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Tetitas

Santos, Isabel

 

A los quince todo se complicó. Agregué algo más a mis diferencias con el resto: no tenía las tetas adecuadas para mi edad. No había nadie de mi edad sin tetas en el colegio.

Mi abuela gallega me había transmitido ese poder. Pero ella lo llevaba bien, y hasta estaba orgullosa de haber criado cinco hijos sin tetas. Pero yo…

—Se amamanta con el alma —decía mi abuela—. La carne no da leche.

Supongo que ella lo soportó porque nunca fue al colegio. Esa maldición me tocaría superarla a mí.

Tenía siete años cuando había llegado a La Coruña y me inscribieron en esa escuela. Con mi papá, mi mamá y lo que entraba en tres baúles, veníamos desde Buenos Aires. Pasé mi infancia en un pueblo gallego. En Galicia era “la americana”: la única extranjera en todo el pueblo, en toda la escuela. Y me hacían demostrarlo, una y otra vez, para pertenecer, para ser alguien. Yo era la del bocadillo, dicho con “y”. La del pollo, dicho con “y”. Tuve que seguir siendo porteña a pesar de que se me había pegado el gallego y lo hablaba perfectamente al poco tiempo de llegar. Decía las palabras mágicas “poyo” y “bocadiyo”  cada vez que me lo pedían. Pasaron los años y yo intenté seguir siendo “la americana”.

La infancia en la Galicia de Franco era feroz. Había que saltear la infancia. Teníamos que ser adultos rápido, trabajar.

Resistí el rol de ser “la americana”. Eso no fue un problema. Mi problema hasta los quince fueron las cargadas por ser la única que iba siempre al colegio —mis padres no tenían tierra que cultivar—. Eso, hasta que fui la única quinceañera sin tetas.

Mi abuela me arengaba inventándome frases de defensa. Y me las hacía entonar con la fuerza necesaria para lograr algo de piedad, o de miedo. Probábamos varias estrategias. Ninguna resultaba.

Pasaba el tiempo, y seguía siendo “la americana” y también “la sin tetas”.

Hubiera aguantado un poco más. Pero en la adolescencia uno se pone más triste y la tristeza me fue detonando el ánimo. Me entregué, bah.

Siempre, aunque lloviera, resistía en el patio abierto, donde podía estar sola. Pero en un recreo de lluvia cometí el error de sumarme al grupo del patio cerrado, donde estaba todo el colegio.

Como era de esperar, me recibió Maricarmen, mi peor enemiga. Me saludó con una palabra. Una inocente palabra. Ella sólo dijo Hola.

Pero, a modo de coro, y gracias a sus ademanes para que todos me saludaran como ella quería, se escuchó, dicho por cada persona viva dentro de ese colegio, la simple, pero explosiva palabra Tetitas.

Así me recibieron saludándome al unísono bajo las órdenes de la directora de orquesta, Maricarmen:

—¡Hola, Tetitas! —coreó todo el patio.

Y se encendió mi furia. Corrí a Maricarmen por el patio techado. Después por el patio abierto. Después ella saltó la reja del colegio. Y yo atrás.

La corrí por la calle de asfalto, después por la tierra. Entre una huerta de maíz. Llegando al campanario. No podía permitir que escapara. Que llegara hasta su casa, sin su merecido.  Hasta que algo me puso gigante, pesada.

Escuchaba gritos. Sentía brazos que se estiraban para sostenerme y no me alcanzaban. Antes que lo consiguieran, clavé mis uñas en la espalda de Maricarmen. Ella se estremeció como si la hubiera atravesado con cuchillos. Mis uñas parecían cuchillos de acero conectados a mis huesos.

La di vuelta en el aire, como si fuera un pedazo de comida, y la tiré contra el piso boca arriba. 

Todo pasaba lento. Los que nos perseguían parecían estar alejados. Sentía que al mirarlos los arrojaba lejos. Necesitaba tiempo para Maricarmen.

Mi pelo seguía el movimiento de mi cabeza, que quería incrustarse en el pecho de ella. La hubiera cabeceado hasta romperla. La tomé por la cintura con las manos de una gigante y la alcé sobre mi espalda como si cargara una presa. La llevé colgando, y no pesaba nada. Miraba su cabeza rebotar sobre mí, y su cuerpo era una pluma. Yo era la que pesaba. Yo me sentía enorme. Me veía enorme. Y en mi pecho tenía unas tetas descomunales. ¿Era yo? No podía ser yo.

Pero igual seguí.

Quería ser esa bestia que se llevaba a Maricarmen a algún lugar donde pudiera darle su merecido: matarla, comerla.

Y me fui con ella a algún lugar. Nunca supe cómo. Hasta que tuve el mar enfrente, en un lugar desconocido. Atrás, veía el monte. A la derecha, una Iglesia pequeña, vieja.

Sabía que tenía que saltar al mar. También sabía que había una cueva debajo, justo en el medio de las rocas, bajando la costa escarpada. Imaginé en mi cabeza el salto. Era capaz de caer en un solo salto dentro de la cueva con mi presa. Y lo hice. Pero en realidad salté sobre Maricarmen.

La conserje y el director del colegio me sostenían y arrastraban para que no volviera a saltar sobre ella. Casi la mato. La hubiese destrozado si no me separaban a tiempo.

Había desaparecido el mar, la cueva, la iglesia. Estaba a metros de la casa de Maricarmen. Tenía a la pobre Maricarmen llorando y arrastrándose por el piso aterrada.

Yo no tenía consuelo. Nunca había lastimado así a nadie. Y si bien Maricarmen se merecía un escarmiento, nunca creí que sería yo la que iba a dárselo. Y ahora sentía el mismo terror hacia mí misma. El mismo terror que tenía Maricarmen por mí.

Por supuesto que me suspendieron por dos semanas. Dos semanas de tortura mental intentando descubrir que me había pasado.

Maricarmen ya no volvió al colegio por todo ese año. Yo le había roto dos costillas, y ella no quería estar conmigo en el curso.

Pero en el colegio nadie se animó a molestarme. Nunca se esperaron que reaccionara de esa manera. Yo había acrecentado aquella sensación de extrañeza que había provocado al aparecer de la nada en el colegio a los siete. Todo se había agravado.

La única que entendió mi locura momentánea fue mi abuela. Y sólo a ella le conté lo que me había pasado mientras perseguía a Maricarmen. Y mi abuela, que siempre sabía todo, me explicó:

—Niña, ven aquí. —Y corrió el balde de patatas que estaba preparando para darle de comer a las vacas—. Siéntate aquí. —Acercó un banco petiso—. ¿Tienes piojos? —Era su excusa para acariciarme la cabeza.

—Creo que no, pero fíjate, abuela. —Yo quería esa caricia.

—Hablemos, niña, cuéntame cómo fue.

Ella escuchó muy atenta. Nada le parecía importante, hasta que le dije que me había visto con las tetas muy grandes. Era un detalle al que yo misma restaba importancia. Me había concentrado en recordar esa iglesia, ese mar, esa cueva. ¿Qué había en esa cueva a donde yo quería llevar a Maricarmen?

Pero mi abuela se interesó por ese detalle de las tetas.

—¿Cómo eran esas tetas, niña? Te colgaban redondas, estiradas. Te llegaban a la cintura. Las viste desnudas. Las tenías debajo del jersey.

—No recuerdo abuela. Me pesaban mucho, algo me pesaba. Y pensé que sería el peso de tetas grandes. Algo me rebotaba. Creo que supuse que serían tetas, porque nunca me había pesado algo al correr.

—No las viste, entonces.

—Pues, no.

Mi abuela hizo un gesto de duda. Creo que estaba segura de tener una pista en ese detalle. Pero siguió preguntando otras cosas.

—Cuéntame del camino.

—No conozco ese camino.

—Puede que sí. Has dicho iglesia en lo alto, al borde del mar. Hay muchas iglesias así por aquí. Podemos ir a tres que están cerca. Seguro has ido de pequeña, por alguna romería marinera. Todas las iglesias de las vírgenes de los navegantes están al borde del mar.

—Abuela, ¿crees que me ayudó una virgen?

—No, mi niña. Esas vírgenes están mirando siempre a los marineros. No se ocupan de nosotras. Y además, no hubieran querido que le rompieras las costillas a Maricarmen. Las vírgenes hacen otros milagros. Seguro te ayudó otra presencia. —Me abrazó. Pero yo me quedé pensando en qué tipo de presencia había estado corriendo conmigo a Maricarmen.

Algo me decía que eso era lo que había pasado. Alguien más fuerte que yo me había usado.

—¿Cómo era la iglesia? Recuerdas qué tan vieja, qué tan grande. Pero, sobre todo, ¿cómo era el campanario? Ahí podemos dar en el clavo.

—La vi de costado, abuela. Vi una cruz de piedra y dos picos al lado.

—¿Dos picos… muy separados?

—No, casi pegados.

—Una sola campana: ¡A Virgen do Monte! Camariñas.

—La iglesia de Camariñas no está en lo alto mirando el mar. Está en el pueblo, abuela. ¿Qué dices? —La miré irse a buscar el peine al lavatorio. Siempre que terminaba de escudriñar las raíces del pelo, iba a buscar el peine para hacerme unas trenzas.

Mientras se iba caminando, me hizo un ademán para que les llevara el balde de patatas a las vacas.

Llegamos juntas a la sala para seguir con el peinado.

—La vieja iglesia, niña. La que se usaba antes.

—¿Y por qué vi una iglesia que no conozco?

—Seguro que la conoces. Has ido de pequeña. Cuando hacen la procesión de Pascua.

—¿Por qué allí? ¿Por qué habré querido llevar a Maricarmen hasta allí?

Giré la cabeza y el peine se enredó en el pelo. Grité.

Mi abuela aprovechó para volver a acariciarme la cabeza.

—Cada uno tiene sus lugares santos. Lugares de cura. Yo tengo una fuente.

—¿Cómo es eso, abuela? Yo no sabía que tú…

—Ahí voy cuando necesito algo. Vuelvo nueva. Tú sacaste fuerza de ese lugar. Tienes que ir ahí. A compensar a quien te ayudó.

—¿Esa presencia que dijiste antes? Pues, ya no la necesito.

—Debes volver para agradecer lo que se te dio. —Se puso seria y dejó de peinarme. Me tomó la cara y me dijo que no tenía que tener miedo.

—Abuela, ¿cómo no voy a tener miedo? Casi mato a Maricarmen. ¿Debo agradecer eso?

—Con más razón. Te han dado mucho. Mucha fuerza. Debes presentarte, y ya verás que hacer.

—¿Vendrás conmigo?

—Debes ir sola. Te conocen a tí. Es tu lugar. Te dirán qué quieren que hagas.

—¿Y si no voy?

Me alejé del peine y de mi abuela. Y también quería alejarme de toda esa conversación. No tenía el valor de hacer lo que mi abuela me decía que hiciera. Pero sabía que tenía que hacerlo.

—Niña, has tenido ayuda del otro lado. Sola no hubieses podido contra Maricarmen. No puedes escapar. Debes pagar por lo que se te brindó.

—¿Y si me lo dio alguien muy malo?

—Viste una iglesia, no viste un cementerio. No viste unas tetas gigantes.

—Claro que las vi. Otra vez con las tetas.

—Olvídate de las tetas. Eso es otro cantar. Ve tranquila a la iglesia, préndele una vela a la virgen, rézale algo, espera un momento. Y, si nadie se presenta, vuelves a casa tranquila.

—Tienes que venir conmigo, abuela. Las presencias esas…

—Voy contigo. No te preocupes.

—¿Cuándo vamos?

—Mañana mismo.

Mi abuela quería ayudarme. Siempre quería ayudarme. Y siempre me ayudaba. Yo tenía que confiar en que podía volver curada de semejante ataque de locura.

Estaba conforme con el respeto que me había ganado en la escuela, pero seguía estando sola. Siempre por miedo. Miedo que antes era mío, y ahora estaba en todos los demás. El miedo me alejaba siempre de todas las personas.  

Fuimos al día siguiente. Mi abuela y yo juntas.

Un vecino taxista nos llevó a Camariñas. Mi abuela tenía todo planeado.

El coche nos dejó bastante cerca de la iglesia. Bajamos y tuvimos una caminata. Ella me iba dando sus consejos. Hasta que me dejó sola.

—Te espero en esta cancela. Sigue recto y te cruzarás el camino a la ermita. Sube por él hasta el final y verás la iglesia. —Y siguió explicándome que rodeara la iglesia tres veces rezando Padrenuestros. Que intentara entrar para prender una vela a la virgen, que permaneciera un rato sentada esperando el encuentro con alguna presencia.  

No bien tomé el camino a la ermita, supe que estaba en el lugar que había visto. Al ver la iglesia vieja, lo confirmé. Eso era todo lo que había visto con Maricarmen al hombro.

Sin hacerle caso a mi abuela con los rezos y la espera de presencias, me alejé por un camino de a pie, al borde del peñasco. En lugar de intentar abrir la puerta de la iglesia para entrar a rezar los Padrenuestros, bajé por el camino que iba en zigzag hacia el mar. Desde arriba, parecía meterse dentro de las rocas. ¿La cueva?, pensé.

Bajé con cuidado.

Y era así. El camino se metía en un agujero. Parecía una cueva hecha por un gigante con sus garras. El borde estaba arrugado, como si cinco uñas se hubieran enterrado allí para excavar el agujero. Desde afuera no parecía profundo. Emanaba un olor fuerte, mezcla de algas, humedad, sal. Pero el mar no llegaba hasta ahí. Por lo menos, no en ese momento de la marea.

Tomé coraje, y entré. Quería entender por qué yo había sabido que ahí abajo había una cueva. Por qué yo había querido llevar conmigo a Maricarmen hasta allí.

Entré con miedo.

Las paredes eran de piedras húmedas y estaban chorreadas de salitre. Seguí hasta el fondo. Y al final después de un recoveco, vi una puerta de… ¿metal? Sí, de metal. Y estaba cerrada.

Probé de abrirla, y se abrió. Ni siquiera se escuchó un ruido. El metal y la piedra ni se tocaban. Parecía una puerta que se abría seguido. Me sentí más tranquila.

Daba a un pasillo, también de piedra, y más lejos, se veían escaleras hacia arriba. Supuse que llevarían directamente adentro de la iglesia.

Las subí, y lo confirmé. Llegué hasta al lado de uno de los confesionarios de madera, sin puerta sin nada.

La iglesia estaba vacía. Intenté salir por la puerta principal, y estaba cerrada. No había otras puertas. No había otras salidas que no fueran la escalera que daba a la cueva.

Un sonido, un silbido, me aterrorizaba cada vez más. El viento que se filtraba por muchos agujeros en las paredes viejas.

Me acordé de recitar el Padrenuestro. Rápido, para irme con el trabajo hecho. Dije perdón como cinco veces, y volví a salir por la escalera. Sin esperar a las presencias. Crucé la puerta. Y no bien vi el mar, me calmé. Pero igual corrí los últimos metros para salir más rápido.

Un olor fuerte me volteó, y sentí nauseas. Me salpicó un líquido. ¿Algas?, pensé. ¿Habría subido tanto la marea?

Un resoplido que venía de afuera me bañó de algo que quizás fuera ¿espuma, salitre? Ese líquido me hacía resbalar todo el tiempo, y no podía pararme.

Un grito. ¡Yo no había gritado!

Una bestia, justo enfrente: un horror gigante que me impedía el paso.

¿La presencia?

—¡Gracias! —me escuché gritarle. Y me tapé la cara. No quería mirar.

—¡Vete de aquí!

Caminé sin parar y sin mirar. Al pasar cerca, me rozó con algo que colgaba y se balanceaba de un lado al otro. Quizás esa presencia me estaba purificando con agua bendita. Algo me chorreaba.

Seguí con los ojos cerrados. Pasé entre ese líquido, que caía desde arriba y me salpicaba.

—¡De prisa, niña! —escuché—. ¡Sal de aquí!

Salí casi volando. Tomé el camino de a pie, subí hasta la iglesia, atravesé el monte y seguí sin mirar, recto, hasta que llegué junto a mi abuela. Ella seguía en la cancela esperándome.

Me había salvado.

—¿Qué tienes en la blusa? ¿Te has lastimado niña? —dijo mi abuela—. ¿Es sangre?

Me miré y no lo podía creer. Sangre en la blusa, en los brazos, las piernas. El líquido a chorros que me había escupido la presencia era sangre. Escalofríos. Un temor horroroso. Y después de contarle a mi abuela el episodio de la cueva fue peor.

—Te topaste con una ojáncana, niña —dijo mi abuela—. Es un milagro que estés viva.

—¿Qué dices? Cuéntame qué es una ojáncana.

—Vamos, niña. Volvamos rápido. Tenemos que ir a ver a doña Helena para que te proteja de la ojáncana.

 

Fuimos.

Helena me explicó que la ojáncana era un ser de otro plano y otro tiempo. Me había usado para que le llevara a Maricarmen. La ojáncana come niñas como Maricarmen.

Al salir le pregunté a mi abuela cómo podía creer en esos cuentos.

—Tú lo has dicho, niña. Son cuentos. Pero mejor que Helena nos proteja.

Ya en casa, no podía dejar de pensar en lo que había pasado. ¿Habría alucinado por miedo? Pero la sangre… Esa voz…

Para mí, ese ser estaba preocupado por cuidarme. Yo me había topado con algo o alguien que sangraba, y aún así había querido protegerme, echándome de la cueva. No parecía salido de esa historia horrible que me había contado Helena.

Yo tendría que haber mirado. ¿Por qué me había tapado los ojos? Y ahora tenía que volver para ayudar a la ojáncana. Vencer el miedo.

Mi abuela ya estaba tranquila. Me había dejado en manos de la psicóloga mágica que decía haberme curado el trauma en una sesión.

—Olvídate —me decía—. Vive tu vida. Aprovecha el respeto. Nadie que te haya visto poseída por la ojáncana se animará a desafiarte.

—Imposible olvidarme. Veo las caras de miedo. Todos me miran con miedo, abuela.

—No es miedo. Es respeto. Ahora saben de qué eres capaz.

—Yo no soy así. Nunca hubiese lastimando a Maricarmen. Ni a nadie. Sueño viéndome saltando sobre el pecho de Maricarmen. Me aterra saber que soy así. Que puedo ser así.

—Ya no lo eres. Helena te curó, niña. No te culpes. No fuiste tú la que lastimó a Maricarmen. Fue ella quien la trajo aquí. Fue Maricarmen, la que trajo a la ojáncana, no tú.

—¿Cómo es eso? Dime, abuela.

—El miedo te hubiera hecho seguir siendo una tonta. Maricarmen se hizo cada vez más fuerte, más mala. Estaba segura de que te tenía arrinconada. Se volvió tan mala, que despertó a la ojáncana.

—La presencia —aclaré.

—Pues, sí. Y tú estabas ahí para matar la maldad de Maricarmen y dársela de comer a la ojáncana. Helena me lo ha explicado bien. Ya estás protegida. A ti ya no te usará. Helena te curó. Helena cura el miedo.

Y tenía razón mi abuela. Yo había perdido el miedo. Algo se había generado en mí. Una fuente de poder que no creí tener. Se había creado una cosa nueva, algo poderoso, infinito en energía, capaz de correr con Maricarmen al hombro, saltar y cambiar el sentido del salto en el aire para caer dentro de una cueva. Ir hacia adelante y volver a lo más profundo. Llevar conmigo todo lo que me había hecho sufrir y guardármelo en algún lugar donde pudiera enfrentarlo.

     Me hundía en pensamientos. Ya no era importante el colegio, Maricarmen, las tetitas. Todo lo que hacía era pensar en esa bestia. ¿Por qué sufría tanto? ¿Por qué parecía estar muriendo en esa cueva? ¿Qué puede herir y matar a una bestia?

Tenía que arriesgarme y volver a encontrarme cara a cara con esa bestia.

 

Entré en la cueva, decidida a esperarla.

Un día entero estuve allí. Y nada.

Sólo recuerdo que en lugar de rezar, le grité una frase a la bestia ausente:

—¡No tengas miedo!

La ojáncana nunca apareció.

Dudé del sentido de ese grito, un fuego que me quemó la garganta. Quizá me lo había dicho a mí misma. Quizá la ojáncana y yo teníamos demasiado en común. Tal vez éramos lo mismo. Pero ya no había nadie en esa cueva. Nadie para escucharme. ¿Y si Helena había cerrado el paso?

La bestia parecía estar muy lejos. Ni rastros de lo que había pasado.

Con el tiempo, todo se fue ordenando. Seguí yendo al colegio, pude hacerme un espacio. Tuve amistades, salvo Maricarmen. Ella nunca olvidó. Sospecho que también tuvo que ir a ver a Helena, que se ocupaba de esas cosas. Y a Maricarmen le costaba superar ese trauma.

Las dos hicimos lo que pudimos. Los meses fueron pasando. Mi familia decidió volver a Buenos Aires. Yo también tuve que volver con ellos.

Dejé a mi abuela en Galicia. Dejé demasiado en Galicia.

 

Helena murió, cuando yo ya estaba estudiando en la universidad de Buenos Aires.

Hace unos años también murió mi abuela, ya casi no tenía nada en Galicia. Creí que nunca tendría ganas de volver. Sin mi abuela, Galicia estaba muerta también.

Pero volví a Galicia, ya casada y con una hija.

Intenté reconstruir las escenas del colegio, la visita a la cueva, la cura de Helena. Quise darle un sentido a toda esa magia que me hizo sobrevivir en Galicia, en la infancia salvaje que había tenido en Galicia.

Al regresar al pueblo con mi propia familia, me reencontré con la que me quedaba: algunos primos, pocos tíos. Intentaba buscar trozos de pasado en charlas, miradas, espacios, aromas.

El colegio que parecía tan grande y solitario en lo alto de una montaña, ahora estaba en el medio de todo. Rodeado por un pueblo que lo había dejado chico. Me imaginé la corrida detrás de Maricarmen, y en ese momento hubiese sido imposible correrla tanto.

Buscando el río, buscando lugares donde caminaba con mi abuela, me crucé con Maricarmen. Y ella, que viajaba en auto, paró en la carretera y se bajó a saludar.

Me abrazó como si se estuviera disculpando, y yo la abracé para pedirle perdón. No había rencor. Las dos curadas.

Pero tuve que volver a esa cueva.

Lo guié a mi marido que manejaba el auto, como había guiado mi abuela al taxista que nos había llevado hasta Camariñas. Recordaba el camino, que ahora llegaba hasta la vieja iglesia. La ermita donde había ido con mi abuela se había convertido en un famoso lugar turístico, y estaba conectada por carretera y unida a la ruta de los faros. El pueblo vivía del turismo.

En un mostrador con folletos, una señora explicaba los detalles de la arquitectura de la ermita, las leyendas de su carácter milagroso y ofrecía los amuletos de protección para cada una de las calamidades que pueden afectar a las personas.

Yo me fui sola a buscar la cueva.

Nadie había transitado el camino que yo recordaba, estaba tupido de pasto y olvidado. Tuve que inventar un nuevo camino para llegar al mar. Zigzagueando para no resbalarme entre las piedras, busqué bajar a la cueva. Pero la cueva tampoco estaba. Ese agujero que recordaba nunca apareció. Llegué hasta la orilla del mar. Miré hacia arriba y toda la costa acantilada era una mole de tierra y piedra maciza. Ningún agujero.

Subí otra vez, como pude. Buscando un camino entre las piedras y la tierra.

Llegué a la iglesia, triste.

Entré y recé por mi abuela, por Helena, por la bestia, por la ojáncana, que había tenido la posibilidad de comerme y no había querido.

Sigo intentando encontrar el significado de haber visto a esa bestia muriendo en la cueva, queriendo escapar de la muerte. Moría porque yo le había negado el alimento. Al no haberle llevado a Maricarmen, hubiera sido lógico matarme a mí. Comerme a mí. Pero me dejó vivir. Me dejó ir.

Aún conservo algo de ella, la siento dentro de mí. Y ese grito, que le dije en la cueva, fue lo que agotó su fuego y encendió el mío. El “No tengas miedo” que le grité a la ojáncana fue una orden que me di a mí misma.

Ya no tengo miedo de la bestia que me habita. La llevo conmigo. Está latente dentro. Me acompaña sin lastimarme y sin lastimar. Pero sé que está ahí.

Ya no necesito ir a la cueva, a Galicia, a mi abuela. Toda esa protección ya no está afuera, en el mundo. Está dentro de mí.