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Melodía en verde

Pérez Gil, Alicia

 

Lo primero que hizo fue acercarse al fregadero. Tenía sed y se encontraba mareada, como si en lugar de un desmayo inoportuno se hubiese despertado de una borrachera. Notó que alguien la observaba desde algún lugar más oscuro de la propia habitación. Volvió la cabeza con cuidado y vio a una mujer que vigilaba un cochecito en el que parecía dormir un bebé; sólo que el silencio de la habitación era  tan absoluto que Noemí creyó que en realidad el carrito estaba vacío. La sed era insoportable.

  Abrió el grifo, pero no salió agua. Lo cerró con un golpe seco. Volvió a abrirlo. Nada. Las sienes le latían como dos pequeños corazones que le hubiesen crecido a los lados de la cabeza.

—¿Por qué dormías en el suelo? – La mujer no detuvo el vaivén.

—No estaba durmiendo. He debido de desmayarme, pero no lo recuerdo. –  Era la primera vez que  veía a la otra mujer.– Escucha.

—¿Qué?

  Noemí se acercó a la puerta, a juego con los muebles de estilo rústico, teñidos de un color oliva muy poco común.

—¿No lo has oído? Parecía una cisterna que desaguaba.

—No lo sé. Yo no he oído nada y Sarita tampoco. El ruido de una cisterna la habría despertado. – La mujer acomodó una mantita verde lima que dibujaba la forma de la niña.

—Juraría que he oído una cisterna; pero bueno, da igual. Voy al baño de arriba. Tengo que ducharme antes de que  llegue Jonathan. Y ni siquiera sé qué ponerme. Viene a buscarme a las nueve.

La mujer meció con un poco más de brío el cochecito de la nena.

—Pues date prisa entonces. Sólo tienes una hora.

—Claro, no te preocupes. Voy a encender la luz.. No se ve nada.

  Buscó el interruptor, lo accionó. Lo mismo que con el grifo, no sucedió nada.

  Medio a tientas encontró el pomo de la puerta. Parecía agarrotado. Trató de girarlo, pero no consiguió que se moviera. Lo soltó y se alejó un par de pasos. La oscuridad parecía haberse solidificado en aquella esquina. De nuevo se acercó, recuperó los dos pasos con los brazos extendidos, para empujarla. Chocó contra ella con toda la fuerza de su cuerpo esbelto, modelado en un gimnasio, pero la puerta no se movió. No sólo permaneció cerrada, sino que tampoco crujió, ni tembló, ni se recolocó sobre los goznes. No hubo un pequeño titubeo, ni la impresión de que cedía unos milímetros para volver enseguida a su posición inicial.

  Noemí miró hacia atrás por encima del hombro. La mujer y el bebé callaban como muertos. Ni siquiera oía sus respiraciones. La verdad era que no sabía si seguían allí. De nuevo alargó el brazo en busca del interruptor, pero dejó que cayera inerte a lo largo de su cuerpo antes de encontrarlo. Se había olvidado de que la luz no funcionaba.

—¿Oye? – La punta de la lengua se le pegó un momento al paladar. Necesitaba un vaso de agua.

—Pensé que te habías ido.

  Noemí se sobresaltó. Era imposible que la mujer hubiera salido de la habitación, pero la respuesta la pilló desprevenida. Supuso que se debía a la oscuridad tan densa, a ese ambiente al que sólo le faltaban los crujidos, los sonidos extraños de pies que se deslizasen o los chirridos de bisagras mal engrasadas.

—No puedo abrir la puerta.

  Inmediatamente después de decirlo se arrepintió. Oyó unos pasos cortos y decididos que se le acercaban desde atrás.

—Tienes razón, – La desconocida hizo una pausa—. Hoy no funciona nada ¿Se ha atascado? Espera, te ayudo y empujamos juntas.

—No, no importa – Noemí se alegró de encontrarse entre tinieblas; de otro modo no habría podido ocultar su respingo—. La niña puede asustarse de la oscuridad. Mejor quédate con ella.

  Mientras hablaba apoyaba todo su peso contra la puerta. Incluso tuvo la idea de que quizá se abriese hacia adentro y atrajo la hoja hacia sí. Pero seguía anquilosada como una estatua gigante.

  Cuando se cansó del forcejeo, Noemí se sentó en el suelo y se abrazó las rodillas.

 

  Se despertó sobre su propia cama, en su habitación, tendida sobre la colcha. Tenía sed. Se le había secado la boca y la lengua se le pegaba al paladar como si fuera de velcro. Si no calmaba la garganta irritada no podría centrarse en la preparación de su cita. Faltaba poco y no sabía qué conjunto le sentaría mejor.

  Se dio cuenta de que solamente llevaba un zapato y de que ya se había colocado a medias su vestido favorito: uno de gasa verde que caía hasta los pies y se sujetaba al pecho con una banda elástica muy ancha cubierta de cristalitos multicolor que reflejaban la luz y emitían pequeños arco iris iridiscentes. Cuando Jonathan la viera no sabría qué decir. 

  Quiso encender la lámpara del techo, accionó el interruptor varias veces, pero la oscuridad se mantuvo. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que tampoco había iluminación alguna en el exterior. Decidió no preocuparse de ello por el momento. Su prioridad era calmar la sed, así que se quitó el zapato que aún llevaba puesto y se dio la vuelta.

  Llegó hasta la puerta del aseo sin un titubeo. Le gustó la sensación de reconocer el terreno en la oscuridad. Si entraba algún intruso ella estaría en una posición ventajosa.

  La impresión de seguridad no duró mucho tiempo: la manilla no giró. Noemí respiró hondo y volvió a intentarlo. La puerta del baño reaccionaba lo mismo que una mole de acero. Contra su voluntad se llevó una mano a la garganta. Sintió cómo se le aceleraba el pulso y cómo un pequeño zumbido en las sienes, que había notado al despertar, se recrudecía. De pronto, lo único que necesitaba era salir de la habitación y encontrar a Jonathan ¿Por qué el silencio? ¿Por qué no había luz? ¿Por qué no podía abrir?

  Pero Jonathan no había aparecido. O quizá sí. Quizá había llamado a la puerta principal,  habría golpeado la hasta hacerse sangrar los nudillos y ella no habría contestado. Era una estúpida, no había luz, pero las cosas quedaban muy claras: todo apagado, el silencio, ni una nota, ni una llamada para avisar de que no la encontraría en casa. Un desastre. La cita para la que llevaba toda la vida preparándose no se celebraría jamás

—¿Noemí?

  O  sí.

—¿Jonathan?

  Oyó unos pasos que subían por la escalera.

—¿Dónde estás? ¿Estás bien? Has dejado la puerta de la calle abierta.

  Noemí no sabía qué la alegraba más, la puerta abierta o que Jonathan hubiese aparecido. Sonrió como si él pudiese verla desde el pasillo, se alisó el pelo rubio y largo con una mano y se aseguró de que el vestido caía en pliegues perfectos hasta sus tobillos. Habría matado por una vela con la que poder buscar los zapatos.

—Estoy en mi cuarto. La puerta se ha atascado.

—Sigue hablando. No veo nada y no sé dónde está tu cuarto.

—No sé qué decirte. Podría cantar, supongo, aunque mejor no. Me daría la sensación de haber vuelto a un concurso de mises.  En realidad nunca me ha gustado pronunciar discursos, así que espero que date prisa, por favor.

  Noemí se sobresaltó cuando oyó los golpes suaves pero firmes.

—¿Es aquí?

—Sí, aquí estoy.

  La respiración de Jonathan no la tranquilizó. Quizá se había acostumbrado al silencio absoluto y por eso su ligero jadeo la irritaba. Los hombres no jadeaban por unas cuantas escaleras.

—No se mueve.

  Noemí no contestó.

—¿Estás ahí dentro?

—Sí. La puerta del aseo tampoco se mueve. Es como si las hubiesen sellado.

—¿Has probado la ventana?

—No se me ha ocurrido, pero está muy alto.

—Siempre es mejor criar un moratón en la rodilla que quedarse ahí dentro en la oscuridad ¿no? Tampoco son ocho pisos. No creo que te mates.

  Imaginó cómo Jonathan levantaba una ceja y sonreía con el matiz justo de cinismo, mostrando sus dientes blancos perfectos que contrastaban con el bronceado ligero de toda su piel.

—Vale. Tú espérame abajo y recoge mis despojos del suelo. No quedará mucho de mí después de esto.

  Igual que la puerta del aseo, Noemí encontró la ventana sin un tropiezo, apartó la cortina y buscó el pomo. No se había dado cuenta de lo asustada que estaba hasta que oyó su propio suspiro en el momento en que el tirador giró, la hoja de la ventana cedió a su presión y se abrió hacia dentro. No lo sabía, pero había estado segura de que no se abriría. Acarició el marco con alivio y llamó a Jonathan. Nadie contestó. Noemí se extrañó de que no se viera un solo farol hasta donde alcanzaba la vista.

  Regresó a la puerta de la habitación y oyó los pasos que se alejaban por el pasillo. Se dirigía de nuevo a la ventana cuando sonó un golpe sordo y algo rodó por la escalera. Se paró en seco. Contuvo la respiración. Permaneció tanto tiempo inmóvil que se le agarrotaron los músculos. Nada. No se oía nada. Recordó que le quedaba la ventana. Cuando se volvió para alcanzarla  un calambre en la pierna la tiró al suelo.

 

  Despertó en el recibidor; llevaba los vaqueros y el jersey verde de cuello vuelto ideales para esquiar. Se llevó la mano a la nuca: se había hecho una coleta tan tirante que le dolía la cabeza como si le estuvieran arrancando todo el pelo.

—Hola. Estás muy guapa.

—Una mujer desconocida  se acercaba empujando un carrito de bebé.

—Hola.

—Hay alguien ahí detrás. Es un hombre extraño que no ha querido hablar conmigo. Le he dicho hola, como a ti, pero no me ha hecho caso.

—¿Jonathan?

—Espero que no te hable a ti tampoco.

  Noemí no miró siquiera a la otra mujer. Jonathan era muy amable. Nunca le negaría el saludo a nadie.

  Se paró en mitad del recibidor y miró a su alrededor: la moqueta era verde botella, espesa y nueva. Las paredes estaban cubiertas con un papel de rayas verdes e incluso la balaustrada doble de la escalera mostraba un tono verde claro. Noemí advirtió que el coche en el que dormía tan callado el bebé al que acunaba aquella mujer era verde lima y que los marcos de los espejos hacían juego con la moqueta. Sin darse cuenta echó a correr hacia donde la otra decía que había visto a Jonathan. Tenía que ser Jonathan.

  Lo encontró bajo el hueco de la escalera. Llevaba unos pantalones verdes y una corbata verde a juego asomaba bajo su cuerpo. Había caído boca abajo, las palmas hacia arriba y los pies extrañamente rígidos.

—No tiene cabeza ¿Crees que por eso no me ha hablado?

  Entonces las dos oyeron el sonido de una cisterna en una casa vecina. Noemí reaccionó. Habría corrido hacia la puerta de la calle, pero no pudo dar un solo paso: un grito desgarrador la paralizó. Ni siquiera cerró los ojos aunque toda la habitación se había iluminado de repente. Oyó unos pasos torpes y rápidos que se acercaban desde su espalda. Quiso darse la vuelta, pero el cuerpo no le obedecía. Entonces sintió que algo caliente y húmedo la apresaba y la levantaba.  Apenas podía respirar. La casa se alejaba bajo sus pies cuando vio que una mano gigante y regordeta recogía algo del suelo del recibidor y lo ponía a su altura: el cuerpo decapitado de Jonathan.

 

—¡Papá! ¡Papá!

  Sonaba como una niña desesperada.

—¡Papá! ¡Mi hermano le ha arrancado la cabeza al novio de la Noemí!

  Y otra voz, de adulto, contestó.

—No te preocupes, nena. Vete a la cama, que mañana te compro otro.

 

 

Alicia Pérez Gil escribe desde los doce años. Ha colaborado en varias antologías con temáticas relativas al horror y publicado un libro de relatos, Inquilinos,  y una novela corta, Deabru, también dentro del género de terror; aunque se mueve con comodidad en la novela juvenil y el drama.

Este relato se encuentra incluido en Inquilinos, libro que se puede conseguir en Lektu ( https://lektu.com/l/alicia-perez-gil/inquilinos/1501 )