Twitter Facebook
Entrar o Registrarse
desc

Si no tienes cuenta Regístrate.

Mobi Epub Pdf  

Xenofobia

Martinez, Adan Emmanuel

  

 

   El relámpago que vino antes del trueno hizo que Alfredo notara la silueta del último niño de la fila, agazapado cerca de la puerta, como si estuviera luchando contra un miedo inusual a los almacenes. La luz se cortó después del trueno, y el “uuuhhh” de todos fue a coro. El “uuuhhh” de Alfredo sonó con un fastidio acostumbrado, el de Eliana fue más bien triste, y las únicas dos personas de la cola, una mujer gorda y un anciano de ojos grises, cantaron el “uuuhhh” de forma decreciente, ella en tono en grave y él en tono agudo.

   La hija del almacenero dejó su labor de acomodar las facturas y fue a buscar una linterna.

   - Es la tercera vez en la semana – comentó la señora – Es una vergüenza.

   Alfredo contestó con un movimiento de cabeza que nadie vio y fue a desenchufar la exhibidora en la que tenía amontonadas las bebidas. La última vez había regresado la luz con tanta fuerza que le quemó una heladera, la que estaba en el rincón que ahora ocupaba una góndola de panes dieteticos.

   - ¡Eliana! … Disculpe, ya le cobro.

   - Esta bien, no hay problema.

   La hija del almacenero apareció con la linterna desde el fondo y se acercó a ayudar a su padre a desconectar la heladera, pero este la rechazó y le dijo que cobrara.

   - ¿Usted Roque? – preguntó el almacenero entre las sombras de las góndolas - ¿Qué necesita? Digame y se lo voy buscando.

   - Mire que no hay apuro, eh. Haga, haga tranquilo.

   - No, digame.

   - ¿Cinco pesos por casualidad señora?

   - Creo que tenía, tesoro. A ver.

   - No, de esa marca no tengo, tengo los otros… Eliana, fijate si nos queda harina para pizza Inca.

   Un haz de luz se movió entre la noche encerrada entre el ligero aroma a panes y conservas, hizo una curva fugaz entre la maquina registradora, la pared de los cereales, el techo, y finalmente se detuvo detrás de la sombra que la manejaba.

   - Quedó una sola.

   - Sí, una esta bien.

   - Una está bien. Dejala sobre la mesa y cobrale a Don Roque.

   - Creo que son cinco pesos, querida – dijo la mujer riendo – Con esta oscuridad no veo nada. A ver,  alumbrame el billete.

   - ¿Vos nene? ¿Qué vas a querer?

   Alfredo escuchó un gemido entrecortado, demasiado silencioso para ser el comienzo de un llanto, pero lo suficientemente fuerte como para que lo escuchara por sobre el ruido de la lluvia. El nene seguía con un pie afuera, debajo del toldito de la tienda. “Where am I?”. Un susurro inentendible.

   - No, este es de veinte. No importa, no se haga problema.

   - Tengo tengo, dejame buscar corazón. Cobrale al señor mientras.

   - Espero que con esta lluvia refresque un poco ¿Cuanto es la harina? Ah, y llevo este paquete de azúcar.

   - Yo también, el calor pone loca a la gente. Sería todo dieciocho con cincuenta.

   - Acá tengo querida, a ver, alumbrame el billete…. Sí, este es el de cinco ¿Conoce usted, Don Roque, el cruce allá cerca de Alberdi? Bueno, la semana pasada que el día fue un horno, hizo… ¿Cuánto, cuarenta y cinco de térmica?

   - Llegó a cuarenta y ocho.

   - Un día de esos, se lo juro, un tipo se subió a un colectivo con una especie de fierro por que le habían rozado el auto, en la parte de atrás ¡Se subió a dárselo por la cabeza al chofer! Y de repente veo que el señor este cae sobre la calle, y baja el colectivero con otro palo de metal, que vaya a saber de donde lo sacó, y empezaron a golpearse hasta que vino la policía…

   - La gente está loca…

   - Gracias señora.

   - A vos corazón, espero que vuelva rápido la luz. ¿Y tu papá?

   El hombre apareció viniendo de la vereda, cubriéndose de la lluvia con una bolsa. Debajo suyo un niño lloraba silenciosamente.

   - Este nene está perdido – dijo Alfredo.

   La señora se acercó y detrás de ella Eliana, quien con la linterna trató de iluminarlo de manera delicada, para no asustarlo más de lo que estaba. El chico llevaba puesto un chalequito rojo sobre una camisa blanca, una corbata azul y unos pantalones cortos grises. Y tenía un gorrito tan perfumado que parecía haberse escapado de un campo de lavanda oculto en alguna parte de la lluvia. Era rubio, de ojos verdes y nariz pecosa, y tenía una expresión de desamparo exquisito, como si fuera el hijo perdido de un duque.

   - Hola, dulzura ¿Dónde están tus papás?

   Al no obtener respuesta y ser completamente ignorada, la mujer le preguntó al almacenero si tenía alguna identificación.

   - No sé, apenas lo vi llorar en la puerta salí a la vereda para buscar a alguien.

   - ¿Nos prestás tu mochilita, así vemos si tenés algún teléfono de tus papis en el cuaderno?

   El chico la miró, pero seguía sin responder. Eliana se le acercó con una actitud menos artificiosa y le quitó suavemente la mochila que le colgaba, sin encontrar ninguna resistencia.

   - Parece que no entiende ninguna palabra – dijo el viejo de ojos grises.

   - Recién me habló en inglés – comentó la sombra del almacenero – Eli, vos que sabes un poco, preguntale como se llama, o donde queda su casa.

   El chico respondió a su nombre en voz baja, y solo dijo “James”.

   - ¿James? – confirmó Eliana.

   La cabecita del chico se movió de arriba hacia abajo, lentamente. Sin dejar de mirarlo, Eliana le alcanzó la mochila al padre.

   - Tomá papá, fijate si encontrás algo… And your home, James?

   - Debe ser de alguna familia de extranjeros – acotó el viejo, y de repente su cara se iluminó – Alfredo, el mes pasado la hermana de Servian se trajo un yanqui a vivir a la casa, y está acá a siete cuadras, para el lado de la avenida. Este puede ser su hijo, o un sobrino.

   - ¿Seguro?

   - Creo que era yanqui, o francés… Ahora me hiciste dudar. Pará que recuerde bien.

   El almacenero se acercó a la puerta y vació las cosas sobre el exhibidor de dieteticos, mientras la mujer se fue a la vereda y con el paraguas se quedó mirando hacia ambos lados.

   - ¡No hay un alma en la calle! – exclamó la mujer – Pobre criatura, lo habrán dejado en la puerta.

   - O se perdió, doña… – dijo el almacenero, mientras abría los cuadernos.

   - No creo. Mírelo. El chico está seco. Lo trajeron con un paraguas y se lo dejaron, Alfredo. Vieron gente y se lo dejaron.

   - James… ¿Your home? – volvió a insistir Eliana, sin que se volviera a repetir el milagro de una respuesta.

   - Va a tener que llamar a la policía para que se lo lleve – acotó el viejo, acercándose a la entrada.

   El almacenero abandonó la tarea de intentar entender algo de lo escrito y sacó su celular para llamar a alguna autoridad, pero se dio cuenta que no tenía señal. Le dijo a su hija que intentara ella con el suyo, pero tampoco tenía.

   - Y bueno, intente con el teléfono de línea, Alfredo – aconsejó la mujer, viniendo con el paraguas mojado desde la vereda.

   - Funciona solo cuando hay luz – le respondió Eliana.

   - Ah, es de esos nuevos… - suspiró el viejo con un poco de fastidio – Mi nieto tiene uno y nunca lo puedo llamar por que siempre lo tiene desconectado. Eso es por que ahora todos se manejan con los celulares, vio.

    - Nena, vení y fijate si encontrás alguna dirección vos entre todo esto, por que yo no entiendo ni jota… ¿Puede ir a su casa doña, y llamar a la policía? Si tiene línea.

   - Si, no se preocupe. Llego y llamo.

   Pero la mujer no fue a ningún lado. Quizás esperaba que la lluvia cese, o simplemente estaba inmóvil por la curiosidad, como tan a menudo le sucedía.

  Cuando Eliana agarró el cuaderno que parecía más grande, se dedicó solamente a buscar entre las primeras paginas algún dato. No se detuvo a mirar los dibujos infantiles, ni las fechas, ni las palabras. Luego tomó el segundo cuaderno que descansaba abierto debajo de la cartuchera. Este no tenía ningún dibujo. Los fragmentos eran espaciados, estaban escritos en inglés con una cursiva fina y adulta; tenía fechas de ayer y de anteayer. Miró la primera página y acercando la linterna a la hoja comenzó a traducir en voz alta:

   - Escuela William Pitt. Estudiante: James Arthur Standwin. Seis años. Dirección: Avenida Beresford cuarenta y cinco.

   - No conozco esa escuela, ni la calle – dijo el padre, acercándose a tratar de comprender la lectura - ¿Usted?

   Don Roque negó con la cabeza, le hizo la misma pregunta a la mujer, y la mujer dijo que no.

   Entonces, como si la oscuridad en el almacén se concentrara en el fondo, más allá del mostrador, algo surgió y se escuchó un “crack”, alguien pisó algo, un paquete de papas, quizás un lápiz caído, y luego esa sombra dijo unas palabras que sonaron tan extrañas como el perfume dulce que traía el chico:

   - Hay que matarlo, papá.

   Costaba discernir la figura en pijama de la noche derramada entre los anaqueles del lugar, pero todos vieron su sonrisa de cinismo, la primera mueca que hacía en su vida.

   - Es un peligro para nuestra forma de vivir, papá – volvió a decir su hijo.

   - Eliana, ¿Qué dice acá? Lo último que está escrito.

   - Creo que dice… “el veintiocho de junio la escuela celebrará con un acto la conquista…” No, está mal. No puede ser.

   Rápidamente tomó el primer cuaderno que había pasado por alto y esta vez se detuvo en los dibujos infantiles de banderas y días patrios. Se dio cuenta que eran absurdos hasta para un chico de seis años. Y estaban aprobados con buen puntaje.

   Don Roque abrió un mapa político que estaba pegado en una de las páginas del cuaderno: Era un mapa de la República Argentina, pero a la vez no lo era. Los colores estaban mal distribuidos, los limites y los nombres eran otros.

   El hijo del almacenero ya había prendido una garrafita y preparado un mate. Inició la ronda mientras un relámpago iluminó sus ojos.

   - Este chico viene del otro lado de la calle – esperó al trueno para continuar – Allá no hubo agua hirviendo cayendo de las terrazas, por que nunca llegó a calentarse. No hubo tropa de reconquista, por que Liniers nunca regresó. Hay que matarlo ya.

   El niño caminó al exterior murmurando en su idioma, pero Eliana lo agarró del brazo y lo trajo de vuelta al centro del almacén, y los sollozos que un principio despertaron compasión se convirtieron en un llanto asqueroso. Comenzó a tratar de librarse como un insecto en una telaraña.

   - ¿Por que hay que matarlo? – preguntó Alfredo.

   - Por que lo van a venir a buscar. Primero sus papás, y cuando estén los tres van a caer tres más, luego doce, y de forma exponencial todo su mundo. Y la lluvia no ayuda. Miren, el resultado es casi siempre un colapso entre realidades que no les puedo explicar por que no lo van a entender, y siempre queda la dominante: En este caso sería una especie de oligarquía ríobritánica – y contemplando el mate en su mano añadió: –  Nosotros tenemos todas la de perder.

   - Entonces lo mato yo – dijo el almacenero, sacando una tijera del mostrador.

   - Papá, no sabés nada de purgas dimensionales. Lo tenemos que ahogar. El agua es un elemento conductivo entre universos y por eso la muerte de este chico tiene que ser por ahogamiento. Guardá esa tijera, vamos a hacerlo tranquilo. Me cebo éste y te guío como lo tenés que hacer.

   Se abrieron paso entre la oscuridad hasta un patio que dividía el comercio de la casa del fondo. En una rápida inspección Eliana hizo un alto para quitar el cobertor de la pileta de lona que comenzaba a venirse abajo con el agua de lluvia.

   - Mañana ya tenemos que cambiar el agua de la pileta – comentó.

   Entraron a la casa y se secaron los pies en el felpudo. Había una gotera cerca, en la esquina del pasillo, con una olla rebalsando de agua de lluvia. Ni siquiera hacia falta llenarla. Alfredo llamó a los demás para que se lo trajeran.

   El chico estaba en un estado de histeria calamitosa. En medio de su lloriqueo empezó a resistirse y a lanzar patadas, no dejaba de chillar “Dad! Dad!”, hasta que el viejo le pegó una cachetada en la boca y le tiró la gorrita.

   Mientras su hija los alumbraba con la linterna, el almacenero tomó al chico de la nuca y le sumergió la cabeza en la olla. En los primeros segundos se le zafó y quiso escaparse, pero los demás lo atraparon y le reclamaron con prisa que lo volviera a ahogar. “¡El colapso!” le gritaban “¡El colapso de universos se acerca!”

   La luz de la linterna que sostenía Eliana se tornó extraña, se hizo más pálida. Pensó que se estaba quedando sin pilas, hasta que vio que la iluminación estaba en todas partes.

   - Volvió la luz – susurró alguien.

   El almacenero aflojó su mano lo suficiente como para que el chico escapara hacia el patio tosiendo y llorando, tropezándose, lleno de terror hacia más allá, donde la lluvia del frente se confundía con la lluvia del patio; donde las luces del almacén, más allá del patio oscuro, iluminaban todos los resquicios.

   - Y así te agradecen los mocosos – comentó el viejo, tomando el envase de champú de la mano del almacenero – Te dije. Tenés que arreglar ese bache en la vereda por que un día vas a tener a uno accidentado.

   - Sí, la sacó barata. Fue de cabeza al barro nada más. Vaya Don Roque. Usted también doña. Vayan, nomás, gracias.

   Y detrás de la partida de los dos clientes que se habían quedado para ayudar, se encontró con la inmutable mirada de su hijo, parado ahí, balanceándose al son de alguna rara canción interior.

   - Eliana, tu hermano volvió a escaparse de la pieza. Yo ahora llamo y aviso lo que pasó – Alfredo cruzó la puerta.

   Antes de agarrar el teléfono enchufó la exhibidora y guardó los cuadernos desparramados llenos de mamarrachos y mapas mal pintados en la mochilita.

   - Por Dios, Servian, como gritaba el pibe de tu cuñado… – el almacenero apretó con fuerza el tubo del teléfono, recordando el llanto inentendible – Tratamos de sacarle el barro de la cabeza pero me armó un escándalo terrible, como si lo quisiera matar. Hasta mi hijo reaccionó con el llanto. Apareció parado en el recibidor, como si fuera a hablarme.

 

Mi nombre es Adan Emmanuel Martinez, soy de Morón, Buenos Aires, y  hace un tiempo publiqué un libro con cuentos de ciencia ficción (El Mecanismo Septiembre y los Universos como Jardines). Adoro la ficción científica desde adolescente y hace un año tuve el placer de tener un encuentro en la casa de Pablo Capanna y poder hablar con él. En este momento aparte de escribir estudio cine con el propósito de en algún futuro participar en una película nacional ligada a esta temática, cosa que no abunda mucho.