaron en un sonido hipergrave, casi fuera de mi registro auditivo.

Me acurruqué en sus brazos y disfruté.

—Es hora de que este mundo tenga un nombre. ¿Qué te parece “Úna”?

—¡No puedes hacer eso! —repliqué en un arranque de cobardía.

—Pues ya lo hice, es el nombre que le comuniqué a la UAG, ¿crees que discutirían conmigo luego de haber visto los resultados de nuestras observaciones?

Me sentí apabullada.

—Los soles son: “Rameau” y, humildemente, “Zéphire XVIII”.

Me reí ante una absoluta falta de humildad tan ingenua. Ésta era la decimoctava estrella que llevaba su nombre; sin contar las montañas, urbes, lunas, universidades y un largo etcétera, que también habían sido bautizadas en su honor.

Me miró con algo que, poco a poco, aprendía a leer como sorpresa —una sensación que, aún hoy, lo fascina; aquello por lo que se había sentido atraído hacia mí en primer lugar: el desconcierto de mi mente “poco predecible”— y agregó:

—¿Te gusta entonces? —asentí aún riéndome— Considéralo un anillo de bodas.

Se me aflojaron las piernas. Jean-Philippe evitó que cayera.

Bruscamente me di la vuelta y me enfrenté con su rostro mecánico lleno de maravillas. Él me tomó por los brazos aferrándome con tal fuerza, que me dolieron.

Dicen que los rituales son importantes para la raza humana. Pues bien, no lo son para la mecánica. Su ley sólo implica enunciación: su palabra basta. Con una simple frase podría desposarse conmigo.

Vi cada uno de sus cuatro ojos enfocarse en una parte diferente de mis facciones y recorrerlas, independientemente, palmo por palmo; midiéndome, apreciándome... y, sí, amándome.

Luego su boca negra y profunda se abrió con una lentitud inhumana, mostrando sus dientes oscuros y su lengua de millones de nanites que se movía como el oleaje de un mar de azabache. Entonces dijo, muy solemnemente:

—Voulez-vous être ma épouse?

El tiempo se dilataba en mi cabeza. Me perdía, como hipnotizada, en los detalles de su rostro.

—Sí.

Sonrió con sus delgados labios hechos de una malla tan fina, que sólo ahora distinguía sus micrónicos elementos como puntos apenas perceptibles.

—Donc, je suis votre époux...

Las líneas de sus placas faciales se unían en un punto, detrás de los ojos iridiscentes, justo encima de su boca. ¿Cómo podía ser tan hermoso siendo tan extraño?

—...pour toujours.

¿Para siempre? ¿Yo, para siempre?

Metió su mano dentro de su pecho y sentí un ruido horrible. Un chirrido fortísimo seguido de un crujido que me heló la sangre.

Cuando la retiró y enderezó las placas, sostenía una suerte de arandela de bronce en sus dedos cubiertos de aceite.

Mi cara debió expresar todo mi horror porque me aseguró con una caricia:

—Tranquila, mi niña, no es nada sin lo que no pueda vivir.

Tomó mi mano izquierda y colocó el anillo.

—Es un viejo gesto —comentó—, un pacto sin comienzo ni fin, como un círculo.

Mientras lo miraba recordé algo de mi propia historia. En Duir-Nion-Gort, mi planeta natal, la costumbre matrimonial implicaba algo que yo jamás creí tener el suficiente nervio como para realizar. Algo brutal y absurdo, casi morboso. Una costumbre “salvaje”, como solía llamarla yo. Pero ahora, todo tenía sentido para mí.

Tomé mi equipo y extraje un decantador de eje. Sin dudarlo lo hundí en mi brazo y lo encendí. El dolor parecía imposible de sobrellevar.

Contuve a Jean-Philippe para que no me interrumpiese. Él conocía el ritual. Suspiró hondamente, con el sonido del viento entrando por el tubo de un corno, y esperó con un ligero temblor, mientras extendía su mano.

Coloqué la aguja, en torno de su tercer dedo y dejé que la decantadora lo revistiese con la sustancia extraída de mi propio húmero. El anillo óseo se formaba muy lentamente, decantándose a partir de un dolor continuo e implacable. Él miraba como quien observa un milagro o un nacimiento.

Cuando la sortija de hueso adquirió el mismo grosor que la arandela-anillo, extraje la aguja y dejé que se solidificara de pronto. El golpe de temple lo endureció aunque le otorgó una textura ligeramente porosa. Mientras me quitaba el aparato, sonreí satisfecha, apreciando la banda color marfil, el trozo de mi ser que él ahora llevaría alrededor de su dedo pour toujours. Ese había sido el dolor más dulce de mi vida y quizás, el único con verdadero sentido para mí.

Miré con un extraño sentido del honor la pieza broncínea que aún chorreaba aceites y que yo también llevaría en mi dedo por siempre. Esta provenía de su propio cuerpo, del ser del robot que yo amaba. Sentí el fiero orgullo de llevarla en mi mano, bullendo en mis venas con un salvajismo irracional.

¡Por siempre! Y siempre se me antojó un término rotundo, perfecto, exacto para expresar mi amor. Un término que llegaría a significar, terrible y maravillosamente, muchísimo más.

¡Por siempre!

Mientras me desmayaba sentía sus besos de gratitud en todo mi rostro.



Ya me movía junto a los pseudodinosaurios con toda confianza.

A mi derecha, mi Jean-Philippe, estaba analizando la radiación de los nuevos soles epifánicos, mientras intentaba evitar que los halagos de una de las bestias lo tirasen al suelo.

Los gigantes, de unos diez metros de largo y cuatro de alzada, se habían vuelto algo así como sus mascotas. Eso parecía justo: extravagantes y elegantes animales para un extravagante y elegante genio.

El que estaba ahora junto a él, tenía el cuerpo verdoso moteado en líneas púrpura, recubierto como de un plumón. Unas gigantescas espinas dorsales sobresalían de una vela de carne muy fina y su larga cola, delgada como un látigo, se sacudía constantemente sin siquiera rozarlo. A mí me parecía que sus alargados ojos blancos y sus pequeños sensores oculares negros, dispuestos a los lados y al centro de su achatada cabeza llena de recovecos, se parecían a los de mi Jean-Philippe.

—Tal vez permanecí demasiado tiempo conectado con el planeta mientras estaba en metafase y terminé contaminando el nuevo mundo con mi “espíritu”.

Ponderé sus movimientos mientras me hablaba, la entonación de su voz —su cara, por supuesto, era inescrutable—, y supe que no estaba bromeando.

Eso debió alertarme. Pero no le di importancia, perdida, como estaba, en los almíbares de nuestra luna de miel.

Las nubes tenían la apariencia de la leche cortada, aunque seguían siendo principalmente de agua. Mi tarea consistía en medir el grado de discrepancia entre la atmósfera de R0Y0/2076 y la de R0Y0/2077. Había un pulso extraño en la frecuencia del viento, en sus ráfagas, algo que no tenía que ver con ciclones o anticiclones o la fuerza coriolis, y que provocaba una resonancia en los patrones de emisión de chispas de los pastizales. Eso estimulaba mi curiosidad científica, como hacía mucho no sucedía. Estaba a las puertas de una verdadera pesquisa. Aunque sabía que una investigación seria tomaría años en conectar todas las variables de este mundo, y precisaría de un equipo formado por muchas más personas que una sola mujer que, encima, parecía haber vuelto a su adolescencia.

Mientras medía los datos, uno de los monstruosos animales pasó hieráticamente sobre mí, sin dificultad ni condescendencia algunas.

Llevada por un impulso infantil, corrí hacia mi Jean-Philippe y lo abracé por la espalda, o al menos intenté abarcarlo lo más que pude.

Su risa gutural hizo que los animales bramasen a coro.

—Je, je, je ¿Qué pasa, mi niña?

Giró sus brazos hacia atrás, me asió y pasándome por sobre su cabeza, me sostuvo en ellos frente a su pecho.

Rodee su cuello con mis manos y apoyé mi cabeza en su frío y chato torso. Podía sentir la vibración de su interior, debajo del chasis.

Él siguió caminando, lanzando cilios aquí y allá. Los enormes animales lo seguían como perros fieles.

—Creo que me entienden —dijo más para sí mismo que para mí.

—¿Los saurios?

Inclinó la cabeza. Luego prosiguió, animado:

—¿Sabes que les agrada el ritmo del rondó?

Se sentó en medio del oscuro pastizal conmigo en su regazo, las inofensivas chispas que acariciaban la boca de los saurios, se agolpaban en torno de mi amor, como abejas atacándolo furibundas. Él me había dicho que le provocaban una “ligera sensación dichosa, similar a unas cosquillas, según tengo entendido”, y había procedido a hacer una demostración práctica sobre mí.

—¿Estás familiarizada con las teorías interperceptivas?

La pregunta me tomó con la guardia baja. Le dediqué mi mejor mirada de desconcierto.

—Cierto, cierto, a veces olvido que no estamos sincronizados y no puedes saber lo que pienso —entonces hizo algo extraño, casi siniestro, y agregó con una voz tan baja que me hizo dudar de si la había escuchado o imaginado:—, aún.

Los animales se ubicaron alrededor nuestro y prosiguieron su rumia constante.

 —Cuando elaboré mi teoría hipostática, surgieron todo tipo de ramificaciones más allá de mi capacidad de cálculo. Fue así como mucha gente se ocupó de cuestiones tales como su incidencia sociológica, psicológica, químico-taumartúrgica, etc. Aveena fue una de esas personas, un genio indiscutible en el campo de la investigación mental.

Fruncí el ceño, Aveena aneevA había sido uno de los pilares del estudio del comportamiento de los seres inteligentes de la galaxia. Un trídrica que había hecho historia a la par que Freud, Jung y Evengares. Pero lo único que me importaba a mí, es que alguna vez había sido el esposo de mi marido.

Hice un gran esfuerzo y refrené mis celos.

El prosiguió sin tomar nota de ello.

—Su idea era que, un poco husserlianamente, todo aquel que conocemos es, en cierta medida, parte de lo que somos. Una persona importante desde cualquier punto de vista, así como una persona apenas reconocida, son ambas parte de uno. No sólo porque las percibimos como imágenes mentales, nuestras imágenes y, por ende, parte de nuestra propia mente; sino porque nos dejan una huella, nos agregan algo que antes no teníamos: a saber, su propia impronta.

Me estaba dando una lección, y yo volvía a ser la alumna que lo escuchaba con un hemisferio cerebral y lo deseaba con el otro. Por lo que, obviamente, entendía todo a medias. Suspiré como una colegiala.

—Es decir, cuando te veo, formo una imagen tuya en mí, que incluye tu comportamiento, lo que interpreto de tí, etc. Pero tú imprimes eso mismo en mí. Tu imagen no es algo otro en mi mente, como el alimento en el estómago; sino que es yo mismo. Soy yo, alterado por tí.

Mi alma enamorada encontraba todo aquello muy romántico.

Prosiguió:

—Eso significa que, somos nosotros y la suma que todos los que nos han tocado en lo profundo de nuestro ser. Soy yo, más Úna, por ejemplo. Tú eres parte de mí y yo de ti. ¿Entiendes?

Lo besé. Sabía que no era eso lo que me quería decir, pero no pude evitarlo.

Sonrió con sus dientes negros y se relamió mi saliva en su boca con un gesto sensual.

—En serio, mi niña. Imagina lo que un padre imprime en su hijo, que se está formando. Lo que un amante en el otro, que pueden ser vistos como la mitad de un solo ser. ¿Entiendes lo que esto significaría a gran escala?

Dejé de juguetear con las placas de su pecho y miré los cuatro ojos de los pseudoamargasaurus, las chispas de la hierba que nos rodeaba, la leche cortada de las nubes empujadas por vientos que soplaban al ritmo de un rondó.

Lo miré a los ojos con una mezcla de admiración y espanto.

—A su imagen y semejanza —dijo leyendo mi mente.

¡Leyéndola en verdad!

Dí un respingo y me aparté de él. Caí en el suelo húmedo.

Su risa gutural me pareció menos paternal y más siniestra. Aún así, confiaba en él.

—¡Imagina —dijo exaltado— lo que podríamos hacer a través de una serie de epifanías!

Se puso de pié de un salto muy similar al de un depredador al acecho. Los gigantes herbívoros se asustaron, y trotaron hasta lo que su instinto consideró una distancia segura. Él salió corriendo a gran velocidad y regresó al poco tiempo con una flor extraña, semejante a una marimoña. Me la tendió.

Cuando la tomé noté algo extraño en el tallo y las hojas, tenían un tono cobrizo y parecían estar hechas de finas hebras apretadas, como cabellos. Olía a sudor, no había dudas de eso, a feromonas. Pero lo más inquietante eran sus pétalos verdes, que tenían la exacta textura de la piel humana. Me estremecí al tocarlos. Leves vellosidades se crisparon en la flor.

Uno de los saurios se acercó como hipnotizado y tomó con sus labios la flor delicadamente de mi mano antes de comérsela con evidente fruición. Buscó más a mi alrededor pero, como no las encontrara, regresó a su sector de pastoreo.

Temblaba de pies a cabeza y las chispas centelleaban sobre mí.

Miré a mi Jean-Philippe azorada.

—Cuando estábamos haciendo el amor, en plena anafase planetaria, te llamé ma petite fleur, ¿entiendes? ¡Mi pequeña florcita!

Mi sudor, mi cabello, el color de mis ojos, mi piel... esa flor era yo.

—¿Sabes que a las marimoñas les dicen “francesillas”?

Me puse de pie y empecé a caminar en círculos, de pronto sentía que me ahogaba.

¿Sabía él todo esto antes de realizar el experimento? ¿Lo había anticipado?

—¡Claro que lo hice! ¿Por qué crees que te traje a ti sola este mundo, mon amour? Te dije que esperaba que me besases hace mucho tiempo. El mismo tiempo que hacía que te deseaba.

—Nunca me lo dijiste. —mi pecho se cerraba por dentro.

—Je t'ai conquis, ma fleur!

—¡Me engañaste!

Mi respiración se volvió pesada, dificultosa.

—¡Te conquisté! —insistió.

Ya no tenía aire en los pulmones.

Jean-Philippe se abalanzó sobre mí y me sostuvo mientras caía. Abrió mi boca con los dedos, e introdujo uno de sus cilios en mi garganta, el oxígeno me devolvió las fuerzas.

—Shhhh, tranquila. ¿Por qué no me entiendes? Yo quería unirme a ti, y hacerlo en plenitud, como jamás lo había logrado. Y sé que tú también lo deseabas. ¿Aún lo haces, mi niña?

Entonces comenzó a quitarme el anillo-arandela del dedo. Le sujeté la mano tan fuerte como pude. Extrajo la sonda de mi boca y yo grité con todas mis fuerzas:

—¡No!



Esa noche, durmiendo sola en la tienda, lo sentí por primera vez.

Su pensamiento entró en mi sueño como una angustia lejana. Era una suerte de soledad amortiguada que lo llenaba todo, como la radiación de fondo del cosmos. Una tristeza mullida que me cobijaba mientras me retorcía en pesadillas de dominación y sometimiento.

Me vi en su mente, el único ser que había logrado captar desde que fuese creado. Vi las sombras huecas del resto de las personas, incluso de sus amantes, de sus hijos mecánicos, de sí mismo. Y me vi a mí, plena, real. Yo era su única posesión concreta. La única cosa-persona que le pertenecía de verdad. Y no sólo porque me hubiese tomado; sino porque yo me había dado.

Yo era más real ante él que él mismo. Su único reaseguro identitario.

Me desperté exhausta y llorando.

¿Así es como la epifanía le había permitido verme? ¿Sentirme?

—¿Estás bien, mi niña? —la preocupación de su voz, allá afuera, sonaba con ese tono artificial que envolvía todas sus locuciones. Pero la preocupación que podía sentir en su interior, era abrumadora.

Yo quería abrirme la piel y darme por completo a él.

Era un anhelo difícil de refrenar.

Salí de la tienda. Por un momento me inundó su alivio y luego me anegó su ansiedad: ¿acaso lo había comprendido?

Sus emociones eran fortísimas, me excedían de tal forma que, por momentos, anulaban mis propias percepciones. Sin embargo estaba tranquila, porque yo sabía que él las atesoraba.

La retroalimentación era embriagadora: yo sentía lo que él sentía que yo sentía... como un juego de espejos enfrentados copiándose hasta el infinito.

—¿Importa la comprensión para el vencido? —no había reproche en mis palabras, simplemente lo había hecho, me había conquistado en el más pleno sentido. Me rendía dichosamente a su ser. Y al hacerlo, él mismo capitulaba.

Susurró en mi oído y en mi mente:

—Importa —luego se arrodilló junto a mí y murmuró aún más despacio:— Te lo imploro, por favor.

Besé su frente de metal achatada y me abracé a su cabeza. Mi ego había retrocedido hasta tal punto que la unión de ambos era más importante que mi propia voluntad y quizás, que mi propia libertad. No podía creerlo, pero quería ser en él, ser él.

Entonces accedí a su ruego.

Si él era en mí, entonces... ¡yo debía comprender por él, lo que él no podía comprender!

¡El conocimiento, el espejo!

Verme es verse viéndome viéndolo...

Verlo es verme viéndolo viéndome...

¡Era tan sencillo! ¡Ahora lo entendía!

Sólo faltaba que él lo supiese.

—¡Vénceme! —susurré—, ¡y te habrás ganado a ti mismo!

Se irguió en todo su formidable porte y me envolvió en un abrazo tan fuerte que dolía. Sentí sus cilios perforándome la piel, inyectándome sus nanomáquinas, bebiendo mi ADN.

Retrocedió, pero la presión no cedía, sus sondas me envolvían como tentáculos. Apenas podía respirar. Tenía mis ojos clavados en los suyos.

—¡Enséñame! —gritó con furia.

Apretó aún más.

Sonreí enamorada.

Ser con el o no ser nada.

Me soltó de pronto ante la idea que mi mente insuflaba en la suya.

Su impotencia se licuó en un silencio lívido.

Volvió a tomarme en sus brazos, esta vez con delicadeza.

Los cilios yacían a su alrededor.

—¿Cómo se puede conocer una flor si no es teniéndola entre las manos? Enséñame tú, ma fleur, porque no sé nada.

Me acurruqué en su abrazo metálico, y mientras las nanites volvían a él, dije:

—Siéndola.



Inmediatamente después de aquella decisión, mi Jean-Philippe y yo, empezamos a buscar la manera de retroalimentarnos con el planeta, tal como lo hacíamos entre nosotros. Sería difícil, pero el comportamiento de los pseudodinosaurios demostraba que era posible.

Tres meses más tarde, la hierba emitía patrones de chispas a nuestro antojo.

Un año después, los soles variaban ligeramente su brillo.

Al tercer año de vivir en ese paraíso con la persona que amaba con tal renuncia y locura que incluso me asustaba ante mí misma; él me hizo la pregunta:

—¿Estás lista?

¿Lista para dejarlo todo atrás? ¿Para unirme definitiva y plenamente a él? ¿Para transmutarme a mí misma en una nueva epifanía?

—Por supuesto.

Me recostó en la hierba con ternura y se colocó entre mis piernas sin dejar de fijar sus ojos en los míos:

—Sabes que te amo, ma petite fille, y que no puedo darte hijos como alguien de tu especie haría, pero voy a darte algo parecido mon amour, voy a darte el universo.

Y entró en mí.



Ahora R0Y0/2078 nos envuelve y penetra mientras se forma.

El cielo entra por los cilios de mi Jean-Philippe hasta su verdadera esencia y, a través suyo, en mí. El mar de hierba y el agua lenta se cuelan por mis poros en mi verdadera esencia y, por mi intermedio, en él.

Un sol entra en su ojo derecho, el otro en mi izquierdo.

Siento las experiencias de mi Jean-Philippe en mis tendones y en mi carne; veo como mi psique se derrama en sus junturas metálicas y en su corazón de nanites.

Poco a poco mi cuerpo se funde con el suyo, literalmente: piel y metal, hueso y bronce, sangre y aceite.

Ahora tengo diez años y estoy viendo por primera vez a través de un telescopio, bajo un roble, en la casa de mis abuelos. Ahora siento cómo mi amante descorporizado penetra mis placas y circuitos, y se posesiona de mi cuerpo metálico. Ahora veo las corrientes gravitatorias danzar en mis vientos fotónicos y juego con ellas. Ahora el pasto se deshace en mis fauces. Ahora me derramo desde las nubes. ¡Ahora soy el éxtasis y la luz!



Abrimos los ojos.

Negrura infinita. Etérea. Vacía.

La mitad de nuestro cuerpo, la externa, se mueve plásticamente, hecha de pura luz. La otra, la interna, es un amasijo de carne y metal en torno a dos anillos de bronce y hueso.

Lo miramos y recordamos: Fuimos. Somos. Seremos.

El calor de nuestro cuerpo de plasma irradia más luz que un sol.

Dentro del amasijo de carne y metal hay un mundo, seres extraños como flores gigantes se pasean por colinas sembradas de espinas que braman a su paso ansiosas de copular con ellas, y ellas acceden. Océanos con olas hechas de lenguas gelificadas lamen las frutas que crecen a los pies de árboles cantores. Y hay más vida, muchos más seres fabulosos en ese mundo sensual y lujurioso que se mueve por placer.

Extendemos la mano y un vórtice de fuego arremete contra una nebulosa, encendiéndola de colores.

Pensamos: nosotros, Únajeanphilippe, amamos.

Fijamos nuestros incontables ojos en una zona del espaciotiempo, allí donde se adivina la juntura de otra hipóstasis.

Nuestro dedo ingresa y abre la fisura. ¡Oh, placer! ¡Más!

En nuestras entrañas, los seres se unifican orgiásticamente.

¡Más!

El tejido del Ser primordial cede.

¡Más!

Somos felices en la plenitud.

¡Más! ¡Más! ¡Más!

Luzoscuridad.

Profase: Jehili y Nauppe.

Prometafase: Abiertos. Entrañas flotando a nuestro alrededor. El mundo-placer se extiende, desarticulado, hasta donde la mente alcanza.

Metafase: La carne y el metal se dan la mano, un anillo brilla y el otro absorbe la luz dorada en sus poros blancos. Se estiran y se entrelazan en una línea infinita.

Anafase: El mundo se disuelve.

Telofase: Jean-Philippe y Úna.



Siento el rebote de los cilios en la espalda cuando desengancho las sondas. Mi cuerpo se inclina sobre el de mi Úna y acelero el ritmo, ella tararea un rondó con sus dulces labios carnosos que muerdo con mis negros apéndices metálicos. Las nanomáquinas entran por un segundo en su piel y luego vuelven a mí con su perfume de hormonas y amor.

Mía, eso es todo lo que me importa, que sea mía por completo. Como este mundo, como estos soles, como este universo.

Sus ojos verdes se abren con desmesura ante la inminencia del desenlace. En mi dedo su hueso hecho anillo me llena de un orgullo tan sin límites, que jamás doblegará su cerviz ante nada ni nadie. Me siento poderoso en sus caderas, me siento un dios.

Dejo que mis aceites orgánicos la inunden y ella grita, gime, implora. ¡Sí, mía!

Ella es la única razón que me hace ser.

Salgo de ella tan suavemente como puedo, no quiero herir a mi pequeña flor. La tomo en mis brazos, la beso. Ella ríe, llora, me besa.

—Fuimos uno —me dice con un hilo de voz.

—Lo somos, mon coeur.

—Lo somos —repite ella extasiada.

Me levanto y la elevo conmigo.

Sus pensamientos se perciben dulces y crujientes en mi boca. Siento los dedos de sus ideas acariciando los tranceptores hipostáticos de mi cerebro.

¡Mía!

El universo en ella y ella en mí.

Estiro una mano y acaricio mentalmente el sol amarillo que empieza a inflamarse más y más hasta alcanzar un tono naranja. Ella ha logrado que Y0 sea rojo.

Mi chasis llamea mientras el planeta se derrite y funde. Su cuerpo permanece fresco envuelto en un capullo casi invisible que mantiene su piel fría y cristalina al tacto.

La sensación es maravillosa.

—¡Tu pelo! —le digo al advertir que ha desaparecido en las llamas.

Ella sonríe dulcemente y un río de cristalinos cilios, tan finos como cabellos, surge de su cráneo.

Bajo mi chasis arde un sol, literalmente. Dentro de las venas de ma petite fille, hay un río de sangre cristalina hecha de puro espaciotiempo.

Ella me toca y mi vientre se engrosa, el metal cede, el calor aumenta.

La miro, no entiendo. Tengo miedo. Pero ella me calma, acariciándome. Sabiendo algo que yo no.

—¡Comprende! —me ordena.

Mi vientre late y crece.

La miro. Su abdomen también está henchido, estriado de luz.

—No entiendo.

Úna abre mis placas e introduce su mano a través de ellas, toca la membrana que se está gestando y comienza a deslizarse dentro del saco de fuego.

El espacio se ha descoyuntado por obra y gracia de su roce. Ella está entrando en mí, de una manera imposible, disponiéndose a ser reengendrada en mi vientre.

Mientras discurre hacia mi interior, toma mi mano y me obliga a atravesar la piel de su abdomen con mi llameante metal. Toco su centro, y penetro un corion de energía pura, fría como un manantial. Algo jala de mí hacia adentro. Me río como un cínico, como un niño, y comienzo a entrar en su abdomen, listo para ser reengendrado una vez más.