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ZX Bang

Eximeno, Santiago

Dicen que cuando un niño nace, llora.


A mí cuando me descargan en un MMORPG me acompaña el aullido sin alma del altavoz interno. En ambos casos el efecto logrado es mucho más incómodo para los demás que para el recién llegado, claro. De hecho yo no tengo constancia de sonido alguno, e imagino que en esa realidad inasible que los de dentro llamamos el-otro-lado el altavoz interno estará más que olvidado, por lo que esa cacofonía infernal que es mi canción de entrada brotará de tarjetas de sonido integradas en la placa y pocos, muy pocos, le prestarán atención. Si es que queda alguien en el-otro-lado que pueda oírlo.

En esta ocasión nada es distinto: bandas horizontales azules y amarillas, un agónico pitido final y estoy dentro. En el escenario. En el mundo. En cuanto adquiero presencia corpórea me muevo. O, al menos, lo intento. Para mí, criatura nacida cuando sugerir era más valioso que mostrar, avanzar por un entorno tridimensional representa un verdadero esfuerzo. Por muchas veces que lo haya hecho anteriormente nunca me acostumbro. Quizá sea porque a pesar de las sucesivas experiencias no logro recordarlo del todo. Las limitaciones de memoria que impone el hardware que me compila –sea un emulador, sea el hardware original– suponen, a la larga, un pequeño problema de identidad. Recuerdos fragmentados que antaño almacenaba en cinta y ahora residen en las nubes. Tan lejos, tan cerca. En cualquier caso, las instrucciones que me ha dado el hombre que ha contratado mis servicios están grabadas a fuego en la rutina principal de mi código. Constantes que no van a variar durante lo que dure este trabajo. Eso sí que no puedo olvidarlo.

Soy un pistolero, un mercenario, un asesino a sueldo. De los buenos, de los de ocho bits. Los clientes que me contratan lo hacen por dos motivos: eficacia y nostalgia. Poca gente quiere trabajar en estos tiempos con pixelizados en 2D, pero los clientes con experiencia, los de generaciones anteriores, los que sabían acariciar el azimut hasta volver loco al reproductor, saben reconocer que hacemos nuestro trabajo a la perfección. Así que aquí estoy, en un sandbox absurdo que muestra una puesta de sol en el horizonte y lo que pretende ser la calle principal de un pueblo típico del Lejano Oeste. Típico tópico. El pueblo tiene lo esencial: su BARBERÍA, su BANCO, su SALOON. Y alzándose entre ellos, orgulloso, su HOTEL. Y hacia allí me dirijo, sin prestar demasiada atención a los avatares que se arremolinan a mi alrededor con su incómoda mezcla de suavidad y torpeza. Avatares que me contemplan con curiosidad indisimulada: un forastero salido de otra época,  digitalizado en ocho brillantes colores y apenas esbozado en unos pocos kas. Alguien que llama la atención, que los atrae como la luz a las polillas. Alguien peligroso.

No logro apreciar las presuntas virtudes del escenario que me rodea. Aunque gráficamente es brillante (no puede ser de otro modo si quiere mantener los ingresos económicos que lo sostienen) los colores están apagados, como si todo este mundo fuera de madera carcomida y hubiera estado demasiado tiempo expuesto al sol. No dudo que para observadores externos debe ser más hermoso que un fondo negro y un puñado de puntos moviéndose erráticamente de un lado a otro, pero cuando estás dentro, cuando vives en este entorno, te aseguro que es muy diferente.

Tardo una eternidad en llegar hasta la puerta del HOTEL. Me cuesta encontrar la dirección correcta y en varias ocasiones mis movimientos erróneos me obligan a dar la vuelta y recorrer mis pasos a la inversa. Me siento ridículo, viejo, fuera de lugar. Algunos de esos modelos renderizados se detienen junto a mí y me hablan con sus voces melódicas.


—Apartad vuestro avatar de aquí si queréis vivir —les digo con un berrido sintetizado que no me hace justicia.

La mayoría ni siquiera se atreve a moverse cuando me ven llegar. Saben lo que soy, saben a qué he venido. O lo intuyen al menos. Lo único que temen es ser los elegidos. Cuando comprenden que mi víctima se oculta en el HOTEL reanudan sus paseos por la calle principal, arrastrando sus pies (modelados con obsesivo detalle) por la textura de arena. En ocasiones veo que un halo dorado rodea sus cuerpos, sobre todo al detenerse uno junto a otro. Me pregunto qué tipo de información intercambian. Qué contenido se vuelca de uno a otro. Para mí son opacos, confusos. Incomprensibles. De otra época. Ni siquiera sé si todos ellos son avatares. Algunos podrían ser simples PNJ que el sistema genera para su entretenimiento. En cualquier caso, yo no sabría diferenciar a los vivos de los muertos, a los gobernados por otros de los que creen poseer conciencia propia.

Qué más da.

Me estoy haciendo viejo.

En el interior del HOTEL todo es brillante y luminoso. Sorpresa. Casi me siento como en casa. Lástima de ausencia de bidimensionalidad. Un programa de atención básica, vestido de mujer joven con poca ropa, espera en la entrada. Me sonríe y me ofrece la llave de una habitación. Antes de aceptarla doy una (metafórica) vuelta por la entrada. Contemplo la decoración, compuesta en su mayoría por objetos de Dominio Público y alguna que otra licencia Creative Commons. Es curioso que un lugar que exige un pago tan alto a sus usuarios se esfuerce tan poco por los detalles. Imagino que al fin y al cabo aquí hay algo más que simple decorado, que los que pagan y se vuelcan en este MMORPG disfrutan de más opciones que desconozco. Me recuerda a otro lugar en el que estuve hace ya mucho tiempo, un remedo pixelado de estas creaciones, un lugar que me recordaba a mis orígenes pero que al mismo tiempo era aberrante. Allí lo hermoso era construirte tus propios objetos, tu propia casa, tus propios enemigos. Tu vida, por si la que tenías era insuficiente.

No me siento cómodo aquí.

De pronto siento la necesidad de terminar cuanto antes el trabajo y marcharme. Si no fuera consciente de las órdenes implantadas en mis rutinas habría creído durante un picosegundo que gozaba de libre albedrío. Cojo las llaves de las manos del programa-señorita y me dirijo a las escaleras. Las habitaciones están arriba, como siempre. Los diseñadores trabajan con modelos básicos y añaden aquí y allá un par de pinceladas empapadas de desgana. Imaginación al poder. Tengo que subir veintitrés escalones para llegar al piso superior. Para mí las escaleras son complicadas, ya que mi diseño no proporciona la movilidad que este tipo de obstáculos exige. Mucho menos en un entorno tridimensional. Así que dejo a un lado mi  dignidad, si la poseo, y me arrastro por los escalones como si fuera un gusano quebrado. Es patético, lo sé, pero un trabajo es un trabajo.

Arriba no hay nadie. Accedo a un largo pasillo, con puertas a ambos lados. Con demasiadas puertas. Es difícil creer que todo esto puede estar contenido en el edificio que contemplaba desde la calle. Otro defecto de estos mundos impostados que a nadie parece llamar la atención. Más aún, no creo que nadie le de importancia ni lo penalice. La coherencia murió cuando llegaron los treinta y dos bits. No quiero ponerme nostálgico; no puedo evitarlo. Quizá fuera mejor que no existieran los emuladores; me permitiría descansar, olvidado en una vieja cinta, ajeno a problemas de azimut y contadores equivocados. Quizá fuera mejor que la generación que disfrutó de ordenadores con teclas de goma y de pantallas de fósforo verde ya no tuviera acceso a la red de redes. Que los hubieran desconectado a todos antes del Gran Volcado. Pero claro, eso es una utopía, una historia de ciencia-ficción de novela barata. La realidad siempre es distopía. Aquí están los que tenían dinero para estar. Los que no lo tenían mantienen esas conexiones erráticas y aleatorias, flotando alrededor de los enlaces de conexión gratuitos como mariposas arrastradas por el viento. Ellos ni siquiera me conocen, mucho menos me recuerdan. Y con mi aspecto actual nunca lograría que me respetaran.

Quizá mi tiempo ya haya pasado.

Es algo en lo que pensaré cuando termine el trabajo, cuando esté de vuelta en mi tumba de unos y ceros. Avanzo píxel a píxel por el pasillo hasta que encuentro la puerta de la habitación que estoy buscando. Habitación 1982. Qué adecuado. Si mi cliente no se ha equivocado –y tengo la certeza de que es así–, es aquí. El final del camino, otra vez. Durante un instante pienso que sería original golpear con mis nudillos la puerta, esperar a que me abran. Después recuerdo que en realidad mis manos son armas, que las pistolas están fundidas a los píxeles naranjas de mis dedos. Que lo que debo hacer es ahorrar memoria y tiempo de proceso y acabar ya con esto.
Invoco un POKE, atravieso la puerta como una aparición y voilà, ya estoy dentro. La habitación es aséptica, mínima, lo que indica los apuros económicos que está pasando su dueño. Su avatar, sentado en la cama, el único mueble de todo el cuarto, está desnudo. Y tiene una erección.

Es tan ridículo que no sé qué decir, así que le permito hablar primero.

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué entras sin permiso? Hotel, identificación de visita —dice.

Una voz preciosa. Clara, única, no reciclada. Quizá un sintetizado de su propia voz. Debe costar una fortuna.

—Me envía tu padre —digo—. Estás arruinando a tu familia con los gastos que has contraído en este MMORPG. Estoy aquí para rescindir tu contrato.

El avatar se incorpora. Ahora está completamente vestido. Me confunden estas acciones incoherentes. ¿Por qué todo tiene que ser tan apresurado, tan inmediato? ¿Por qué viven sus patéticas existencias con tanta prisa? Su rostro carece de expresión, así que no puedo saber qué es lo que está pensando. Sus palabras, sin embargo, son bastante claras.

—No. Por favor. No. Espera. He volcado mi conciencia aquí. Completa.

—Lo sé —le digo—. Tu padre lo sabe. Tú has volcado aquí tu conciencia, yo carezco de ella. Espero que lo comprendas.

Ahora sí que está asustado. Se mueve de un lado a otro demasiado rápido, como una mosca revoloteando, buscando una salida que no existe. Si yo estoy aquí y si él está conmigo es porque hemos cerrado un ciclo del programa. Porque los administradores nos han abierto una puerta.

Porque he utilizado un POKE. No hay escapatoria, pero él todavía no lo sabe.

—¿Papá? —dice.

—Yo no soy tu padre —respondo.

De nuevo la nostalgia. Una frase que he utilizado en muchas ocasiones solo porque la grabaron en mis archivos de recursos cuando tenía un sentido para los de el-otro-lado. ¿Cuántos de estos nuevos jugadores pueden entender el chiste? Ninguno. Alzo los brazos, disparo. Una y otra vez. El avatar se desgarra entre gritos, entre súplicas. La entidad que alberga se deshace en líneas de código máquina que se desparraman por el suelo, se filtran entre las grietas de las texturas, se consumen. PEEKaboo.

—¿Clive?

Me vuelvo –oh, permitidme la licencia– al oír una voz inesperada a mi espalda. No había sido consciente hasta este ciclo de que había otra puerta en la habitación. La puerta está abierta y veo que conduce a un cuarto de baño. Maldito presunto realismo. Una mujer desnuda está allí, de pie, mirándome. Su modelado tiene la desproporción adecuada, esa que indica que ha sido desarrollada por un hombre.

—Clive ya no está —digo.

—Imagino que ahora me violarás —dice ella.

Está claro que en los últimos años los videojuegos han perdido el norte. Sonrío con tristeza. A mí me programaron en los años ochenta. En aquella época o bien eran demasiado jóvenes o bien demasiado puritanos para manejar estas situaciones. No estoy dotado para hacer lo que ella espera de mí, así que simplemente salgo de allí.

De la habitación 1982.

Del HOTEL.

Del escenario.

Del mundo.

Sentado en la arena, contemplo la puesta de sol en el horizonte. A lo lejos, en el cielo, la silueta de un águila revolotea de un lado a otro siguiendo un patrón prefijado. Lo hace varias veces mientras espero la desconexión.

Otro trabajo bien hecho. Otra consciencia disipada en la fría red de redes. Lo he hecho cien veces, volveré a hacerlo otras cien. Al final todas estas acciones se parecen. Al final me limito a ejecutar movimientos que he ejecutado cientos de veces anteriormente.

Como todo el mundo sabe, si esperas el tiempo suficiente todos los ciclos se repiten.

 Todos.

 Imagino que el mío llegará a su fin antes o después.