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Tempus fugit

Cascales Velazquez, José

 

 


AL LÍMITE


 


Una mano aparece entre las sabanas para golpear al despertador. El pobre solo cumplía con su obligación, pero eso no le importa a Esteban, la resaca nubla la razón.


Abre los ojos e intenta recordar cómo y cuándo llegó a su casa, cuánto tiempo lleva durmiendo o con quién estuvo, si es que estuvo con alguien.


Se incorpora para ir al baño y se da cuenta de que las sábanas, están mojadas y huelen mal.


—Joder, me he meado encima.


Se tapa los ojos con las manos y arranca a llorar.


Un par de minutos más tarde, parece que sus ojos se han secado.


Baja las manos y se apoya en el colchón para levantarse, pero se tambalea y vuelve a sentarse en la cama. Esta vez toma mayor impulso y consigue levantarse. Se acerca al baño, apoyándose en las paredes y en el marco de la puerta.


Está seguro de que no va a acertar y decide sentarse en el váter.


 


Volviendo a la habitación tropieza con sus pantalones, se agacha y los recoge. Revisa su billetera y rebusca en su interior, cinco euros todo su capital.


Se viste y vuelve al baño. Se lava la cara. Ante el espejo, recuerda que hoy es el último día para abandonar su casa. El casero le dio dos meses de tiempo para pagar el alquiler.


Cae en la cuenta de que ese es el tiempo que lleva solo, desde que Esther se marchó.


Dos meses. Dos meses, quince kilos menos, barba larga y desaliñada como nunca, ropa sucia y rota, zapatos roídos como sus calcetines; bueno llamar calcetines a eso que llevaba era ser muy generoso. Pero lo peor era su olor.


Se desviste y vuelve al baño a ducharse.


El agua caliente dejó de llegar hace un mes por impago y los recuerdos no se limpian con la ducha de agua fría.


La mañana del 25 de enero, Esteban se dirigía a la comisaria. Volvía de la redada en Trapattoni, la pizzería de los Lorenzo’s, el clan mafioso que proveía de droga a todo Aragón. Tras un mes infiltrado en el grupo, averiguó que el 24 de enero tendría lugar una reunión de todo el clan en la Trapattoni de Huesca y decidió que ese era el momento de intervenir. Parecía que iba a ser el golpe definitivo a los Lorenzo’s, pero algo salió mal y Lorenzo Santoro escapó.


 


Al entrar en la comisaria, sus compañeros dejaron sus quehaceres para mirarle.


Esteban observó a los que pudo y esas miradas le atravesaron el corazón.


Dos tipos muy trajeados, se levantaron de sus respectivas sillas y le enseñaron sus placas.


—Hola Esteban, somos de asuntos internos. Estás detenido como sospechoso de facilitar la huida de Santoro. Por favor, acompáñanos.


Y su mundo se derrumbó.


 


Baja las escaleras, se detiene en la portería y le coge un cigarro al portero. Sale a la calle y fija su vista en un banco del parque que hay frente a su edificio. Enciende el cigarro y, con los ojos cerrados, aspira todo el humo que le permiten sus pulmones. Lo mantiene dentro de ellos, todo el tiempo que puede, para que el intercambio gaseoso con la sangre sea lo más tóxico posible. Esa primera calada provoca una vuelta a la realidad en forma de tos. Cuando la tos se calma, mira el cigarro y lo tira lejos. Al levantarse del banco, ve un periódico en el suelo, lo recoge y se lo lleva para su casa. Tiene que hacer la mochila… aunque no sabe de qué la va a llenar.


 


En casa, por mucho que busca no encuentra ni un gramo de alcohol, solo botellas vacías. Se llena un vaso de agua y se sienta en la mesa del salón a leer el periódico. Empieza a leer al revés, desde la última página. Se detiene en las páginas de anuncios y contactos. Hace años leía los anuncios de contactos, y gracias a ellos encerró a varios tratantes de mujeres, macarras de mierda y algún pederasta. Hoy se detiene ante la sección laboral, en un anuncio un poco extraño:


“Se busca compañero para viajar en el tiempo. Esto no es un juego. La paga al volver. Te espero en la siguiente dirección: BAR EL VIAJERO, Paseo de los crononautas, S/N. 28690 Brunete. Puedes llevar tus propias armas. La seguridad no está garantizada, solo lo he hecho una vez. Joseph”


 


Suena el timbre. Esteban se levanta de la silla y la mira, era su silla, la silla donde se sentaba a descansar cuando llegaba a casa después de una misión y repasaba sus acciones del día.


Se dirige a la puerta, mochila en mano. No utiliza la mirilla, de sobra sabe quién llama.


La puerta chirría como la de una casa abandonada.


—Hola Esteban.


—Hola Tomás.


Se miran a los ojos sin saber que decir. Tomás intenta romper el silencio


—Siento…


Esteban lo interrumpe.


—No hay nada que sentir Tomás, tú no tienes culpa de nada.


—Esteban, necesito los ingresos del alquiler…


—No te preocupes, Tomás. Lo entiendo. Gracias por todo.


Tomás le entrega un sobre y añade.


—Te devuelvo la fianza de un mes, son quinientos euros, haz buen uso de ellos.


Esteban los rechaza empujando con su mano la de Tomás.


—No seas tonto Esteban, cógelos y vete a Barcelona con tu mujer.


Esteban agarra el sobre y abraza a Tomás. Llorando le da las gracias, coge la mochila y baja las escaleras a toda prisa.


 


 


EL ENCUENTRO


 


Esteban baja del autobús, el 551 de la compañía Cevesa que tanto le costó encontrar en la estación de autobuses de Príncipe Pío. El autobús que se llevó su último euro.


La parada de Brunete está al borde de la carretera. Enfrente hay un supermercado Aldi y detrás de él un pequeño polígono industrial, todo cerrado menos un “chino”.


—Normal, hoy es domingo, dice para sí.


Desestima la posibilidad de preguntar en el “chino” por su destino y emprende la marcha hacia el centro urbano.


Mientras camina, recuerda que no ha desayunado. Se detiene ante un grafiteado muro y se quita la mochila de su espalda. Saca el bocadillo y la botella de agua que compró en el tren. Sonríe, quita el papel de aluminio del “bocata” y se lo come mientras observa las casas cercanas.


Una vez saciadodo, se coloca la mochila y emprende la marcha guiado por un inconfundible olor a torreznos.


 


Ha llegado a “El Viajero”.


Se dirige al camarero, pero no ya no le hace falta preguntar. Un tipo está sentado en una mesa ante un vaso vacío. Viste un abrigo tres cuartos de color negro, abotonado hasta el cuello, pantalón y deportivas del mismo color. Alza la vista hacia él y se levanta de la silla. Cara aniñada, con barba de pocos días, ojos marrones y pelo negro muy corto. Complexión delgada y estilizada. Parece un maldito Blade Runner de negro.


Se detiene ante él y sin dejar de mirarle a los ojos, habla:


—Acompáñame, Esteban.


Joseph se pone unas gafas negras mientras camina hacia el exterior del bar.


Esteban no le puede ni hablar. Le sigue como un cerdito al matadero. Al salir, el tipo se acerca a un BMW negro que está aparcado delante del bar. Abre la puerta del conductor y se mete dentro. Sin pensarlo, Esteban abre la del copiloto y se sienta a su lado.


El coche arranca con potencia, pero sin mucho ruido.


Siguen en silencio mientras el coche circula por las calles del pueblo. Se incorporan a una rotonda y enfilan rumbo a una urbanización. El tipo mira hacia delante, concentrado en la conducción, sin hablar. Una vez llegan a la urbanización, el coche gira bruscamente a la derecha y aumenta la velocidad por el camino de tierra. Joseph sigue mirando al frente, inexpresivo.


El coche frena con firmeza, pero sin brusquedad. Rodeados de polvo en el exterior, el tipo se quita las gafas y habla.


—Esteban, el periódico lo puse en el banco para ti.


Por fin puede vencer el bloqueo y le contesta.


—¿Por qué?, ¿qué quieres de mí? —dice Esteban.


El rostro serio y frío de Joseph muta hacia una leve sonrisa.


—Sabía que vendrías. Tú eres mi pasado y yo soy tu futuro, Esteban.


—Estimado Joseph, todavía no sé qué cojones me ha traído hasta aquí, pero ¿de qué loquero te has escapado? Los viajes en el tiempo no existen.


—Tienes razón Esteban, en tu tiempo no existen en el mío sí, aunque solo se puede viajar al pasado. Yo pertenezco al año 2110 y tu al 2017. Tú no puedes viajar en el tiempo.


Joseph transmite convicción, pero creer en lo increíble es difícil.


—No entiendo nada Joseph. El periódico decía que necesitabas un compañero para viajar en el tiempo… ¿Quién eres y qué quieres de mí? —dice Esteban, con desespero.


—Tu ayuda. No se puede cambiar el pasado, pero si el futuro, tu futuro todavía no existe, aunque yo sea parte de él.


—Tú quieres que me explote la cabeza, Joseph. Esto no es una novela de ciencia ficción.


Joseph se apoya en un hombro de Esteban y dice.


—Es muy complicado y lo vamos a dejar aquí. Te necesito para impedir que un hijo se quede sin padre, para que el disociador molecular cuántico sea realidad en el futuro.


—Pero, ¿cómo cojones quieres que te ayude? No soy nadie ni tengo aptitudes especiales…


Joseph, relaja su rostro, ahora sí, sonríe.


—Serás padre Esteban y yo tu biznieto.